jose maria

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miércoles, 7 de mayo de 2014

LEONOR. UMA MUJER MANTA BANDERA...



…Su mirada paciente no desvela dolor. El dolor se difundió hace muchos años por sus venas, por sus huesos, llegando al tuétano y filtrándose al alma. Juventud y esperanzas que cobijaban un bello fresco de colores a través del reflejo de los ojos de sus hijos. 
Mujer manta, mujer bandera, mujer que exploró la vida tirando de sus vástagos sin perder la identidad de sus ideales.
En la casita de la loma del búho real, pespunte de la costa con el interior vivía Leonor sus días y sus noches, madre y padre, amiga de la justicia, cómplice de la sinceridad y compañera voluntaria de la soledad de su alma. Rojos los atardeceres, iluminaban sus sueños de juventud, la revolución de un espíritu inquebrantable que siempre transmite en su voz, en sus actos. Cada día cuando el rojo del amanecer despertaba su cuerpo enredado entre sueños, entre besos de su amado, que descansa en una pequeña tumba junto al mar. Y sus hombros como yunque de de sus manos de hierro, forjadores de lealtades, de amor a sus hijos, a sus propios principios, se movían de la cama para sembrar la huerta, ordeñar las dos vacas, Paca y Catalina, quienes sabedoras de las necesidades de la prole, henchían sus ubres para cargarlas de leche tibia que acababa en los cuencos de loza entre grandes trozos de pan tierno azucarado.
Leonor cada mañana, bajo la lluvia, el olor de la retama y la mimosa, o el calor amable de los veranos livianos, baja al pueblo, al trueque. Pero de paso, hace el recorrido vecinal demandado por los problemas que la convivencia genera. Es conocida por su capacidad para escuchar y mediar en los asuntos de los paisanos cuando aparecen disputas, sus manos de hierro se convierten en bálsamo cuando acarician el rostro de un enfermo. Leonor acompaña y teje soluciones entre las marañas de relaciones de los lugareños, siempre observada con recelo por el alcalde. Un hombre-bola, sudoroso de chanchullos, impositivo en su voz de trueno y en los dineros que esquilman los ahorros de las familias. El edil es el dueño del negocio de la funeraria y de la empresa de reparaciones y obras que tienen sus dos hijos. Su amigo Benito, párroco naftalínico de mirada aviesa y aburridas homilías dominicales tiene bajo su control los doscientos panales que se extienden por las tres hectáreas de terreno que linda con el convento, panza de piedra trasera de la Iglesia románica, único edificio que recibe ayuda de los gobiernos y del obispado, manteniendo a 45 vecinos empleados en el negocio de la producción de miel que tantos beneficios reporta al cepillo empresarial de Don Benito.
Leonor nunca vio con buenos ojos la alianza entre el cura y el alcalde que, definitivamente tenían las vidas de los vecinos en sus manos, entre sermones y bandos, entre impuestos y construcciones extrañas, bestias de hormigón que habían incluido entre los hitos urbanísticos una residencia de mayores provenientes de otros pueblos de la comarca, un restaurante y un edificio esperpéntico parecido a los de la capital en donde no había ningún ocupante salvo las familias procedentes de las provincias limítrofes que aparecían repentinamente por primavera y en la agostada infernal de sus territorios para aliviar los sofocos con la brisa que llega del mar y el silencio de las noches abarrotadas de estrellas.
Leonor hacía oídos sordos a las intrigas del binomio del poder. Pero su voz susurrante, sus soluciones a los vecinos siempre eran las que los vecinos sentían como propias. Tejía historias de coraje, de libertad, buscando en las historias de los paisanos lo mejor de cada uno. Con su presencia arropaba como manta en el invierno la angustia. Como bandera invitaba a mirar de frente a quienes se sentían cansados del sometimiento del alcalde o la beneficencia del cura que invitaba a los trabajadores a comportarse como feligreses las 24 horas del día. 
Leonor tenía el don de la palabra justa, recogía los malestares con el mismo cuidado que los productos de su huerta, ayudaba con propuestas ingeniosas a las familias en sus dificultades, contaba cuentos a los adultos e historias de aventuras a los niños, mientras sus hijos crecían ya fuera de los límites de la casa, del pueblo, para volar cada uno a otras tierras, a otros países, para escribir los preciosos libros de sus vidas.
Y una mañana, cuando el rojo amanecer alumbró de estiradas y coloridas sombras el pueblo, el alcalde y el cura se dieron cuenta de que en el pueblo no había actividad. Los empleados del alcalde no habían ido a trabajar y en la fábrica de miel, en los panales, no había un alma.  Empezó a asustarse el dueto, para después bramar por la desconsideración a sus responsabilidades. Pero nadie había en el pueblo. Ni los niños, ni los mayores. Recorrieron los alrededores sin cruzarse con suspiro ni mirada alguna. Pero al acercarse al pie de la Loma del Búho Real, pudieron ver palo largo y esbelto del que ondeaba una manta-bandera entre rojo y anaranjada sacudiendo al viento las miserias. El pueblo entero había subido a lo alto de la loma, alrededor de la manta bandera que representaba lo que sentían por Leonor. Y allí, de forma asamblearia hablaron y tomaron decisiones sobre el destino de su pueblo, de sus vidas.
Cuenta la leyenda que la noche anterior a la asamblea, todo el pueblo tuvo el mismo sueño. Un sueño en comunión que hizo que todos se despertaran a la misma hora, justo con el alba, que todos salieran de sus casas y caminaran a la loma donde Leonor también despertó encontrando la manta-bandera izada de aquel palo. Y desde aquella mañana las historias de la vieja Leonor se pierden en el signo de los tiempos, aunque algunas páginas nos relatan como los trabajadores- feligreses se constituyeron en cooperativa para ser competencia del cura en la producción de una miel mucho más exquisita que la del cura, quien terminó por postularse a ayudante del obispo en la capital, saliendo una mañana con sus baúles de sordidez sin despedida alguna. A los pocos días llegó un cura joven, de mirada limpia y camisa remangada, quien en pocos días cedió los terrenos de las colmenas a la cooperativa y dedicó sus conocimientos de farmacognosia y química a conseguir elixires melosos de placer extático al paladar y el olfato de los consumidores. Leonor se hizo cargo entonces de la escuela, con el fin de que todos los niños y niñas descubrieran sus capacidades para salir a estudiar a otros lugares, mientras que las familias aprendieron a cuidar de sus casas, a enterrar a sus muertos, arruinando al alcalde, quien buscó parroquia electoral en un pueblo donde tenía familia y capacidad de convicción política, Con los años los que se iban a estudiar, volvían al pueblo, un lugar donde enterrar sus huesos y sembrar sus sueños. Incluso dos de los hijos de Leonor volvieron después de muchos años viviendo en lejanos países, para producir nuevas formas de energía que la naturaleza les proporcionaba y ellos, con su sabiduría, canalizaban.
Leonor se convirtió en alcaldesa del pueblo. Nadie sabe cuanto tiempo estuvo en el cargo que no quiso pero que todo el pueblo decidió. Pues murió de alcaldesa, siendo la vecina más longeva, con sus 110 años a las espaldas.
Y después de morir, el pesar duró lo que duró la sorpresa, pues nadie pensaba que Leonor pudiera morir. Pero cada día, la manta- bandera hondea en su mástil. Algunos niños juran que al atardecer, en el camino que lleva al mar, han visto los días de viento sur a una pareja de enamorados que llevan una manta bandera hacia la loma del Búho Real. Y cierto es que, cada mes, la manta- bandera luce nueva y reluciente como símbolo de una historia que es de todos.

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