jose maria

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jueves, 26 de enero de 2012

A MARY Y JOAQUÍN. CON MI ETERNO AGRADECIMIENTO

“…Hubo una vez un joven caballero, hijo de poderosos feudales, preocupados por extender su poder a través de su prole. Casaron a sus hijas con jóvenes vanidosos y ávidos de riquezas. Intentaron educar a su hijo según las reglas de la tradición familiar. Pero aquel joven no quiso asimilar el latín, las reglas cortesanas, y pasaba el día montando a caballo, perdido entre la campiña, compartiendo su vida con la gente del campo, a quienes amaba. Y recorriendo aldeas conoció a una bella mujer, hija de un viejo sabio y una altiva dama procedente de tierras lejanas que ostentaba un férreo matriarcado en torno a sus diez hijos. Y el viejo sabio silencioso y educado, hacía pócimas y brebajes, asistía a los desamparados y velaba por su familia aunque su mujer siempre le exigía más, deseosa por recuperar el rango de procedencia.
La joven pareja se enamoró. La mujer tuvo los parabienes de sus padres. Cuando el joven comunicó su intención de desposarse con aquella mujer, sus padres, especialmente su madre encolerizó. Era la segunda vez que le negaban su futuro. La primera, al querer irse a las Cruzadas, cuando sus padres le destinaron a la Universidad en pro del conocimiento necesario para llegar a la jefatura de la familia. Ahora le negaban la oportunidad de enamorarse. Y una noche, cogió su caballo y una manta y se fue a buscar a su amada para pedirla en matrimonio. Aquella decisión le costó el destierro y la herencia, pero no
miró nunca hacia atrás. Y aquella pareja comenzó su andadura por la vida en busca de un sitio, de una tierra. Encontraron un bello lugar en lo alto de una loma, desde la que se podía divisar el mar. Y allí, piedra a piedra, jornada a jornada, comenzaron a levantar un castillo. En su interior nacieron 5 hijos- Cuatro varones y una niña, la niña de los ojos de su padre. Cada nacimiento era celebrado por la pareja, organizando en su interior una ajetreada vida de necesidades, emociones, celebraciones y banquetes. Risas y llantos que se difuminaban con el último rayo de sol para dejar que la noche calmara el desasosiego y las desventuras. El caballero comenzó a batallar en diferentes lides para ganarse la vida. Se alejaba cada vez más del castillo y más larga era la espera. Una espera que se convirtió en rutina, dejando que la mujer fuera la luz en la noche, la guía en la mañana, volcada en la protección de sus vástagos, en sus cuidados, haciendo  de su vida una misión de crecimiento. Consiguió de aquellos hijos una especie de ejército, en el que no parecía existir jefatura, en el que el compromiso era la unión. Pero aquellos jóvenes sentían como la tristeza iba cobrando espacio en el interior de aquella fortaleza  de la espera, en la que la madre pegaba con cariño las ruedas de los viejos juguetes de madera, mientras esperaba a su caballero para gozar de unos instantes de felicidad. No habló nunca de ello. Inconscientemente se convirtió en faro de su propia familia, al recibir las visitas de sus hermanas, de sus padres, que acudían a pedir consejo a aquella mujer que hablaba con coherencia de la vida, de los demás, del mundo ajeno, hermética al mundo propio.  Solo su padre, el viejo sabio, la escrutaba silencioso para tranquilizarla con una tierna sonrisa. El tiempo pasó. Y los jóvenes se hicieron hombres, y la niña mujer. Y el altanero clan comenzó a alejarse cada día más del castillo en busca de aventuras, de conocimiento, cada uno comenzando a expresar en el exterior lo que no había mostrado tras las murallas de la morada. Por las noches, se reunían los hermanos en una pequeña cabaña que habían construido para sus encuentros a los pies del torreón, para contarse sus experiencias, sus encuentros y desencuentros, para compartir sus hazañas y sus derrotas, aprendiendo a mirar al mundo desde muy diferentes peñascos. El mayor  era un hombre emprendedor, lejano a la idea de compartir los conflictos del interior, viajero, inteligente, independiente, siempre añorando la figura del padre ausente, idealizado en su memoria. El segundo, fuerte, altivo, emocionalmente etéreo, a caballo entre las fantasías de su propia aventura vital y la