jose maria

jose maria

viernes, 13 de enero de 2012

UN RECUERDO, UN GUIÑO

Orgullo y rebeldía, cansancio y actividad, tristeza y sonrisas veladas por el paso de los años. La carcajada en el olvido, dejando que la risa salga del interior, liberándose del sustrato del tiempo, que maldita la gracia que le hace cuando mira la bahía desde la ventana de un cuarto luminoso.
Sus 79 años son un fresco de desastres orgánicos, de envejecimiento desordenado, caótico, al igual que su vida, llena de misterios, de escondites emocionales donde bebía de los placeres que la ciudad, la educación y su madre habían retirado de su camino. Su cuerpo voluminoso, siempre lo fue. Los paisanos
 del barrio siempre hablan de ella como una mujer de bandera, de hombros anchos, pechos tersos y prominentes, una mirada velada y un pelo negro y ondulado. Yo siempre la recuerdo mayor, posiblemente porque en mi familia hay mucha gente mayor. Eran mayores mis abuelos, mis tíos abuelos. Los patriarcas se reunían en torno a una mesa redonda, en una rotonda (también redonda), con sus cuerpos grandes y redondos, sus voces estruendosas, discutiendo sobre el bien y el mal, sobre fusilamientos, heroicidades y bondades. Secretos a gritos que eran mantenidos con cierta gallardía, frente a la voz femenina de la casa que liberaba el veneno de la serpiente pecaminosa después de morder la manzana. Mayores que guardaban secretos a los jóvenes, secretos que quedaban pegados a las butacas cuando morían. Es como si la vejez fuese un estado vital, permanente de la familia. Los secretos de la experiencia vital se contaban a muy avanzada edad, al igual que los legados familiares. Llegaban repentinamente, como una voz anónima (la de la familia), en orden. Ahora te toca a ti. Pasa que te cuento. Y entre acojonados y maravillados, los niños-hombres escuchaban la voz de la vejez, aceptando nuestro respeto que no era necesario exigir. La vejez se torna en chochera, cuando las tempestades afectivas saltan en la mesa familiar, cuando las voces siguen siendo estridentes, desvelando los intensos juegos de poder que laten desde la infancia de aquellos diez hijos que se fundían en la gran casa con las risas de sus 80 primos, y que han seguido alimentando sus baluartes en consonancia con sus caminos.
Y allí estaba ella. O mejor dicho, no estaba. Casi nunca estaba. Era indomable, hosca, retraída en su comunicación con sus padres. Siempre, desde que me acuerdo, respondía con monosílabos a sus hermanos. La mayor. A la sombra de su hermano, el mayor de los varones (2 entre 8 mujeres), tuvo que trabajar para que su hermano pudiera ir a Madrid a estudiar. De la sección femenina salió siendo enfermera y durante 45 años realizó su profesión con una extraordinaria eficacia. Los médicos siempre querían trabajar con ella, debido a sus dotes de mando y, posiblemente a su recalcitrante mala leche. Siendo la mayor, no tenía ningún apego a la familia, al clan “maravilloso” que luego se descuartizó cuando vinieron mal dadas, cuando una peseta en el mostrador de una vieja botica se consideró la herencia más preciada y valiosa que algunos esperaban de su bondadoso padre. Soltera, vivió y vive en la casa que la vio nacer. Su madre, una mujer vasco francesa, con más carácter y mala leche que toda la cohorte de escolapios que me educaron , nunca sintió un especial afecto por ella. Algo que al parecer nunca la importó. Es más, se sentía liberada de un amor carcelario, doctrinal, reverencial. He sido su confidente durante casi 20 años. ¿Confidente? En realidad acompañante de algunas de sus divertidas juergas, aquellas que consideraba que podía permitirle a un mocoso de 12 años, de 13, 14...28...Y me casé. Sus grandes pasiones siempre fueron la buena comida, los hombres,la cocina, sus amigas y el Barrio Pesquero. Una maravillosa doble vida. O triple...O vaya usted a saber. Los pescadores siguen recordando su trabajo como enfermera, cuidadora, paciente, confesora, madre y padre, cuando el sufrimiento, la miseria o la muerte en el mar, venían a visitar las puertas de los barracones que algunos llamaban viviendas desde el centro de la ciudad. Querida en la calle, ausente en su casa, toda la vida huyendo. Quizás de las órdenes, de los gritos, de la perfección tirada como una línea recta en la vida de las personas.
