Era muy obediente, pero aquel día, a la salida del
colegio, por un impulso que de pronto sacudió mis pies, tomé el camino entre
callejas que me habían prohibido una y otra vez...
Muchas tardes había pasado de largo el laberinto
empedrado peinado de farolas que agarraban las fachadas. Muchas las noches que
soñé con adentrarme en los sonidos que llegaban de los confines esquinados de
la trama perdida de pisadas.
Y esa tarde, la de mi cumpleaños, al friso de la
mayoría de edad artificial y artificiera, no fui a la fiesta que mis amigos me
habían organizado. La obediencia se ruborizó primero, escandalizándose entre
chillidos de madre congestiva, pero los pies danzaban firmes por la calle del
Olvido, convencido de llegar a un lugar deseado. Al quebrar la acera, me
encontré en una plaza octagonal rematada en su eje central por una fuente
cantarina. El Pez de bronce que escupía agua me miró un instante, dejó de regar
el bordillo para moverse levemente en la dirección que debía seguir...
Dudé, era el momento de continuar o volver atrás. No habría más oportunidades de
disculparse ante la desobediencia.
Y con su burbujeante leguaje continué calleja abajo
dejando atrás los años, la sangría y los amigos.
La Cuesta de los Duendes no llegaba a su fin... O sí,
porque de pronto, mi andar agitado, huidizo, se paró en seco. Una pared daba
por finalizada la calle. Y en la pared una puerta. Acerqué la mano al pomo de
latón envejecido, viejísimo, lo giré y empujé.
Y al abrir mientras
pasaba, al pasar mientras abría, el olor a sal inundó mi nariz tiznada de
esencias urbanas. Dos olas rompieron en la arena que remataba el borde de la
puerta por el otro lado.
-Bienvenido, Xavier... Te esperaba.
Un joven mayor que yo, rubio, alto, de hombros exageradamente
anchos y mirada amable me sonreía fumando un cigarrillo que apagó con el
saludo.
-Sabía que vendrías. No sabías que vendrías, pero aquí
estás. Soy Asim, el autor de los cuadros que ves cada tarde en el café de la
Unión.
Caminó hacia la orilla que poco a poco se ensanchaba
con un brillo refulgente de colores de atardecer. La pátina de agua me invitó a
descalzar los pies dejando que sintieran la esponjosa caricia de la arena
húmeda siguiendo los pasos de Asim quien, entre grandes zancadas me miraba con
una sonrisa divertida en sus ojos. El manto de la noche cubrió la playa bajo la
luz de tres lunas. Al llegar a la última cala, una gran mesa de madera ordenaba
a los comensales que, sin duda, esperaban nuestra llegada. Todo dispuesto para
la cena entre candelabros de bronce, vajilla de plata y cubertería de madera.
Frascas de lo que parecía vino tinto y blanco, fuentes con lo que parecían
frutas, bandejas de pescados y dulces. Tres mujeres y un anciano nos miran al
llegar. Al saludarlos, todavía confuso observé en el extremo un alambique de
cristal de Murano con un bello serpentín que destilaba un líquido azul
aguamarinado en un vaso de precipitado.
Asim me invitó a sentarme a la izquierda del viejo. Y
tomando asiento a mi lado, sentí su mano grande y suave en mi hombro para
presentarme.
Te presento a Asam, mi padre, el padre de la música.
Ha inspirado el alma de los músicos cuando no está de mal humor. El solo se
divierte con el piano y el violín, pero ha dado todos los instrumentos a la
humanidad.
-Hola, Xavier- me sonrió Asam.
Sus ojos azules casi transparentes engalanaban un
rostro joven, ataviado con una barba cuidada sin bigote, unos labios tan
gruesos como los de su hijo. Las manos reposaban en la madera dibujando sus
venas mapas llenos de vida
Asim después me presentó a sus hermanas, Olea,
protectora de la pintura, Alma, madre de la poesía y Petra, caprichosa
escultora de manos artesanas. Bellezas extrañas, sonrisas francas que
acentuaron mi ya notable timidez.
Bajo la noche de lunas y estrellas, me invitaron a
compartir la mesa. El calor del vino, la mirada de las hermanas de Asim, la
delirante conversación del viejo hicieron de mi corazón un volcán de magma
ensoñador.
Bebimos del elixir azulado al finalizar la cena, como
si de una comunión familiar se tratase. Y entre sorbos cortos que libamos en
copitas de plata, el viejo habló.
-Xavier, es un honor tenerte entre nosotros. Has
desobedecido a la conciencia del mundo siguiendo los signos de tu propio
universo. Huías valiente y nos has encontrado. Mi hijo deambula por los
territorios de la mundanal existencia y te ha observado desde hace tiempo. Ha
leído tus delirios nocturnos en esas viejas hojas de papel, ha visto de reojo
los garabatos en tus carpetas. Ha visto como besas a las mujeres entre los
árboles y ha probado las lágrimas de tu dolor de origen desconocido. Xavier,
has venido buscando algo. Pero no sabes qué es. Nosotros si sabemos que
necesitamos de ti. Tu capacidad de amar. El arte no tiene amor, Xavier. ¡No
tiene amor!
Quiero que nos ayudes. Solo tú tienes en tu alma el
mapa del amor. Yo no se lo pude transmitir a mis hijos porque nacieron de su
madre, Soberbia, una mujer extraordinaria, que devoró mi amor. Ahí enfrente
está fondeado el Medusa, mi barco. Te pido que te lleves a mis hijos en él. Sé
que, a pesar de tu juventud, eres maestro en el arte de la navegación. Ve con
ellos busca el amor en los confines del mundo, se que lo encontrarás. Enséñales
lo que no sabes que sabes y volved con el amor para que el arte cobre sentido
en el alma de los hombres. ¿Lo harás?
Al acceder no era consciente de que nunca volvería a
ver a mis amigos, a mi familia... El amanecer azulado me despertó despacio. Y me
dejó vislumbrar los palos majestuosos del Medusa, mi casa en los siguientes 5
años...
José Mª Fuentes-Pila
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