responsabilidad de velar por un sus hermanos pequeños, contándoles historias, mostrándoles el poder de la palabra, del esfuerzo, protegiendo la espera de la madre. El tercero, un joven con rasgos arabescos, libre, socarrón y divertido. Sincero y llano, gran espadachín, que decidió salir a un largo viaje en busca de fortuna sin más útiles que su gracejo y un saco de ilusiones. La muchacha, adorada por el padre ausente, que cada noche discutía con su madre en las mazmorras del castillo…Y que cada noche era liberada por sus hermanos para volar hacia lugares desconocidos y atractivos, a la vista de una joven con ansias de vivir los relatos de sus hermanos. El pequeño, adoptado emocionalmente por el segundo, aprendió el arte de la espada, fiel observador de los movimientos del clan, siempre agarrado a la vestimenta del hermano del alma. Un hecho se produjo en la vida de aquellas gentes. Un día la mujer recibió la noticia de la muerte de su madre. Y en ese momento se produjeron dos hechos transcendentales. Aquella mujer, repentinamente, comenzó a desarrollar un mágico poder. El poder creativo. Subió a la torre del castillo y cada noche a la luz de las antorchas, producía cantidades ingentes de obras de todo tipo. Una especie de locura febril se adueñó de su espíritu. Sus manos dibujaban los rasgos de su madre, del mar, de las lejanas colinas. Cientos de bellos poemas  se amontonaban entre sillas y mesas, al igual que hermosas figuras de arcilla…Cuando su caballero volvía, le pedía que la acompañara a la playa a recoger las nacarinas que la espuma del mar depositaba en la orilla. Ella las recogía con una profunda emoción, como si de un precioso tesoro. Y al amanecer, los suelos de las habitaciones aparecían tapizados de bellas composiciones artísticas que tenían el brillo de las profundidades del mar al contacto con la luz.  Este acto de brutal creación hizo que los hijos se atrevieran a expresar en el interior de la torre lo que hasta entonces habían contado a la luz de la hoguera. Y cada uno lo hizo con  una especial forma de comunicación. Dibujos, escritos, ensayos, pinturas, fueron impregnando las tertulias entre los miembros de la familia, como elementos distanciadores de la espera, del sufrimiento contenido. Y el viejo sabio despertó de su silencio a través de la hija y del segundo de sus nietos eligiendo a éste como depositario de sus ancestrales inquietudes, dándole unas responsabilidades encubiertas que más adelante, muchos años después serían la expresión de la lucha entre los clanes familiares.
Y el que fuera joven caballero volvió un día con su rostro cansado, con una sensación de culpa, de fracaso vital. Y la mujer, allí estaba cuidando de su primer nito, hijo de de su hija, convertido en fuente de cuidados, de significado, de falsas expectativas, mientras los jóvenes fueron  volando, descubriendo horizontes, tierras y experiencias que diferenciaron a cada uno, que por fin crearon diferencias entre cada uno de ellos. Y una noche de tormenta, el ya cansado padre, subió a la torre del homenaje, sintiendo que todo aquello no tenía un hilo conductor que diera sentido y coherencia a su vida, en una misteriosa soledad rodeado de personas que seguían esperándole aunque estuviera presente. Y un rayo lo fulminó en aquella noche lúgubre. Volvió a desaparecer y esta vez para siempre. El vacío y el llanto dieron paso al silencio. Y la mujer lloró, y lloró, intentando rescatar de su memoria los años de juventud, la sonrisa del pasado, la felicidad perdida, construyendo un difunto al que poder enterrar  sin resentimiento. Y la vieja dama volvió a expresar sus emociones a través del acto creativo, permitiendo la liberación del dolor, de la tristeza,  aceptando la compañía de la soledad. Pero algo aprendió aquel grupo de personas. A contar su vida revisando sus sentimientos, respetando la secuencia de hechos, descubriendo que no hay más destino que el que escribimos  en nuestra propia historia vital, pudiendo corregir, como si de un gran cuadro pintado al óleo, figuras, expresiones, vínculos, que se intuyen tras las capas de aguarrás, pero que cambian la perspectiva, la luz, e incluso las dimensiones del gran fresco de nuestras vidas.






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