Dice que heredó la diabetes de su padre, otro gran comilón. Se inyecta insulina desde hace 30 años y, descubrió que podía hacer bailar las dosis en función de la intensidad de sus juergas. Era maravilloso verla pedir marisco en los mejores restaurantes de la ciudad, oírla hablar por teléfono con sus amigas y salir corriendo para montar una fiesta, ya con sesenta y pico años. Cuidar su aspecto, su presencia, sus trajes... Su mirada burlona se oculta con el paso del tiempo entre sus mofletes rugosos. Su deterioro ha sido proporcional a su dejadez, a su rebeldía, , evitando cruzarse en el camino de sus dos hermanas solteras con las que vive desde hace tantísimos años. Cuidadoras de sus padres, de sus sobrinos y de todo el que se pusiera por delante, siempre han despreciado su forma de entender el mundo, vigilando sus movimientos, riñéndola como si de una niña pequeña se tratase, controlando a dónde iba (o al menos intentándolo). Han envejecido en una constante persecución, posiblemente con cierta envidia recalcitrante en las venas, al comprobar cómo el mundo de su hermana mayor era invulnerable, solo pudiendo disparar con perdigón lobero cuando llegaba a casa. A la casa...Por cierto, una casa que consideran el santuario del monte Carmelo, pero que sigue siendo un arrendamiento en manos de un banco...Y del cual es arrendataria la buena de la hermana mayor...Es decir, que su vida tiene un precio, el de una renta más alta en un pisito anodino de la ciudad.
Y su cuerpo se fue deteriorando. Pero borró su imagen del espejo de su espíritu, haciendo que el envejecimiento se desmadrara en sus carnes, para incrementar proporcionalmente la alarma de sus hermanas cuidadoras.
Un día, estando yo en la farmacia, pasó al despacho diciéndome que tenía una pequeña herida en la pierna derecha. Su médico, de la escuela del Olimpo de la medicina, por cierto lugar abarrotado de héroes y tumbas, le dijo que no era nada, una heridita de nada. No hay que preocuparse. Ponte una tirita. Ay, la maravillosa relación entre viejos y sistema sanitario. Sacos, pellejos de vida atiborrados de fármacos que han creído no tener derecho a pedir explicaciones, a sentirse escuchados, aceptando sus años como un vertedero de basura enorme que incomoda y que debe estar herméticamente cerrado en soberbias bolsas negras. Mi relación con ella sigue teniendo algo de mágica, de misteriosa por la cercanía y simpatía que nos profesamos sin molestarnos, sin enfrentarnos, sin juzgarnos. Es quizás por eso que me aprecia. Quizás soy la única persona que jamás he juzgado sus actos, su vida. Me he limitado a observarla, a veces divertido, a veces fascinado. Ten cuidado, tiene pinta de ser una escara. Vigila la glucosa todos los días y lava la herida cada mañana con suero fisiológico...Al cabo de dos semanas la herida estaba más fea, oscurecida, algo más profunda y el dolor se había hecho presente de forma constante...Acudió a su santón disfrazado con bata blanca y...¡Coño, eso es una úlcera...Cómo la has dejado...desde luego, eres indomable!!! La mandó a un cirujano para que la curase...Y después éste la mandó a otro....Y un día le dijeron...Lo hemos cogido demasiado tarde...Voy a serte sincero...Te tienen que cortar la pierna. Cuanto antes.
Han pasado 50 días desde aquel acontecimiento traumático. Es curioso cómo la vejez minimiza el impacto del sufrimiento en los demás. Me quedé a su lado aquellos días en el hospital. Me pidió que no me fuera a Roma y no me fui. Y aquella mujer caótica a lo largo y ancho de sus días, bebedora de vida a raudales, me transmitió la necesidad de un afecto, de un cariño que nunca había tenido. Un cariño que la diera identidad de familia, más allá de los afectos y pasiones que vivió fuera de los límites de su casa.
