…Su mirada paciente no desvela
dolor. El dolor se difundió hace muchos años por sus venas, por sus huesos,
llegando al tuétano y filtrándose al alma. Juventud y esperanzas que cobijaban
un bello fresco de colores a través del reflejo de los ojos de sus hijos.
Mujer manta, mujer bandera, mujer
que exploró la vida tirando de sus vástagos sin perder la identidad de sus
ideales.
En la casita de la loma del búho
real, pespunte de la costa con el interior vivía Leonor sus días y sus noches,
madre y padre, amiga de la justicia, cómplice de la sinceridad y compañera
voluntaria de la soledad de su alma. Rojos los atardeceres, iluminaban sus
sueños de juventud, la revolución de un espíritu inquebrantable que siempre
transmite en su voz, en sus actos. Cada día cuando el rojo del amanecer
despertaba su cuerpo enredado entre sueños, entre besos de su amado, que
descansa en una pequeña tumba junto al mar. Y sus hombros como yunque de de sus
manos de hierro, forjadores de lealtades, de amor a sus hijos, a sus propios principios,
se movían de la cama para sembrar la huerta, ordeñar las dos vacas, Paca y
Catalina, quienes sabedoras de las necesidades de la prole, henchían sus ubres
para cargarlas de leche tibia que acababa en los cuencos de loza entre grandes
trozos de pan tierno azucarado.
Leonor cada mañana, bajo la
lluvia, el olor de la retama y la mimosa, o el calor amable de los veranos
livianos, baja al pueblo, al trueque. Pero de paso, hace el recorrido vecinal
demandado por los problemas que la convivencia genera. Es conocida por su
capacidad para escuchar y mediar en los asuntos de los paisanos cuando aparecen
disputas, sus manos de hierro se convierten en bálsamo cuando acarician el
rostro de un enfermo. Leonor acompaña y teje soluciones entre las marañas de
relaciones de los lugareños, siempre observada con recelo por el alcalde. Un
hombre-bola, sudoroso de chanchullos, impositivo en su voz de trueno y en los
dineros que esquilman los ahorros de las familias. El edil es el dueño del
negocio de la funeraria y de la empresa de reparaciones y obras que tienen sus
dos hijos. Su amigo Benito, párroco naftalínico de mirada aviesa y aburridas
homilías dominicales tiene bajo su control los doscientos panales que se
extienden por las tres hectáreas de terreno que linda con el convento, panza de
piedra trasera de la Iglesia románica, único edificio que recibe ayuda de los
gobiernos y del obispado, manteniendo a 45 vecinos empleados en el negocio de
la producción de miel que tantos beneficios reporta al cepillo empresarial de Don
Benito.
Leonor nunca vio con buenos ojos
la alianza entre el cura y el alcalde que, definitivamente tenían las vidas de
los vecinos en sus manos, entre sermones y bandos, entre impuestos y
construcciones extrañas, bestias de hormigón que habían incluido entre los
hitos urbanísticos una residencia de mayores provenientes de otros pueblos de
la comarca, un restaurante y un edificio esperpéntico parecido a los de la
capital en donde no había ningún ocupante salvo las familias procedentes de las
provincias limítrofes que aparecían repentinamente por primavera y en la
agostada infernal de sus territorios para aliviar los sofocos con la brisa que
llega del mar y el silencio de las noches abarrotadas de estrellas.
Leonor hacía oídos sordos a las
intrigas del binomio del poder. Pero su voz susurrante, sus soluciones a los
vecinos siempre eran las que los vecinos sentían como propias. Tejía historias
de coraje, de libertad, buscando en las historias de los paisanos lo mejor de
cada uno. Con su presencia arropaba como manta en el invierno la angustia. Como
bandera invitaba a mirar de frente a quienes se sentían cansados del
sometimiento del alcalde o la beneficencia del cura que invitaba a los
trabajadores a comportarse como feligreses las 24 horas del día.
