jose maria

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lunes, 9 de enero de 2012

SANTANDER DE BOTELLON


Han pasado ya bastantes años desde que la bahía de Santander fuera puerto franco para la Cuty Surk, o las playas del Sardinero cumplieran como escenario del campeonato de España de Voley JB. También ha pasado el tiempo sobre la Plaza de Cañadío, botellódromo oficial de la “movida” santanderina, al pairo de la oficialidad con la que se bebía y se bebe en la calle, festejando el ambiente que tiene la ciudad para quienes, ya mayorcitos, cuando no talluditos, pueden pagarse el ocio de fin de semana.
Resulta desolador constatar la forma en la que se ventilan los asuntos de la ciudad, es decir, la gestión de los espacios públicos, cuando se trata de reflexionar sobre el ocio de los jóvenes. El botellón. El consumo de alcohol. La forma en la que se consume. Los lugares en los que bebe…. La pregunta que viene al caso es… ¿Dónde están los jóvenes de Santander los fines de semana? ¿Haciendo botellón? Tal vez.
Los jóvenes gestionan su ocio por modelos de aprendizaje social. Así pues, el ocio adulto sigue estando marcado en muchos casos por el consumo de alcohol. 
Los jóvenes son, para una buena parte de los políticos esa masa de población que se desea fervientemente, que no molesten, que no protesten, que no se hagan notar, que no sean críticos, que no generen contra cultura.
Santander es un páramo para  muchos jóvenes que terminan sus carreras  y desean emprender su experiencia profesional en su ciudad. Santander es una bahía seca para los jóvenes creadores, talentos invisibles para quienes deberían promover espacios abiertos que gestionen ellos mismos. Y, respecto al ocio? Los espacios de poder de las ciudades están gestionados por y para adultos. Los jóvenes se legitiman con sus códigos de comunicación, con su necesidad de expresarse, amplificando las conductas de ocio de los propios adultos. Y este hecho es generador de conflictos. Vecinos, hosteleros, jóvenes, fuerza pública, gestores culturales, políticos, lanzan discursos divergentes sobre intereses particulares. Y los jóvenes, sistemáticamente son expulsados a lugares donde no molesten a los intereses de los adultos. A zonas de mayor riesgo, a las playas. Mientras estén escondidos, mientras no molesten, la preocupación es solo de los padres. Cuando quieren repetir el ocio adulto, por ejemplo, en Cañadio o el Río de la Pila, la preocupación no es su forma de beber, sino el conflicto de intereses.
Es inaceptable mirar hacia otro lado, poniendo denuncias a diestro y siniestro a quienes van con el vaso de plástico y sus bebidas a una escalera, mientras 10 personas apoyan su copa en una mesita circular con la excusa de que están en una terraza a dos metros de distancia.
Es lamentable perseguir el botellón juvenil sin dar alternativas, sin facilitar espacios de ocio que los propios jóvenes quieran gestionar según sus intereses y hacerlo en lugares donde se sientan parte activa de la ciudad.
Los jóvenes no son niños a los que tengamos que reeducar. Son la expresión de los cambios de nuestra sociedad, de las nuevas necesidades que rigen las propias relaciones interpersonales. Deberían ser nuestra hoja de ruta como sociedad, siendo capaces de escuchar con atención y respeto lo que dicen… y lo que no dicen por no sentirse escuchados en sus necesidades reales y sentidas.
No estaría de más acercarse a los lugares donde se reúnen, donde conversan, donde beben, donde disfrutan de la sensación de sentirse libres con sus pares, para interesarnos por aquello que les interesa, que les preocupa.
Los centros Cívicos no son espacios juveniles. Las bibliotecas no son lugares atractivos para sus intereses de ocio. Las grandes superficies que tan amablemente nos incorporará el Alcalde de Santander en el Mercado de México y en Varadero, son monumentos a la inoculación del ocio de consumo.
Para hacer prevención sobre drogas, primero hay que aceptar el fenómeno. Y entenderlo como parte de la realidad de los jóvenes. Demonizar el botellón sin aportar ni una sola idea, supone negar la capacidad de los jóvenes para gestionar sus espacios de ocio, expulsarlos de los lugares donde incomodan a los adultos, favorecer una mayor preocupación de los padres de familia que aumentan su nivel de angustia frente a las salidas de fin de semana de sus hijos, poner en mayor riesgo a esta población en lugares en los que no hay servicios de emergencia ante cualquier incidencia. Y así, poco a poco, todas las conductas ejercidas por los jóvenes, parecen tener una deriva conflictiva o patológica. Y las alternativas…? Quizás sean las que los manuales indican, buscando la forma de que no estén haciendo un ruido muy distinto al de los adultos. Un ruido que es vida que fluye y busca su sitio en las ciudades, vida que enlatamos en conserva, en la lata de conservas de lo que se considera adecuado para una sociedad cada vez más competitiva, consumista y obtusa en sus miras. En espera de abrirla y tener jóvenes en escabeche, en aceite, o en salmuera, que los hagan comestibles para una sociedad que necesita engullir capacidades, recursos y potencial creativo en aras de un estado de bienestar que, en este momento, no sabemos realmente qué futuro nos deparará.

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