jose maria

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viernes, 13 de enero de 2012

EL TABU DEL SIGLO XXI. Un poquito más... Con su permiso

A través del arte, ese concepto envidiado y deseado, ese elemento que Robert Graves sitúa en todas las personas bajo el epígrafe de genialidad, escudriñé en mis pulsiones de muerte, dibujando en mi interior la presencia de la ausencia. Quizás la imagen, en sus orígenes, haya nacido como una necesidad de preservar la presencia de aquello que está ausente, desde la consciencia de la irreversibilidad de la ausencia. Religión y arte están encadenados por la presencia de la muerte, cuando no por el intento de triunfar sobre la muerte.
“La tibia disecada del santo reclama el relicario, y el oratorio, y a su vez, la peregrinación y todo lo que viene después. Del mismo modo el exvoto reclama el retablo, el díptico
, el fresco y por último el cuadro. Así se pasa del amor del amor de los huesos al amor al arte”.
Debray
La muerte ha dejado de ser ritual, ha dejado de estar presente en el imaginario social, en un intento obsceno de expulsarla para siempre de nuestras vidas. Las tumbas se diluyen en nuestra mente, pues son la presencia de algo que no nos deja respirar nuestra eternidad en una sociedad que nos invita a vivir eternamente. No se concibe como un acto de generosidad la aceptación de la muerte como paso a una eterna ensoñación que construimos en nuestro camino hacia la aceptación de la muerte. Amenavar lo refleja con intensidad en su película “Mar Adentro”. Este hecho ha dejado a la muerte con una expresión lánguida, algo burlesca, mirando a través del objetivo de una cámara, convirtiéndola en actriz estelar de una sociedad llena de guiños fantasmagóricos, pero siempre separados de nuestros temores por la distancia infinita de una pantalla de televisión, donde todo puede ser real o irreal, dependiendo de nuestros intereses, de nuestras necesidades. Hanus (Hanus, 2000), nos recuerda, nuestro sueño como sociedad. Dominar a la muerte, llegar a ser “como dioses”, está casi – aparentemente- al alcance de nuestra mano. Así, en muchos casos, nos encontramos con un sistema sanitario, con unos médicos, dedicados a “luchar encarnizadamente contra la muerte”, olvidando su potencial como acompañante en los procesos de salud enfermedad, como guía de la protección de la salud.
He seguido a lo largo de mi vida el rastro de la muerte, su presencia, posiblemente a través de la imagen que el artista evoca para la eternidad la ausencia, la realidad de la ausencia. Oscar Wilde abraza la pintura y la escritura en su “Retrato de Dorian Gray”, nadando contra corriente en la representación intelectual de la relación arte y muerte. Mientras que la incineración ha permitido la limitación de la muerte y el duelo al ámbito más estrictamente familiar, alejándola del contexto público, de los ojos ajenos, todavía, cuando estoy en Segovia, las campanas a muerto lanzan su mensaje de solidaridad comunal con la familia del difunto. Una gran parte de la comunidad se reúne en la Iglesia, esperando al difunto, para después, acompañarle andando un kilómetro, hasta el cementerio. Pero meter al difunto en un bote supone llevárselo a casa, hacerlo partícipe de la vida, llorarlo en su presencia, compartiendo con el nuevo invitado, la presencia extracorpórea, el aura presencial, nuestros avatares cotidianos. Su habitación, las discusiones familiares, la comida, las oraciones, las decisiones, la limpieza…Las broncas, en fin, vuelve a casa en forma de cenizas, pero con toda la potencia amplificadora de la evocación que cada uno hace del difunto, sin que éste pueda expresarse salvo por boca de los demás. Es su infierno y su posible eternidad.
