… A María siempre le dieron miedo
las procesiones. Desde que un nazareno, “capuchón”, para ella, se acercó
saliéndose de la fila tambaleante un miércoles santo para darle un caramelo. A
Pedro, sin embargo, siempre le gustó la Semana Santa, a pesar de recorrer las
“estaciones” con sus padres y sus abuelos. El silencio roto por los tambores
quedaba en su mente como diapasón de sus sueños, el lento caminar de fantasías
que degustaba cómplice con su almohada. Entre la devoción y el descanso, entre
la vigilia castellana adornada de potajes deliciosos y la primavera azarosa que
sacude al sol tibio sus ropajes de colores, Pedro sonríe para sus adentros, en
los escondites donde los recuerdos juegan y se retuercen diluyéndose como
calima en el alma.
Calles y callejuelas plagadas de
devotos por un día, quizás por un año, toda la vida o incluso la
eternidad. Pedro recuerda los años de
juventud, viendo pasar la Semana Santa, la procesión de instantáneas y deseos
incumplidos. Viernes de dolor, dolor de estómago que aparecía cuando como una
sombra los cabellos de María dibujaban un garabato en las paredes de la iglesia
donde coincidían las familias sin coincidir. Dolor que despertaba su
existencia, su vital emerger entre las sordinas canturreadas de letanías que
nunca llegaba a entender y, por ende, ni mucho menos a responder en su turno de
respuesta. Gloria del sábado que sus miradas se cruzaron, entre el azul marino
y el castaño meloso de ojos sedientos de encuentro, de sentir que el otro
percibía su existir. La resurrección del amor en aquel beso de domingo soleado
de finales de marzo. Estigmas de pasión que alimentan el fuego de su deambular
por un mundo impregnado de extrañas devociones.
Pedro pensó en la procesión que
pasaba justo por debajo de la, ahora su casa. Una buhardilla luminosa e
iluminada por la farola más alta y descarada de la plaza. La última procesión.
La de la vida, sin trayecto, laberíntica, que asoma a las plazas de la
esperanza y la justicia, que se cuela por el callejón de la violencia y se para
en el balcón del capital. Saeta desgarrada de pájaros de solidaridad que
sobrevuelan los campanarios de tormentas y guerras de poder. Trinar de una
trompeta lejana como salmo del Jericó de la ignorancia al servicio del control
de libertades tras los muros de barro.
Tristeza que intenta conectar en
comunión a quienes anhelan otro mundo más justo. Tristeza que se abraza al
coraje de tantas almas erráticas del primero, segundo y tercer mundo, sin
contar el inframundo del primer mundo que poco a poco se va nutriendo de un
ejército de excluidos que no resucitarán sus esperanzas bajo el yugo de los
bancos y el poder emponzoñado por los clavos fariseos del discurso político.
Absorto en sus procesionales
pensamientos, sintió los dedos de María enredándose en sus cabellos por un
instante. Los ojos de aquella Semana Santa primaveral seguían siendo un
ventanal de esperanza, de amor que desplegaba sus alas sobre la cruz vacía en
la que se crucificaron la justicia y el valor de las personas.
Cuentan los descreídos que María
y Pedro fundaron una Escuela al pie del monte del Olvido. La Escuela de la
Integridad. Se oyen desde las casas cercanas las voces infantiles, la música de
los adolescentes que se afanan en sus mágicas y soterradas capacidades. Pero
también se puede ver al atardecer a hombres y mujeres acercarse con sus libros
y cuadernos a través de los que desaprender el mundo del revés. Y cada año, dolor, gloria y resurrección se
convierten en presencias de quienes ven en el amor un acto sanador que recorre
los surcos de la tierra, las corrientes de aire, las venas de quienes sienten
que en el otro existe un mundo por descubrir. Y la Semana dejó de ser Santa para ser Libre,
y libres fueron los días… Y los años…
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