Recuerdo a sus hermanas diciendo cuando se la llevaban al quirófano: Tranquila, tranquila, que papá y mamá están en el cielo. Joder, que barbaridad. Y entonces, cuando me asomé a la habitación, ya sola con los enfermeros, encontré a una niña aterrorizada, que se había tapado la cara con la sábana... Pedí al personal que salieran un minuto. Me encantan la mayoría de los enfermeros y enfermeras...Los he conocido en su trabajo psiquiatrico en Ginebra...Vaya pedazo de terapeutas. Salieron. La quité la sábana con cuidado. “Chaturri”, todo irá bien. En tu pierna no está toda la historia de tu vida. Luego, cuando salgas, me la sigues contando. La pierna incorrupta de Puerto Chico (así se llama el barrio en el que nació).
Mientras que la gente, amistades, conocidos, familiares, dejaron progresivamente de acudir a la casa de la familia como consecuencia de la dejadez social de sus dos hermanas, ensimismadas en sus butacas viendo pasar lo días, riñendo cada día entre ellas, ahora la casa se ha llenado de gente. Todos los días, puntualmente, acuden sus amigas en masa, haciendo divertidas tertulias en las que repasan los pormenores de sus andanzas. Han vuelto sus primos, una serie de gigantes fascistas y arrubiados que siguen clamando venganza por el fusilamiento de su padre en la guerra civil en manos de los milicianos. Sus primas de Bilbao, tan queridas para ella (en Neguri se pasaba temporadas por no aguantar a sus hermanas) vienen cada semana con sus voces estridentes, haciendo chistes verdes más antiguos que el Arbol de Guernika. Cuando llegó a casa fue un momento difícil. Se miró su muñón y lloró desconsolada. Pero al día siguiente intentaba sentarse en la cama. Ha pedido ayuda externa para evitar que sus hermanas se conviertan en sus macabras enfermeras.
Desdramatizar el drama no es frivolizarlo. Quizás es entender su sufrimiento, darle salida, hacerlo volar en la medida de lo posible para saber qué es lo que queda bajo él. La vejez puede ser como la edad de Oro literaria. Todo es narrativa, o puede serlo. Narrativa proxémica, digital, kinésica, pero al fin y al cabo narrativa. Danzar con la presencia es enterrar la ausencia. Y así, al caérsele una pierna, como por arte de magia, ella ha dejado de huir. Ha invocado al respeto, al derecho a estar triste, contenta, a pensar en comerse unas cigalas correteando en su silla de ruedas, a soñar en escribir sus memorias con su pulso titubeante y su lánguida ortografía. Sueña con vivir. Ha perdido una pierna, pero ha descubierto que es la hermana mayor, la enfermera que estuvo 40 años cuidando a los más necesitados, la mujer de mirada turbia, de sonrisa pícara, de aires libertinos, que se permite chochear cuando no tiene ganas de explicar.
Ha descubierto las liturgias, los ritos cotidianos con un cierto placer. Quiere saber si algún día podrá ponerse una prótesis. Ha llamado a la peluquera para que vaya a casa a peinarla...Porque tiene que recibir visitas.
Cada mañana, abro con cuidado la puerta de la casa que nos vió nacer a ambos. Su nueva habitación está al lado de la entrada. La casa comunica por una puerta falsa con la farmacia y por eso entro por la puerta de la vivienda. Todo está en la oscuridad... Y una voz suave se oye en la penumbra.
-José Mariiiiiiiaaaaaa.....
-Buenos días.- Le digo entrando despacio en la habitación. Levanto despacio la persiana y aparece la bahía luminosa, bajo cielos otoñales que dibujan formas y fondos. Me siento en su butaca y miramos un rato el mar en silencio. Es como una especie de oración anímica. Y después, le ruego que me cuente alguna de sus miles de experiencias de una vida llena, secreta en parte. Y mirándome con un destello malévolo en los ojos, comienza un breve relato con un prólogo muy atractivo y sugerente:
-Acércate, que no quiero que se enteren tus tías si se despiertan...
José Mª

Tres meses después de escribir estas líneas tuvo un derrame cerebral. Luchó por vivir durante otros 3 meses. Murió en la casa que la vió nacer.

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