Su mirada acostumbraba a ser impasible,
como mirando siempre a un punto lejano que nunca llegaba a alcanzar. El
teniente de artillería jamás faltaba a la cita del toque de diana. Conocido por
su severidad, los aspirantes a cadetes temían más su leyenda que su propia
presencia. Aquel hombre de baja estatura, parecía una olla a presión en los
campos de entrenamiento. Sus yugulares, al inflamarse, eran como el termostato
de su escasa paciencia contenida bajo un pecho acerado y lacerado por las
experiencias de su vida. Había luchado en muchas batallas. Honor, lealtad,
esfuerzo y disciplina escribieron páginas gloriosas para la bandera a la que
había jurado su credo. La última le
supuso la máxima distinción militar: La Laureada de San Fernando Individual.
Defendió una posición con su batería, 2 sargentos y 22 soldados en tierras
remotas, protegiendo de las guerrillas una aldea donde solo quedaban mujeres y
niños, después de ser masacrados todos los hombres en una carnicería de rutina.
El teniente Pedro Ruiz aguantó con su compañía herida las embestidas de los
insurgentes. Aguantó hasta que los helicópteros de apoyo llegaron al amanecer.
Trasladó en sus hombros a los 10 compañeros heridos hasta las puertas de las
aeronaves y solo fue rescatado cuando tuvo la seguridad de que aquel pueblo no
corría peligro.
Durante los años siguientes,
entre cicatrices de vida y metralla, formó jóvenes aspirantes a soldados
vendiendo cara su sonrisa, buscando en ellos las capacidades donde la mayoría
había escrito inutilidad. Terco, orgulloso y silencioso como una sombra, al
caer la noche, cuando los demás dormían, el salía a caminar. Era el momento en
el que su mente se liberaba, en el que fantaseaba entre recuerdos y deseos más
allá de los límites de su propia existencia. Sus emociones se liberaban
danzando por los bordes del camino, dejando que la luna iluminara su sonrisa
franca, dibujando en sus ojos una vitalidad que afloraba de un corazón noble,
vigoroso, apasionado, entregado a su propia leyenda.
Pero el amor quiso jugarle una
mala pasada al teniente. Un día, saliendo del acuartelamiento se dio de bruces
con María, la niña de sus ojos, ojos que durante años la habían considerado una
niña. Ojos que se cruzaron y se
expresaron. Mensajes encriptados para aquel caballero de honor que pudo leer en los latidos de su corazón. Al
tropezar, se reconocieron. Se volvieron a conocer, se descubrieron más allá de
los confines de la infancia. Y aquella noche el paseo de Pedro no fue en
solitario. Los pasos por el grijo y la tierra seca al son de la sinfonía de
grillos llevaron al teniente a imágenes polvorientas, como libros durmientes en
las estanterías del espíritu. La hierba olía intensamente, trayéndole el
silbido del daye del abuelo peinando la pradería. La brisa susurraba el aroma
del pelo de María, un perfume que se enredaba en su alma, allí en algún lugar
donde el corazón bombeaba una inquietud que rezumaba un profundo amor. Amor que
se paseaba por aquel camino de ida y vuelta, camino que se dibujaba y
desdibujaba en la mente acalorada de Pedro.
Se casaron mirando al mar. María,
enfermera de campaña, siempre otorgó a sus cuidados el amor balsámico que quien
recoge el dolor y lo convierte en polvo de estrellas entre sus manos. María
amaba a aquel hombre. Cada día, al amanecer, dejaba una rosa en la cama donde
se habían enredado entre risas ahogadas, protegidos del mundo exterior. Cada
anochecer, la mesa era un festín de alegrías para los sentidos. Pedro acudía
feliz al viejo cuartel. Cada tarde el paseo de ida y vuelta era el itinerario de
relatos, aventuras, experiencias y sacrificios. María le escuchaba atentamente,
dichosa de sentirse protegida y amada por una leyenda corpórea, tangible… Y así
llegó su hijo. Pedro lo llamaron. Deseado, imaginado en las fantasías de cada
uno, el niño creció feliz haciendo felices a sus padres.
Y el teniente, cuando el joven
tuvo edad para decidir, lo convenció de que sería para él una inmensa
satisfacción que ocupara un lugar entre la hilera de los nuevos reclutas.
