jose maria

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sábado, 10 de mayo de 2014

VIERNES


Todos los viernes coincidíamos en el mismo restaurante… Yo entraba cuando ellos acababan de sentarse. Los comensales variaban, pero él se sentaba en la primera silla frente a la puerta, como no queriendo que ninguna sorpresa o ataque le llegara por la espalda. Siempre era él quien hablaba al llegar yo. En cambio, siempre permanecía pensativo y callado en el momento de abandonar el “Ventanal”.
Los viernes se convirtieron en días especiales, sintiéndome huésped de un hogar en tránsito, entre las voces apagadas de los clientes, sin saber que representación interpretaría esa mesa en la que él esperaba y recibía a sus contertulios. 
Pero ayer, viernes, fue distinto. No consigo discernir la realidad entre sueños como manto de neblina en la retina de mi alma. Al abrir la puerta de madera del Ventanal, acariciando el pomo de bronce tibio, fije la mirada en la mesa, como cada semana, esperando descubrir perfiles conocidos, desconocidos, esfinges o magos de la palabra o la ciencia. Me sorprendió la soledad de la mesa. ¿No ha llegado nadie?, pensé. Pero él estaba allí. Me miró en la distancia, y en ese instante fue cuando me di cuenta de la intensidad de su mirada, tantas veces turbia y errante entre rutas de conversaciones en las que perdía el interés hasta abrir su pequeña libreta hojitas blancas, dejando que un lápiz negro con una caperuza de plata delineara formas insensibles al tiempo, a la realidad convencional. El restaurante había desdibujado su estética, posiblemente porque no habían encendido las lámparas, dejando que la luz del medio día entrara por los grandes ventanales, vomitando siluetas arabescas entre las mesas y los pocos clientes, acariciando sombras escondidas entre los cortinajes. A través de los cristales soplados, dueños del tiempo, no pude ver los edificios grises y altivos que escupían una grosera actividad casi humanoide de seres uniformados de corsarios del poder. Solo había mar y roca. Acantilados que se movían en el horizonte empujando las olas hacia su inmenso útero húmedo donde todo nace y muere. Pero no sentí temor, ni siquiera extrañeza. Retenida por su presencia me acerqué y ese hombre sin nombre se levantó despacio para invitarme a ocupar la silla al lado de él. Nunca le había visto de pie. Me sorprendió su altura, que sin ser exagerada, definía su poderosa presencia, adornada por un rostro que por primera vez sonrió a través de su boca amplia, rematada por una barba rala, entre blanquecina y paja. Su traje azul marino resaltaba sus cabellos largos y atrigados. Sonreí instintivamente al sentarme a su lado. Quería preguntar pero no preguntaba. Quizás no había respuestas coherentes a mis preguntas en un espacio irreal, pero que olía, estaba ante mis ojos. Y a nuestro alrededor el mundo del “Ventanal” cambiaba como por arte de magia. Amancio, el camarero habitual de nuestra mesa, se afanaba en una torre de cubiertos de plata que cobraban forma de árbol multicolor salpicado por millones de partículas de luz. Carmela, la cerillera de mirada enigmática coloreaba las paredes traseras del comedor convertidas en un gran fresco de formas, mariposas imaginarias. Sus manos multicolores parecían crear las formas sobre el muro desde adentro, como si cobrara vida, moldeándose a medida que los movimientos creaban nuevas formas. Marcial, el cocinero jefe, un gigante con maneras de bailarín, de piel dorada y barba cuidada hasta la perfección, cocinaba en éxtasis recetas imaginarias, llegadas de leyendas del desierto donde nació un amanecer de sol, luna y estrellas.
Creo recordar que me dijo llamarse Hans. Yo no se lo pregunté, de eso estoy casi segura… Los viernes de conversación habían desaparecido. El mundo giraba alrededor del “Ventanal”, como si de un barco volador se tratase.
-Ven. Me dijo.
Agarró mi mano con decisión y seguí sus pasos lentos. La limpiadora a la que solo había visto una vez, reía escribiendo pensamientos en las servilletas de lino. Al terminar el breviario, la tela se movía, se contorsionaba lentamente, convirtiéndose en un bello pájaro blanco azulado que despegaba de la mesa para volar atravesando los cristales opalescentes… Atravesamos la cocina de Marcial entre aromas desconocidos que activaron mi pituitaria hasta construir imágenes carnavalescas en mi mente mientras las velas que iluminaban el recinto elevaban a la categoría de oración el cantar delicado del cocinero y sus jóvenes pinches. Y al fondo de la cocina, larga galería de techos inmensamente altos, nerviados como nave de basílica, una arcada dejaba ver luz y el sonido de una especie de torrente de agua…una cortina de agua nos separaba del otro lado invisible. No me miró. Su mano firme entre la mía me guió y atravesamos la suave cascada en un instante de húmeda felicidad, como lluvia liberadora que abrió mis recuerdos de niña en una lejana playa cubierta de un arco iris eterno...
(Continuará... o no)

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