Para devolverle aquellos años de
amor y apoyo, pasó 48 horas sin dormir
mecanografiando la triste biografía. Si no, nunca llegaría a tiempo.
Hasta ese momento no había sentido jamás que esas palabrejas en folios garabateados
sirvieran para algo. Esta vez, no esperaba un editor impaciente. Siempre
entendió sus palabras, sus ideas, su forma altanera de enfrentarse al mundo.
Pero a la luz de la viejecita lámpara de flexo, los papeles cobraban la vida
que el perdía. Siempre le observó escribiendo, siempre sonrió acariciando su
melena mientras reclinaba su siempre dolorida espalda para relajarse, para
sentir su presencia, o para disimular, además, la puerta que de pronto se había
cerrado en su imaginación. Descifrar aquellos símbolos entre letras y palabras hizo
que las manos de la vida apretaran su ya acongojado corazón. No había promesas,
no había compromisos, solo la necesidad de recorrer aquellas líneas que
escondían los sin sabores de una presencia en la vida que quizás nunca debió
ser. Entre cuevas abovedadas, primigenio
impulso de un existir crudo, frente a frente con la brutal naturaleza, pasando
por los caminos de los templarios a espadazos con los propios, intentando
conocer a los extraños, se asentaba en las calles sucias de la Florencia más
intensa del renacer de una era. Susurros
de proas que atravesaron mares de palabras, oleajes de pensamientos, golpes de
mar contra los acantilados de la tristeza. Pero en esos papeles manuscritos,
ordenados por una luminosa casualidad del destino, la sonrisa abierta, franca
de quien fuera su compañero de vida, se destilaba folio a folio. Sonrisa
honesta frente a la agreste deshumanización de lo que más amó. Las personas
como entidades, como espíritus libres, como presas de la bestia del poder, como
prisioneros de destinos sórdidos. No hay lágrimas esa noche de ojos inflamados.
No hay dolor, solo la prisa. La hora señalada estaba a punto de entremezclarse
con las campanadas de medianoche. Cuando
escribió la última línea sintió una inmensa paz por un solo instante. “Al fin y al cabo, vencí el miedo a través de
algo que siempre creí oler en la arboleda de la existencia, pero que solo
encontré en ella. Es la culminación de una vida, de un sueño etéreo pero
tangible en el alma. Amar en libertad, como culminación de una vida que se
entrega a la muerte sin más temor que los latidos del corazón del ser amado”.
Corrió escaleras abajo, salió del
portal saltando a la calle inundada de una lluvia torrencial que solo dejaba
escuchar el cielo derramando el llanto de sus emociones constreñidas entre
nubes apretadas. El hospital quedaba a tres manzanas que recorrió sin sentir
los pasos sobre la acera. La carpeta protegida en el gabán, la luz blanquecina
de urgencias, el ascensor a la séptima planta, el pasillo recto, la habitación
103. Y en el banquito frente a la
puerta, me miró sin ansiedad, con la eterna tranquilidad que la caracteriza.
Esbelta, luminosa, elegante, socarrona, fumando un cigarrillo entre sus gruesos
labios. Sus ojos transparentes, infinitos, lúcidos y, ahora severos. La dueña
de la vida, la muerte, se levantó con tanta lentitud que pareció que nunca
fuera a erguirse. “Gracias”. Fue lo
único que dijo al recoger el texto mecanografiado que me había solicitado. Era
mucho más alta que la escribana de vida, arrebatada por la tristeza, por el
delirio de lo que presumía era el último adiós al que sentía tener
derecho. Y la Gran Dama, abrió la
carpeta, dejó correr el aire entre los cientos de páginas que los dedos de amor
habían traducido. No puso excesiva atención en su pasar escenas de quien era
amante en la sombra. Muerte enamorada de la vida, de un moribundo que esperaba
solo la mano de quien deseaba llevársele para siempre con él. Fijó sus ojos de
luna en la última hoja. Inspiró una profunda calada. Contuvo el humo otra
eternidad y lo expiró como salmo responsorial en el funeral de la existencia. Y
leyó: “Al fin y al cabo, vencí el miedo a
través de algo que siempre creí oler en la arboleda de la existencia, pero que
solo encontré en ella. Es la culminación de una vida, de un sueño etéreo pero
tangible en el alma. Amar en libertad, como culminación de una vida que se
entrega a la muerte sin más temor que los latidos del corazón del ser amado”.
Una lágrima grande, como la gota
de lluvia previa a la tormenta, cayó sobre el papel. Era real, pensó. Y las
miradas se volvieron a cruzar en un haz de amor que jamás pensó la vida que
pudiera darse en la muerte.
Y la mujer empapada de un miedo
ancestral, sintió ahora la cercanía de la Dama. Su aliento cálido, su olor a
mar, sus labios suaves acariciando los suyos. El beso en su boca de lluvia y
lágrimas. La Muerte la besó recogiendo
las palabras finales del borrador de vida.
“Gracias, querida. Es tuyo. Tengo
que seguir aprendiendo a amar”.
Sacó del bolsillo de su
larguísimo pantalón bombacho la cajetilla de cigarrillos. Encendió otro,
acarició el rostro lívido de quien seguía embebida en una ensoñación mágica y
se alejó tras la puerta 104, quizás buscando compañía.
Tras segundos que parecieron
años, abrió la puerta de la habitación 103. Y allí estaba sentado en la cama
aquel hombre extraño, hombre amado.
-Gracias, cariño, por traerme el
libro. El editor espera.
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