A mediados de los años 80 la muerte se acercó a mí de una manera más descarada. Como diciéndome: “Oye, majete, si tanto te interesas por mi presencia, te puedo enseñar algo especial…”. Y se llevó a 3 amigos míos. La muerte en forma de SIDA ha sido una de las situaciones más complejas desde el punto de vista social. Una muerte escondida, una muerte silenciosa, disfrazada. Una muerte en soledad, marginal, maldita, una “mala muerte” del siglo XX…Y del XXI. No era la muerte, era el “Ángel Exterminador” nuevamente. Conductas prohibidas, desviaciones sociales que eran castigadas sin piedad. La hipocresía social hizo que toda una generación de jóvenes inyectores de drogas por vía parenteral cayera ante los ojos de una sociedad que ya no lloraba a esos muertos, como ahora no llora a los muertos que ven en la televisión. Los indigentes, los inmigrantes que mueren en el Estrecho, los niños desnutridos de Sudán, los muertos en las guerras locales en pro de una democracia que defienda a quienes aceptan las reglas de un juego al que jamás nos enseñaron a jugar. No se llora a los muertos en la silla eléctrica, ni a los cientos de miles de civiles que mueren cada año bajo los bombardeos selectivos. Fue un morir indigno. Las familias se deshacían con rapidez de su vergüenza, de su estigma, de aquellos hijos malditos que miraban al infinito sin saber qué estaba pasando. Fue un precio muy alto el que pagaron por su atrevimiento, por su rebeldía, por su marginalidad, por su búsqueda obsesiva de otras realidades aunque fuera descubriendo paraísos artificiales. Fue, desde mi experiencia, la cara más dura de la muerte. Quizás por lo sórdida, donde la perversión de la muerte hacía ver al moribundo como el victimario, como el inductor de esa muerte, mientras que la muerte inocente, se posaba sobre su aliento por expreso empeño de aquellos jóvenes que estaban dando demasiados problemas a una sociedad que despertaba de una muerte social, de un sueño moribundo de 40 años. En aquellos años la muerte, esa muerte, se convirtió en algo sucio, indecente, deshumanizado. Algo que acompañaba en la sombra a las personas, traicionando su vida, sus sueños. Alfred Kubin fue una referencia plástica en aquel momento. La muerte sucia y negativa. Cubre la personalidad del muerto, la envuelve y la diluye. “Murió de SIDA”, suponía disolver la identidad, secar con rapidez las lágrimas, ocultar el duelo, enterrar los recuerdos, desterrar de los dominios de la familia a alguien que había deshonrado el nombre de los demás.
Hace tres años, me llamaron dos personas que hacía muchos años que no veía. Lo hicieron porque había coincidido en Madrid con ellos en una velada y me contaron la historia de un gran amigo suyo que se estaba consumiendo por el VIH. Ellos pensaban que su problema ahora era el consumo de alcohol y de cannabis desproporcionado que hacía. Llevaba diez días hospitalizado y había dado su consentimiento para que le hiciera una visita.
Acepté acudir a la cita. Y allí estaba aquel hombre de 42 años, justo de mi generación. Un desconocido que me miraba con curiosidad y educación. Nos dejaron solos. Su cuerpo era un esqueleto ajado, sin vida, que se movía con una infinita lentitud. Dos horas de conversación. Murió a los dos días. Yo me disponía a escribirle al hospital como le había prometido. Su amigo íntimo sintió un profundo dolor porque, inexplicablemente no esperaba su muerte, creía incluso en su recuperación si conseguía dejar el alcohol después de salir del hospital, aunque aquel día, después de la visita, le dije que mi impresión era que estaba en las últimas. La carta que iba a destinar a aquel hombre, se la envié al amigo. Decía así:
“Querido amigo:
Acabo de enterarme de la muerte de M. Parece que ha venido con su suave manto, recogiéndole del frío de la vida, apagando de un leve suspiro su última llama.
Siempre he creído que todas las personas nacen con algo que no nos atrevemos a mencionar: genio. Genialidad. Es la llama que nos hace descubrirnos a nosotros mismos con todas las potencias creadoras, que se esconden entre las miles de aristas de un diamante en bruto que es la propia vida. Sin embargo la existencia, las expectativas, los otros, son los que intentan por todos los medios cauterizar esa fuerza emocional con el uno objeto de limitar las capacidades del ser humano hasta un umbral de aceptable medianía.
