MI AGRADECIMIENTO A UNA PAREJA QUE MUCHO ME ENSEÑÓ...
El aire frío
despierta las conciencias en la mañana luminosa. Bufandas, gorros con pobladas
orejeras, pasos acelerados y el estruendo de la caótica sinfonía de cláxones
aviva la ciudad de los rascacielos. La dama gigantesca que un día la vieja
Francia trasladó a aquel territorio de oportunidades, sonríe ante la
deslumbrante belleza de un cielo que impone sus colores contra los cristales de
aquellas dos soberbias torres. Dos torres, cada una con su historia, con su
majestuosa presencia, con un pasado de experiencias vividas que contemplaba a la otra.
Un edificio que al construirse, al levantarse mirando al cielo, justificaba la
construcción del otro. Torres que crecieron juntas, que se miraban sintiendo el
poder de su propia presencia, unidas por un profundo sentimiento de
pertenencia. La una no existía sin la otra. Crecieron juntas, y en su interior
se fraguaron historias de amor, de esfuerzo, de sacrificio. La Torre Norte tiene una presencia poderosa
(pensó la estatua de la libertad). En ella se aglutina una actividad
profesional casi delirante. Es como si tuviera que crecer para albergar tanta
competencia, tantas ansias de desarrollo, de éxito. Y sin embargo, no se consigue
oír las voces de sus moradores. Hormiguitas que trabajan cada día,
cada noche, que elaboran nuevos proyectos, que tienen presencia y pertenencia
por la existencia del laberinto en el que se mueven trabajando de forma
impenitente. Su grandeza es visible, luce y sonríe orgullosa sin mirar de reojo
a la torre sur. La Torre Norte engulle trabajo, sus cristales sudan esfuerzos y
tras ellos, el éxito, el brillo que solo permite a la majestuosa señora de la
libertad verse a sí misma. Y ésta, imperceptiblemente mira de reojo a la torre
sur. ¿Qué le ocurre? Parece que llora a través de sus amplios ventanales. Medio
vacía, medio llena, no se atreve a mirar a su torre complementaria, aquella por
la que se levantó con entusiasmo, con flexibilidad, deseosa de recoger en su
interior creatividad, alegría, espacios
de descanso, de luz, de paz, en el corazón mismo de un mundo complejo y
atorbellinado. La Torre Sur languidece. Desde su privilegiada situación, la
gran señora de la antorcha puede observar como la Torre Norte exige más
personas para su delirante actividad. Amantes, creativos, artistas, madres, padres,
abuelitos que accedían a aquellos refugios de amor, se trasladan casi
clandestinamente a ella, hipnotizados por el éxito, por la niebla del
reconocimiento.
Y la Torre Sur
languidece. El amor se desliza por su estructura, escapa de las entrañas de acero
y hormigón…La Torre Sur parece hacerse invisible a los ojos de la Torre Norte…Y
entonces a la dama coronada sobre el Atlántico, se le ocurrió enviar algo de
entusiasmo hacia el sur. Un entusiasmo que venía a paliar la asfixia de
amor. Y por allí aparecieron trabajadores que no anhelaban el éxito, sino el
conocimiento y la ayuda. Algunas de las plantas del edificio entristecido se
llenaron de personas que estudiaban, o que ayudaban en el sufrimiento ajeno, o
que intentaban enseñar a quienes tenían más dificultades…
-Vaya, -pensó
la estatua de la libertad- desde hace un tiempo parece que, aunque no brilla
como hace años, es capaz de sonreír de vez en cuando… Y de pronto, en el
despertar del día, mientras se hallaba en esos pensamientos, oyó un ruido conocido
pero extrañamente cercano. El avión se acercaba con una maniobra inesperada y
enfilaba hacia la torre norte. Impactó con una tremenda explosión en corazón
del cuerpo de cristal y acero. Avión pilotado por la confusión en el que
viajaban el hastío, el alcohol, el carnaval, la ansiedad y la fabulación. Todos ellos embriagados por la posibilidad
del impacto, por la excitación de la destrucción. Y un grito de horror salió del interior de la
torre sur, casi siempre silenciosa, apesadumbrada, resignada ante la presencia
poderosa de la otra… Un grito que nacía de los ocultos cimientos que se
en
trelazaron con la urdimbre del deseo de crecer con los andamios del amor. Y el grito se apagó bruscamente, cuando un segundo avión, entró en el alma de esta torre. La aeronave era manejada por la soledad, la tristeza y la desesperanza.
La Dama de la
libertad contempló atónita aquella escena de devastación. Vio como se
desplomaba primero la torre norte, desperdigando en su caída éxito, proyectos,
alaridos de sorpresa que eran engullidos por la destrucción.
Y vio, como en
una especie de inmolación cómplice, la torre sur, que quizás hubiera podido
mantenerse en pie, se dejó caer abriendo aun más su herida horizontal que
tronzaba su resistencia.
Dicen algunos
vagabundos empedernidos, tal vez como consecuencia de sus delirios alcohólicos,
haber visto en las noches sin luna, cómo la Libertad se sacudía de su eterna
petrificación y se acercaba como un gran fantasma silencioso al espacio que
dejaron las dos torres. Le llaman zona cero, aunque nadie sabe explicar qué
significa. Dicen estas voces balbuceantes que la gran dama blanca, observa
detenidamente la tierra sobre la que se
levantaron aquellas poderosas formas y sus lágrimas riegan de vida dos
orquídeas que nadie sabe cómo han podido prender en aquel espacio.
La mañana es fría. La nieve con
su manto espeso oculta la primavera.
Un hombre
camina por la ladera nívea acompañado de un espíritu que le sigue a cierta
distancia. Por su mente pasan escenas de dolor, de desafío, de ternura. Pasan
imágenes que pensaba cerradas, olvidadas en el depósito en el que se queman los
recuerdos. La brisa helada desarma la tapa de la Caja de Pandora de su alma. Y
de ella salen los recuerdos del sufrimiento, del abandono, de la danza sórdida
del esperpento. Pero también, como en el mito, del fondo de la caja sale la
esperanza. Y la esperanza le hace sentir constantemente la presencia de un
espíritu tibio, mucho tiempo enmudecido, que canta una rapsodia dolorosa,
tejida con historias de amor y desamor. Un espíritu que necesita sentirse
presente, que busca su complementario desde una soledad casi cósmica.
Cuenta la leyenda que aquel
espíritu se sintió libre gracias a las caricias de la dama de la libertad. Y en
su libertad volvió a adquirir su presencia. La de una mujer de mirada firme,
sosegada, tranquila, con una tenue sonrisa, llena de dulzura, reafirmada en el
mundo, con la certeza de que nunca más sería invisible… Pero esa historia es
otra. Y el narrador de ésta, desconoce aquella
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