jose maria

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jueves, 27 de agosto de 2015

UN SECRETO DISCRETO



Solo cuando su esposo murió, sus nietos descubrieron su discreto secreto. La abuela pintaba de una manera excepcional, siempre a la sombra de aquel viejo bondadoso pero machista en su esencia.  Mario, el nieto mayor, no podía dar crédito a lo que estaba viendo a la luz de una heroica bombilla que se agarraba desde hacía 56 años al cordoncito que pendía del techo de madera, desván abuhardillado cuya puerta siempre estuvo cerrada con un pulcro cerrojo hasta entonces. Mario había viajado desde la gran ciudad hasta la casa familiar del pueblo de su madre, de sus abuelos maternos, de sus bisabuelos, al morir el viejo que siempre coronó su habilidad con el lápiz y el carboncillo en talento. Severo, de una amabilidad silenciosa, extremadamente educado, veneraba a su mujer, la abuela Ana desde una extraña distancia. Aunque tenía los favores de su abuelo desde que nació, por ser el primero de los nietos, Mario se pasaba los veranos mirando a su querida abuela. Alta, muy alta, una torre de emociones contenidas, su pelo blanco siempre recogido en un moño que mira el horizonte de sus sueños. Sus ojos azules intensos, cuanto mayor se hacía, más radiantes, como si los años se le acumularan en las pupilas de su deliciosa presencia. Y sus manos, manos de caricias que peinan el pensamiento al pasar por el cabello, manos blancas de dedos infinitos, que solo parecen reales por la alianza que adorna su dedo anular.  
Y Mario descubrió en aquel santuario de soledad el más bello y triste secreto que la abuela guardaba a la sombra de su abuelo, escritor y humanista, orgulloso de sí mismo frente al mundo. Lienzos acumulados, apoyados en las paredes, lienzos grandes, pequeños, todos desnudos de marcos que dieran límites a la belleza que se desbordaba ante los ojos de ese estudiante de bellas artes que siempre pensó que era el único artista loco de la familia. Sombras de luz, colores que entre trazos finos mueven cuerpos que se entrelazan, líneas como manchones que deslumbran miradas ajenas al mundo. Paisajes de irreal presencia, caminos y mares de fondos llenos de vida. Edificios abrazados a horizontes mordidos por la bestia, ángeles y demonios entre robledales, imágenes infantiles evocadoras de relatos de pasiones. Oleos que miran sin descanso buscando el primer rayo de luz que de lustre a la aventura de sus huéspedes, desiertos transformados en océanos, viaje de arte durmiente. Y Mario no pudo contener las lágrimas. Lágrimas de emoción, de tristeza, de amor hacia esa mujer que escondía cien mujeres, cien locuras impregnadas de un amor que no había podido contemplar en las obras de tantos y tantos artistas que querían expresar al mundo lo que quizás ellos no sentían. 
Al abrazarla, el nieto supo que la abuela sabía. Quizás porque siempre supo sin necesidad de expresarlo. El abrazo de un alma libre a pesar de las cadenas que ella misma se impuso, más allá del conformismo de su alma, liberado en su obra. Los días pasaron y Mario no podía sacudirse de la presencia de su abuela. No era capaz de irse de nuevo a la ciudad. Algo le retenía allí.  Se vio cada amanecer subiendo al desván a contemplar la obra de su abuela, mientras ella le observaba sonriente sentada en los últimos escalones de madera que daban paso a aquel museo fantasmal.  Sonreía mirándole mientras leía la última carta que encontró de su marido en la escribanía de su mesa de despacho.
“Mi querida Ana. Estas son mis últimas palabras, quizás las únicas que lleguen al fondo de tu alma. No quiero darte las gracias, ni pedirte perdón. Ya no es el momento. Compañera de vida, siempre has sido más grande que yo, siempre he sido tu sombra. Y sin embargo, me has dejado ser amasijo de lecciones que nunca aprendí. Hace muchos años compré un local en la calle de la Luz, aquella que paseamos tantas veces, cerca del Círculo, donde mirabas con curiosidad a aquellos jóvenes pintores de sueños. Está cerrado pero limpio, luminoso, todos los años, desde entonces, lo he revisado e incluso pude ampliarlo con la pequeña capilla abovedada que los monjes capuchinos abandonaron y me vendieron.  Es tu museo, Ana. El espacio de mis sueños, de tu obra, la que me ha hecho llorar y reír, la que ha impulsado mi vida entre las sombras del desván. Dile a Mario que es tu viva presencia, que su sangre es la tuya, que el talento es el desván de cada uno. Desván que protege, que libera los sueños y construye el mundo. Tu obra construye el mundo, Ana. Y aunque nunca lo demostrara del todo, construiste mi mundo cada noche, cuando en el silencio de los sueños abría esa puerta para abrazarte a través de la inmensidad de tu alma. Ah! Dile a Mario, que se vaya ya a la ciudad. Que te espere allí. Un último beso. El que pintaste en ese pequeñísimo cuadro entre la calima de un extraño lugar de amor. Hasta siempre”
Y Ana volvió a sonreír, porque sabía que su marido sabía. Y el juego de aquella historia sin palabras podía cerrar un capítulo más.

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