Por extraño que parezca, los dos
cementerios competían entre sí. El uno, al borde del acantilado, deslizándose
las breves moradas siempre blancas por la loma, frente a un horizonte que
velaba por el descanso de los inquilinos marchitos. El otro, en el interior, a
poco más de 20 kilómetros, formaba parte de la villa que siempre fue cruce de
caminos de pueblos y civilizaciones, hoy, envuelta en el verdor que acariciaba
las casas de piedra al borde de caminos de piedra. Detrás de la iglesia, salvoconducto románico
de la comarca, el cementerio descansaba sobre una pradería limitada por un muro
de fichas pétreas organizadas de forma que sostenían las lindes de los difuntos
siempre tonificados por el aroma de los manzanos. Hileras entre las que se
situaban sepulturas adornadas por enredaderas que se aseguraban de que ningún
alma fantasmal saliera de excursión en las noches de verano, al compás de las
charangas en la plaza el día de San Roque.
Fieles los vecinos a sus fieles difuntos, parecían estar más interesados
de los que se fueron que de los que quedaban cada vez más cerca de arrendar una
de sus segundas viviendas sin más pago que la propia entrega de las llaves de
la vida.
Cada pueblo estaba orgulloso de
su cementerio, hasta el punto de tener verdaderas disputas sobre la belleza del
paraje. Cada óbito era celebrado, no solo por los paisanos, sino que era vivido
con real interés por los vecinos del otro pueblo, que corrían a tomar nota y
admirar en su caso las exequias, comentadas después durante días, cuando no
semanas para mayor gloria de quienes siendo protagonistas de excepción no
tenían ya nada que decir, salvo lo que expresaban los testamentos, siempre
considerados con el mantenimiento del cementerio. Y así pasaban los años, envejeciendo los
orgullosos habitantes de aquellos dos pueblos tan distintos, tan iguales,
mientras el tiempo dibujaba arrugas y regalaba artrosis sin excesiva preocupación, aun sabiendo que
no había savia nueva en aquellos lugares de dios con los cuales seguir
presumiendo y llenando sus lugares de excelencia turística, ajenos a la belleza
y productividad del valle y la costa. Hasta que una tarde de verano, próximo el
otoño a ocupar el gran salón del firmamento con sus caprichosos colores, en
vísperas de enterrar al centenario Marcial, que ya se hacía de rogar generando
una notable ansiedad entre los habitantes, Lombardo, el joven enterrador, no
acudió a la cita. El único enterrador, pues su padre había fallecido con todos
los honores tres años antes al caerse del acantilado cuando remataba con primor
la última tumba del eterno mirador. El
joven, el único joven del pueblo, junto con su hermana María, que vivía en el
valle, rodeada de su familia de octogenarios padres, tíos y demás familia, se había
cansado de leer, de vivir a través de las vidas de los demás. LA vida esperando
la gloriosa muerte, orgullo de los pueblos que mimaban sus santuarios en espera
de ser ocupados. Cogió a su hermana de
la mano, con una maleta para los dos como único equipaje, decididos a morir
viviendo, sin esperar a ser unos huéspedes más de aquella bella prisión de
espera.
Cuentan las malas lenguas que
Lombardo y María se instalaron en un pueblo costero, donde el fuego purificador
era la esencia de la vida. Desde allí recorrieron caminos hasta que la encrucijada
de los amores los separó, aunque nunca dejaron de escribirse, de verse
creciendo en sus sueños de vida, ajenos a una muerte que aceptaban como parte
de la vida. De los pueblos de origen
solo quedó el recuerdo. Los habitantes de ambas localidades acusaron a los de
la otra de boicotear sus maravillosos cementerios y aquel puñado de vejetes
acabaron dándose de garrotazos de forma despiadada, olvidándose de sus bellos
territorios de muerte. El último viajero que pasó por allí fue un espeleólogo
en busca de una bellísima cueva justo bajo el manto de tumbas del acantilado.
Solo observó su extrañeza al constatar que, entre el laberinto de pinturas,
estalactitas y estalagmitas, tropezó con más de un rosario, a lo que no
encontró nunca explicación.
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