Leonor tenía el don de la palabra
justa, recogía los malestares con el mismo cuidado que los productos de su
huerta, ayudaba con propuestas ingeniosas a las familias en sus dificultades,
contaba cuentos a los adultos e historias de aventuras a los niños, mientras
sus hijos crecían ya fuera de los límites de la casa, del pueblo, para volar
cada uno a otras tierras, a otros países, para escribir los preciosos libros de
sus vidas.
Y una mañana, cuando el rojo
amanecer alumbró de estiradas y coloridas sombras el pueblo, el alcalde y el
cura se dieron cuenta de que en el pueblo no había actividad. Los empleados del
alcalde no habían ido a trabajar y en la fábrica de miel, en los panales, no
había un alma. Empezó a asustarse el
dueto, para después bramar por la desconsideración a sus responsabilidades.
Pero nadie había en el pueblo. Ni los niños, ni los mayores. Recorrieron los
alrededores sin cruzarse con suspiro ni mirada alguna. Pero al acercarse al pie
de la Loma del Búho Real, pudieron ver palo largo y esbelto del que ondeaba una
manta-bandera entre rojo y anaranjada sacudiendo al viento las miserias. El
pueblo entero había subido a lo alto de la loma, alrededor de la manta bandera
que representaba lo que sentían por Leonor. Y allí, de forma asamblearia
hablaron y tomaron decisiones sobre el destino de su pueblo, de sus vidas.
Cuenta la leyenda que la noche
anterior a la asamblea, todo el pueblo tuvo el mismo sueño. Un sueño en
comunión que hizo que todos se despertaran a la misma hora, justo con el alba,
que todos salieran de sus casas y caminaran a la loma donde Leonor también
despertó encontrando la manta-bandera izada de aquel palo. Y desde aquella
mañana las historias de la vieja Leonor se pierden en el signo de los tiempos,
aunque algunas páginas nos relatan como los trabajadores- feligreses se
constituyeron en cooperativa para ser competencia del cura en la producción de
una miel mucho más exquisita que la del cura, quien terminó por postularse a
ayudante del obispo en la capital, saliendo una mañana con sus baúles de
sordidez sin despedida alguna. A los pocos días llegó un cura joven, de mirada
limpia y camisa remangada, quien en pocos días cedió los terrenos de las
colmenas a la cooperativa y dedicó sus conocimientos de farmacognosia y química
a conseguir elixires melosos de placer extático al paladar y el olfato de los
consumidores. Leonor se hizo cargo entonces de la escuela, con el fin de que
todos los niños y niñas descubrieran sus capacidades para salir a estudiar a
otros lugares, mientras que las familias aprendieron a cuidar de sus casas, a
enterrar a sus muertos, arruinando al alcalde, quien buscó parroquia electoral
en un pueblo donde tenía familia y capacidad de convicción política, Con los
años los que se iban a estudiar, volvían al pueblo, un lugar donde enterrar sus
huesos y sembrar sus sueños. Incluso dos de los hijos de Leonor volvieron
después de muchos años viviendo en lejanos países, para producir nuevas formas
de energía que la naturaleza les proporcionaba y ellos, con su sabiduría,
canalizaban.
Leonor se convirtió en alcaldesa
del pueblo. Nadie sabe cuanto tiempo estuvo en el cargo que no quiso pero que
todo el pueblo decidió. Pues murió de alcaldesa, siendo la vecina más longeva,
con sus 110 años a las espaldas.
Y después de morir, el pesar duró
lo que duró la sorpresa, pues nadie pensaba que Leonor pudiera morir. Pero cada
día, la manta- bandera hondea en su mástil. Algunos niños juran que al
atardecer, en el camino que lleva al mar, han visto los días de viento sur a
una pareja de enamorados que llevan una manta bandera hacia la loma del Búho
Real. Y cierto es que, cada mes, la manta- bandera luce nueva y reluciente como
símbolo de una historia que es de todos.
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