MI PEQUEÑO Y HUMILDE HOMENAJE AL POETA MIGUEL HERNANDEZ.
DOY MI FINAL A SU BELLISIMO CUENTO INACABADO "EL GORRIÓN Y EL PRISIONERO"
Al dejar sus patitas posar sobre la última ramita del último árbol del camino, un golpe de viento fresco humedeció
sus alas. El mar se abría resplandeciente, señalando la palmera que
protegía la casita azul. El pecho emplumado de Pio-pa henchido de
felicidad y orgullo pareció el de una enorme fragata marina. Y su vuelo
zigzagueante le llevó a la ventana enmarcada por la cal blanquecina y
los tiestos de geranios alineados como barandilla protectora del enero
en ese hogar que olía a primavera.
Pío, pio,pio…
Pío.pío, pío…
Y los ojos castaños, enormes del niño se posaron en el pájaro. Gorrión
aleteo en el interior de la casa, entre las estanterías, viejos cuadros y
techumbre de vigas retorcidas por el dolor del peso de las tejas. El
canto afinado del niño atrajo a aquella mujer esperada, buscada, de
mirada azabache, serena y dolorida por el amor truncado. Acarició la
cabeza de su hijo mientras observaba al gorrión quién, más listo que las
ratas de la cárcel, supo que era objeto de atención de aquellos
corazones latientes y anhelantes. Y entonces fue cuando se dejó caer en
la mesa de madera que inundaba la habitación entre restos de queso
curado y migas de pan. El pan de los hombres, las manos, la sed y el
hambre. Migajas de justicia entre vuelos de sangre.
Las manos
amarfiladas de la madre acariciaron el lino raído en el cuello invisible
de gorrión, deshaciendo el nudo breve que mantenía como alerón de
esperanza el mensaje del preso.
Las lágrimas serenas de la mujer
resbalaron hasta bendecir la cabeza del niño. El papel tiznado de paz se
posó en el pecho de la mujer, sus labios sellaron aquellas letras
llenas de amor.
Gorrión sintió que su misión fracasaba. El medio
día asomaba por la ventana como aguja impasible. Y en su corazón escuchó
los tres disparos que apagaron los latidos del corazón cautivo,
incomprendido, de mirada opaca ante la tragedia de no saber por qué se
muere.
Pio-pa supo en ese mismo instante que madre e hijo recibían
el adiós del hombre, el dolor de quienes vieron truncado el amor, las
caricias, la vejez. Tres disparos que quisieron marchitar tres rosas
mirando al mar. Y cuando el pájaro se quedó solo en la habitación,
observó el papel arrugado en el suelo. Revoloteó hasta él, como si de
una migaja de vida se tratase y vio el contenido. Sobre las letras del
preso, “os querré siempre, mi amor” los restos del beso de la mujer,
rojizos como sangre eterna, sellaban aquel testamento, testimonio de
eternidad.
Y Pio-pa no dudó en cogerlo suavemente con su pico,
doblándolo con cuidado para emprender la vuelta a los muros con rejas
donde dejó al hombre.
Un vieja de lágrimas, aunque dicen que los
pájaros no lloran, de vida, de esperanzas y peligros. Pero gorrión voló y
voló, sin necesidad de orientarse, dejando que los vientos le llevaran
hasta aquella oquedad.
Agotado, se coló por el agujero y llegó
hasta la pared en la que solo quedaban las cadenas que habían sido los
brazos y la mente de un hombre preso de su libertad, cuyo único delito
fue escribir un poema abrazando a una mujer llamada libertad. Y allí
dejó, entre los eslabones de odio incomprensible el testimonio,
testamento de amores posibles a pesar de vidas imposibles. Tres disparos
se llevaron un cuerpo. Tres disparos liberaron un alma que vuela a la
casita azul para teñir de luz los sueños de la madre y el hijo. Y
gorrión volvió a mezclarse entre la muchedumbre de la existencia
sabiendo que los bultos no son bultos, son personas, mundos en
expansión, brazos que luchan, piernas que caminan sin alas… Sin sus
alas.
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