jose maria

jose maria

domingo, 30 de agosto de 2015

DEVOLVIENDO...



Para devolverle aquellos años de amor y apoyo, pasó 48 horas sin dormir  mecanografiando la triste biografía. Si no, nunca llegaría a tiempo. Hasta ese momento no había sentido jamás que esas palabrejas en folios garabateados sirvieran para algo. Esta vez, no esperaba un editor impaciente. Siempre entendió sus palabras, sus ideas, su forma altanera de enfrentarse al mundo. Pero a la luz de la viejecita lámpara de flexo, los papeles cobraban la vida que el perdía. Siempre le observó escribiendo, siempre sonrió acariciando su melena mientras reclinaba su siempre dolorida espalda para relajarse, para sentir su presencia, o para disimular, además, la puerta que de pronto se había cerrado en su imaginación. Descifrar aquellos símbolos entre letras y palabras hizo que las manos de la vida apretaran su ya acongojado corazón. No había promesas, no había compromisos, solo la necesidad de recorrer aquellas líneas que escondían los sin sabores de una presencia en la vida que quizás nunca debió ser.  Entre cuevas abovedadas, primigenio impulso de un existir crudo, frente a frente con la brutal naturaleza, pasando por los caminos de los templarios a espadazos con los propios, intentando conocer a los extraños, se asentaba en las calles sucias de la Florencia más intensa del renacer de una era.  Susurros de proas que atravesaron mares de palabras, oleajes de pensamientos, golpes de mar contra los acantilados de la tristeza. Pero en esos papeles manuscritos, ordenados por una luminosa casualidad del destino, la sonrisa abierta, franca de quien fuera su compañero de vida, se destilaba folio a folio. Sonrisa honesta frente a la agreste deshumanización de lo que más amó. Las personas como entidades, como espíritus libres, como presas de la bestia del poder, como prisioneros de destinos sórdidos. No hay lágrimas esa noche de ojos inflamados. No hay dolor, solo la prisa. La hora señalada estaba a punto de entremezclarse con las campanadas de medianoche.  Cuando escribió la última línea sintió una inmensa paz por un solo instante. “Al fin y al cabo, vencí el miedo a través de algo que siempre creí oler en la arboleda de la existencia, pero que solo encontré en ella. Es la culminación de una vida, de un sueño etéreo pero tangible en el alma. Amar en libertad, como culminación de una vida que se entrega a la muerte sin más temor que los latidos del corazón del ser amado”.
Corrió escaleras abajo, salió del portal saltando a la calle inundada de una lluvia torrencial que solo dejaba escuchar el cielo derramando el llanto de sus emociones constreñidas entre nubes apretadas. El hospital quedaba a tres manzanas que recorrió sin sentir los pasos sobre la acera. La carpeta protegida en el gabán, la luz blanquecina de urgencias, el ascensor a la séptima planta, el pasillo recto, la habitación 103.  Y en el banquito frente a la puerta, me miró sin ansiedad, con la eterna tranquilidad que la caracteriza. Esbelta, luminosa, elegante, socarrona, fumando un cigarrillo entre sus gruesos labios. Sus ojos transparentes, infinitos, lúcidos y, ahora severos. La dueña de la vida, la muerte, se levantó con tanta lentitud que pareció que nunca fuera a erguirse.  “Gracias”. Fue lo único que dijo al recoger el texto mecanografiado que me había solicitado. Era mucho más alta que la escribana de vida, arrebatada por la tristeza, por el delirio de lo que presumía era el último adiós al que sentía tener derecho.  Y la Gran Dama, abrió la carpeta, dejó correr el aire entre los cientos de páginas que los dedos de amor habían traducido. No puso excesiva atención en su pasar escenas de quien era amante en la sombra. Muerte enamorada de la vida, de un moribundo que esperaba solo la mano de quien deseaba llevársele para siempre con él. Fijó sus ojos de luna en la última hoja. Inspiró una profunda calada. Contuvo el humo otra eternidad y lo expiró como salmo responsorial en el funeral de la existencia. Y leyó: “Al fin y al cabo, vencí el miedo a través de algo que siempre creí oler en la arboleda de la existencia, pero que solo encontré en ella. Es la culminación de una vida, de un sueño etéreo pero tangible en el alma. Amar en libertad, como culminación de una vida que se entrega a la muerte sin más temor que los latidos del corazón del ser amado”.
Una lágrima grande, como la gota de lluvia previa a la tormenta, cayó sobre el papel. Era real, pensó. Y las miradas se volvieron a cruzar en un haz de amor que jamás pensó la vida que pudiera darse en la muerte.
Y la mujer empapada de un miedo ancestral, sintió ahora la cercanía de la Dama. Su aliento cálido, su olor a mar, sus labios suaves acariciando los suyos. El beso en su boca de lluvia y lágrimas.  La Muerte la besó recogiendo las palabras finales del borrador de vida.
“Gracias, querida. Es tuyo. Tengo que seguir aprendiendo a amar”.
Sacó del bolsillo de su larguísimo pantalón bombacho la cajetilla de cigarrillos. Encendió otro, acarició el rostro lívido de quien seguía embebida en una ensoñación mágica y se alejó tras la puerta 104, quizás buscando compañía.
Tras segundos que parecieron años, abrió la puerta de la habitación 103. Y allí estaba sentado en la cama aquel hombre extraño, hombre amado.
-Gracias, cariño, por traerme el libro. El editor espera.

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