jose maria

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viernes, 21 de agosto de 2015

BATALLA DE CEMENTERIOS



Por extraño que parezca, los dos cementerios competían entre sí. El uno, al borde del acantilado, deslizándose las breves moradas siempre blancas por la loma, frente a un horizonte que velaba por el descanso de los inquilinos marchitos. El otro, en el interior, a poco más de 20 kilómetros, formaba parte de la villa que siempre fue cruce de caminos de pueblos y civilizaciones, hoy, envuelta en el verdor que acariciaba las casas de piedra al borde de caminos de piedra.  Detrás de la iglesia, salvoconducto románico de la comarca, el cementerio descansaba sobre una pradería limitada por un muro de fichas pétreas organizadas de forma que sostenían las lindes de los difuntos siempre tonificados por el aroma de los manzanos. Hileras entre las que se situaban sepulturas adornadas por enredaderas que se aseguraban de que ningún alma fantasmal saliera de excursión en las noches de verano, al compás de las charangas en la plaza el día de San Roque.  Fieles los vecinos a sus fieles difuntos, parecían estar más interesados de los que se fueron que de los que quedaban cada vez más cerca de arrendar una de sus segundas viviendas sin más pago que la propia entrega de las llaves de la vida.
Cada pueblo estaba orgulloso de su cementerio, hasta el punto de tener verdaderas disputas sobre la belleza del paraje. Cada óbito era celebrado, no solo por los paisanos, sino que era vivido con real interés por los vecinos del otro pueblo, que corrían a tomar nota y admirar en su caso las exequias, comentadas después durante días, cuando no semanas para mayor gloria de quienes siendo protagonistas de excepción no tenían ya nada que decir, salvo lo que expresaban los testamentos, siempre considerados con el mantenimiento del cementerio.  Y así pasaban los años, envejeciendo los orgullosos habitantes de aquellos dos pueblos tan distintos, tan iguales, mientras el tiempo dibujaba arrugas y regalaba artrosis  sin excesiva preocupación, aun sabiendo que no había savia nueva en aquellos lugares de dios con los cuales seguir presumiendo y llenando sus lugares de excelencia turística, ajenos a la belleza y productividad del valle y la costa. Hasta que una tarde de verano, próximo el otoño a ocupar el gran salón del firmamento con sus caprichosos colores, en vísperas de enterrar al centenario Marcial, que ya se hacía de rogar generando una notable ansiedad entre los habitantes, Lombardo, el joven enterrador, no acudió a la cita. El único enterrador, pues su padre había fallecido con todos los honores tres años antes al caerse del acantilado cuando remataba con primor la última tumba del eterno mirador.  El joven, el único joven del pueblo, junto con su hermana María, que vivía en el valle, rodeada de su familia de octogenarios padres, tíos y demás familia, se había cansado de leer, de vivir a través de las vidas de los demás. LA vida esperando la gloriosa muerte, orgullo de los pueblos que mimaban sus santuarios en espera de ser ocupados.  Cogió a su hermana de la mano, con una maleta para los dos como único equipaje, decididos a morir viviendo, sin esperar a ser unos huéspedes más de aquella bella prisión de espera. 
Cuentan las malas lenguas que Lombardo y María se instalaron en un pueblo costero, donde el fuego purificador era la esencia de la vida. Desde allí recorrieron caminos hasta que la encrucijada de los amores los separó, aunque nunca dejaron de escribirse, de verse creciendo en sus sueños de vida, ajenos a una muerte que aceptaban como parte de la vida.  De los pueblos de origen solo quedó el recuerdo. Los habitantes de ambas localidades acusaron a los de la otra de boicotear sus maravillosos cementerios y aquel puñado de vejetes acabaron dándose de garrotazos de forma despiadada, olvidándose de sus bellos territorios de muerte. El último viajero que pasó por allí fue un espeleólogo en busca de una bellísima cueva justo bajo el manto de tumbas del acantilado. Solo observó su extrañeza al constatar que, entre el laberinto de pinturas, estalactitas y estalagmitas, tropezó con más de un rosario, a lo que no encontró nunca explicación.

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