Solo cuando su esposo murió, sus
nietos descubrieron su discreto secreto. La abuela pintaba de una manera
excepcional, siempre a la sombra de aquel viejo bondadoso pero machista en su
esencia. Mario, el nieto mayor, no podía
dar crédito a lo que estaba viendo a la luz de una heroica bombilla que se
agarraba desde hacía 56 años al cordoncito que pendía del techo de madera,
desván abuhardillado cuya puerta siempre estuvo cerrada con un pulcro cerrojo
hasta entonces. Mario había viajado desde la gran ciudad hasta la casa familiar
del pueblo de su madre, de sus abuelos maternos, de sus bisabuelos, al morir el
viejo que siempre coronó su habilidad con el lápiz y el carboncillo en talento.
Severo, de una amabilidad silenciosa, extremadamente educado, veneraba a su
mujer, la abuela Ana desde una extraña distancia. Aunque tenía los favores de
su abuelo desde que nació, por ser el primero de los nietos, Mario se pasaba
los veranos mirando a su querida abuela. Alta, muy alta, una torre de emociones
contenidas, su pelo blanco siempre recogido en un moño que mira el horizonte de
sus sueños. Sus ojos azules intensos, cuanto mayor se hacía, más radiantes,
como si los años se le acumularan en las pupilas de su deliciosa presencia. Y
sus manos, manos de caricias que peinan el pensamiento al pasar por el cabello,
manos blancas de dedos infinitos, que solo parecen reales por la alianza que
adorna su dedo anular.
Y Mario descubrió en aquel
santuario de soledad el más bello y triste secreto que la abuela guardaba a la
sombra de su abuelo, escritor y humanista, orgulloso de sí mismo frente al
mundo. Lienzos acumulados, apoyados en las paredes, lienzos grandes, pequeños,
todos desnudos de marcos que dieran límites a la belleza que se desbordaba ante
los ojos de ese estudiante de bellas artes que siempre pensó que era el único
artista loco de la familia. Sombras de luz, colores que entre trazos finos
mueven cuerpos que se entrelazan, líneas como manchones que deslumbran miradas
ajenas al mundo. Paisajes de irreal presencia, caminos y mares de fondos llenos
de vida. Edificios abrazados a horizontes mordidos por la bestia, ángeles y
demonios entre robledales, imágenes infantiles evocadoras de relatos de
pasiones. Oleos que miran sin descanso buscando el primer rayo de luz que de
lustre a la aventura de sus huéspedes, desiertos transformados en océanos,
viaje de arte durmiente. Y Mario no pudo contener las lágrimas. Lágrimas de
emoción, de tristeza, de amor hacia esa mujer que escondía cien mujeres, cien
locuras impregnadas de un amor que no había podido contemplar en las obras de
tantos y tantos artistas que querían expresar al mundo lo que quizás ellos no
sentían.
Al abrazarla, el nieto supo que
la abuela sabía. Quizás porque siempre supo sin necesidad de expresarlo. El
abrazo de un alma libre a pesar de las cadenas que ella misma se impuso, más
allá del conformismo de su alma, liberado en su obra. Los días pasaron y Mario
no podía sacudirse de la presencia de su abuela. No era capaz de irse de nuevo
a la ciudad. Algo le retenía allí. Se
vio cada amanecer subiendo al desván a contemplar la obra de su abuela,
mientras ella le observaba sonriente sentada en los últimos escalones de madera
que daban paso a aquel museo fantasmal.
Sonreía mirándole mientras leía la última carta que encontró de su
marido en la escribanía de su mesa de despacho.
“Mi querida Ana. Estas son mis
últimas palabras, quizás las únicas que lleguen al fondo de tu alma. No quiero
darte las gracias, ni pedirte perdón. Ya no es el momento. Compañera de vida,
siempre has sido más grande que yo, siempre he sido tu sombra. Y sin embargo,
me has dejado ser amasijo de lecciones que nunca aprendí. Hace muchos años
compré un local en la calle de la Luz, aquella que paseamos tantas veces, cerca
del Círculo, donde mirabas con curiosidad a aquellos jóvenes pintores de
sueños. Está cerrado pero limpio, luminoso, todos los años, desde entonces, lo
he revisado e incluso pude ampliarlo con la pequeña capilla abovedada que los
monjes capuchinos abandonaron y me vendieron.
Es tu museo, Ana. El espacio de mis sueños, de tu obra, la que me ha
hecho llorar y reír, la que ha impulsado mi vida entre las sombras del desván.
Dile a Mario que es tu viva presencia, que su sangre es la tuya, que el talento
es el desván de cada uno. Desván que protege, que libera los sueños y construye
el mundo. Tu obra construye el mundo, Ana. Y aunque nunca lo demostrara del
todo, construiste mi mundo cada noche, cuando en el silencio de los sueños abría
esa puerta para abrazarte a través de la inmensidad de tu alma. Ah! Dile a
Mario, que se vaya ya a la ciudad. Que te espere allí. Un último beso. El que
pintaste en ese pequeñísimo cuadro entre la calima de un extraño lugar de amor.
Hasta siempre”
Y Ana volvió a sonreír, porque
sabía que su marido sabía. Y el juego de aquella historia sin palabras podía
cerrar un capítulo más.
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