El hijo, por cuyo padre sentía la
misma admiración que los soldados, su madre y el resto de la familia, no dudó
en renunciar a cualquier sueño para intentar cumplir los deseos de su padre. Y
durante un tiempo, corto o largo, nadie lo recuerda, Pedro volcó sus energías en conseguir que su
hijo se convirtiera en el cadete al que trasladar sus valores, en quien
depositar su herencia vital, en quien eternizarse. Pero por mucho que fuera el
esfuerzo invertido, sentía que algo no iba bien. Era como si el joven se le
escurriera entre las manos, como las anguilas que intentaba pescar en el río
próximo a su pueblo natal.
Y despertó en él el desasosiego,
la ira, el silencio de quien no entiende por qué las cosas no pueden serlo desde
un orden que de tranquilidad. El teniente sabía cuidar a sus hombres, sabía
cómo convertirlos en aguerridos y orgullosos soldados.
Pero cuando pasaba revista por la
mañana, comprobaba que en la fila, cada vez con más frecuencia había un hueco…
El de su hijo. Pedro llegaba a casa desesperado, enfadado con el mundo. Y el
silencio cubría aquella casa donde la felicidad había sido la visita más
frecuente a la hora de la cena.
Cuando se enteró de que su hijo
se ausentaba de la fila para acudir a clases de danza, el mundo se le puso del
revés al viejo soldado. Pensó que había sido traicionado por su amada, que
había sido engañado en su esfuerzo por amar a su estirpe de la mejor forma
posible, forjando un futuro para el joven… Y sin saberlo, o sí, para él.
Mientras Pedro rabiaba contra el mundo, su hijo siguió alejándose de él, por miedo
a hacerle más daño.
El silencio se hizo espeso. Pedro
y María hablaban hacia sus adentros desde la ausencia de su hijo, sin decirse
para no tener que desdecirse.
Una tarde, Pedro llegó a casa
cabizbajo, sombrío, como cada tarde desde hacía ya un tiempo, corto, largo,
nadie lo recuerda. Abrió la puerta sin mediar palabra, dejando en el macetero
de geranios mustios sus palabras que fueron reclamo de un abrazo. Su mirada,
oscurecida por la tristeza y el desaliento recorrió la estancia buscando
instintivamente la presencia de María… Pero esa tarde ella no estaba, como
tarde, aunque a su mesa se sentaran ira y ansiedad como platos fríos y amargos.
Y en ese momento, solo en ese momento de su vida, el teniente sintió miedo. Un
miedo irracional, un miedo profundo que jamás había percibido bajo el fuego
enemigo, en circunstancias extremas. El miedo a la pérdida del amor. Buscó por
todas partes, gritó el nombre de María hasta la desesperación. Pero solo
recibió el lejano eco de sus propias palabras. Solo cuando el llanto cesó,
salió de la casa como alma en pena, volviendo a aquel camino que recorría en
las noches estrelladas. En aquella senda, donde la luna esa noche volvió a
mirarle bonachona, serena, encontró primero una sombra de lento caminar. Y poco
a poco dibujó y tocó la figura de su amada. Ella había salido a pasear por
aquel camino que hacía mucho tiempo habían dejado de recorrer juntos. Y en él
se encontraron en la tristeza… Y en la alegría. María le miró durante un tiempo
que pareció una eternidad. Le acarició los labios con los suyos y acercó su
boca a su oído mientras le cogía la mano.
-Pedro, no te necesito… Te amo.
Pedro, el hijo, llegó a bailar en
un bello teatro de la capital al frente de un elenco de jóvenes talentos que con el esfuerzo que dimana de la pasión,
crearon su propia compañía. Con los años fundó cerca del acuartelamiento una
gran escuela de danza donde daba clases y descubría el brillo creativo de
quienes se acercaban para voltear la vida entre pasos de ballet. Incluso
algunos reclutas de su padre acudían en sus horas libres a las clases de su
hijo.
Los más atrevidos comentan que,
en las noches de luna llena se ha podido ver al viejo soldado por la vereda
ejecutando extraños pasos de danza, canturreando piezas musicales de oídas. Su
corazón late con fuerza a pesar de los años. Y al llegar a casa, su sonrisa no
es un recóndito secreto, sino la expresión de su relación con María, esa
maravillosa enfermera que poco a poco le limpió las heridas de sus combates
consigo mismo, que le oxigenó el alma, haciendo danzar en libertad lo mejor de
quien, retirado del ejército, escribe notas en un cuadernito que su hijo ha
llamado… “bellas poesías”
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