M. hace dos días habló de muchas cosas. Pero lo más interesante fue que habló con el corazón. Hoy me disponía a escribirle. Mis primeras palabras eran de agradecimiento. Gracias por haberme dejado conocerte. Gracias por haberme enseñado el lado más universal de lo que parecía un desecho corporal. Pero las ventanas de sus ojos enseñaban el deseo de seguir contemplando el mundo con una infinita ironía, con una sabiduría que nacía de su interior. Solo me resta decirle que ha sido un honor haberle conocido durante dos horas. Tumbado de lado, consiguió reírse de su cuerpo, respetando su espíritu. Un espíritu libre, ansioso por seguir contando historias. Es posible que entre sueños, hayan aparecido algunas imágenes de nuestra conversación. Quizás haya visto por última vez el mar. Un mar que según decía, le daba miedo, respeto, frente a las tranquilas y limitadas aguas del pantano. Un mar emocionante, donde las velas de los barcos bailaban una danza pasional con la brisa, como avisando de un viaje eterno, siempre en función del viento y de las corrientes. Para decirme cómo se sentía respecto a su familia, me contó un cuento. Es estremecedor sentir la calidad de una voz que narra la historia de un zapatero que un día se quedó inválido.
Cuando le pregunté si le gustaba escribir, solo respondió con voz ronca y firme: “Yo soy poeta”. Las páginas del libro de su vida quedan sin finalizar. Pero su máxima ilusión era escribir un libro. Recordó los años 80, aquellos lúcidos años en los que ambos vivimos lo más auténtico de una cultura floreciente, de una contracultura poderosa, donde la libertad, las palabras y los gestos, tenían los colores del arco iris.
M me habló de su madre, de su padre. De su madre trabajadora, con intenso respeto. De los tristes secretos de familia, de las verdades a medias. Me habló de ello con la voz de la lejanía. Desde la distancia que da la madurez o la aceptación de una realidad. Es como si M nunca hubiera querido dejar solos a aquellos dos padres que no hubieran sabido que hacer el uno con el otro. Ha sido un viajero infatigable a través de la imaginación. Se ha bebido la vida a borbotones, procurando no llevarse a nadie por delante. Parece que el respeto por los demás ha guiado su vida, sin preocuparse por él.
M. me habló de Rusia, de lo atractivo de su cultura y de sus gentes. De África. De un mundo que devora todo aquello que permanece en estado puro, como para recuperar una parte de la pureza perdida.
Y M. me habló de ti. De ese amigo del alma, de ese hermano pequeño que se comportaba como un hermano mayor que cuida, riñe protege y da amor a raudales. De una vida juntos, llena de risas, de complicidad, de la magia que él siempre buscó en las relaciones con los demás.
Su elegancia y compostura la tuvo incluso en la cama. Cuando me pidió disculpas por no mirarme constantemente a los ojos como consecuencia de su incómoda postura.
Querido amigo, has sido muy afortunado por poseer una amistad tan intensa. M. también tuvo la suerte de cruzarse en el camino de la vida contigo. Ahora, en el momento de la despedida, sabiendo que la pérdida es real y para siempre, el dolor se hará patente. No lo reprimas. Tus lágrimas serán un bello homenaje, un canto de las ninfas del bosque para un espíritu libre que siempre lo fue. Llegarás a despedirte de él, mediante un adiós agradecido. Y en un momento de tu vida te darás cuenta de que al recordar a M, al recordar sus cuentos, sus fiestas, sus andanzas, podrás hacerlo sin dolor. En ese momento habrás recolocado a M en tu vida, en tus emociones y sentimientos. Y te sentirás una vez más aliviado y profundamente agradecido a aquel maravilloso amigo.
Lamento no haber podido hacer nada más.
Solo quiero transmitirte mi más sentido pésame de todo corazón. Y si lo consideras oportuno, transmite mi pesar a sus padres y a su hermano.

Un fortísimo abrazo"
Cuando sentí que aquella vida se apagaba, recordé la íntima relación entre el dulce sueño eterno y la propia muerte. La literatura se afana por encontrar un resquicio de liberación en tan distinguida presencia. Una presencia que toma tintes fantasmagóricos, despersonalizando nuestros miedos, llevándolos al templo de las pesadillas. Poussin decía: “La belleza es el terror domesticado”. Y durante siglos la belleza encubre la realidad de la muerte abriendo caminos de misticismo, esperanzas que se agarran con sus manos frías a las alas de un ángel grisáceo. Un bello ejemplo lo tenemos en “ojos Verdes”, de Gustavo Adolfo Bécquer.
...Continuará...

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