Rey moro, estandarte de las tierras por santones profanadas, ojos negros
que el halcón observa en sus vuelos cortos, esos que entre nobles
familias no sabían que el oro sería negro bajo los pies que sus
antepasados habitaron.
Rey de mirada triste, que de tristeza riega
los campos de ignorancia entre jardines y vergeles de delicias
inservibles para la cruz y la espada. Califato en tierra santa por
inhóspita y servil a la miseria que con hogueras arrasa el pensamiento,
quemando almas entre brujas, herejes y genios, toda vez que las
estrellas son lluvia divina en la planicie de un mundo que redondo se
presume en la mente del sabio de oriente.
Señor de la medicina,
lector de astros y vientos, álgebra que resuelve lo que el papado romano
esconde entre viñedos de cálices para embriagar a las tropas,
campesinos y señores. Entre el desierto y las tierras de verdes
bastiones, señoriales feudos de vasallaje provinciano, el mar del alma
sacude las emociones de quien huele a buganvillas, rosas y azahar.
Pergaminos de viejos tiempos que escriben los nuevos mundos bajo el
sereno designio del profeta que siempre asoma, aunque de reojo mira el
hombre perezoso eso de doblar el lomo cada dos por tres en la esterilla.
Cansado vislumbra masacres entre la cruz y la media luna, absorto por
el absurdo de conquistas y reconquistas que dibujan enemigos de cada
mirada inocente.
Rey moro, alquimista en las noches de silencio,
testigo de la danza de la luna, no se cansa de observar los elixires que
sanan, los condimentos que nutren, las acequias que dan curso al
regadío del conocimiento. Pasan así los años, entre conversos, mozárabes
y moriscos, riqueza de cultos y culturas, caballería que explora entre
catapultas y espadazos.
Y el rey moro camina hoy entre callejuelas
de mendigar esperanza, silencio protector porque la sola palabra delata.
Entre el bazar y el mercado medieval, tumulto de olores a piel y vida, a
especias y frutas, pasea el califa inadvertido en sus atuendos. Y su
mirada se detiene entre hombros, cuellos y cabezas.
Niña de ojos de
cielo, boca de fresa, balcón de sorpresas, erotismo oculto entre retales
de lana, ovillos vende en el puesto, con la sonrisa triste que solo el
moro detecta a su paso por el bazar. No tiene patria ni mar, solo el
saber de la lana, el tejer y dar color con sus tintes de mágico existir.
Telas de mil colores, convierte la lana en lino, sedosas las banderolas
de belleza entre los puestos.
Miradas cruzadas de pronto, un
instante, un dibujo en la memoria. Allí, en el arrabal se quedaron como
esculturas, el rey musulmán disfrazado y la tejedora cristiana, huida de
lejanas tierras perseguida por alguaciles, frailes e inquisidores que
no aceptan el arco iris en sus manos brotar, entre telas de púrpura
lujuria, azules y verdes que laten entre sus breves pechos que apuntan
la devoción de su bella condición.
A dos soldados acuchilló el rey
moro que de incógnito miraba los ojos de la tejedora, cuando apresarla
quisieron para hacer de su cuerpo pasto de llamas purificadoras. El cura
no lo contó degollado por la cimitarra que en un suspiro despidió el
alma del fraile lascivo.
Griterío y alboroto, medio día y la siesta
llega, entre un tumulto que esquiva los cuerpos que ya son historia.
Solo el ruiseñor oyó los pasos de una huida que es encuentro en el
devenir del caos que siempre avisa de los cambios por venir, los no
esperados, anhelados en el corazón. La lluvia limpió el rastro de
sangre, como agua bendita de un cielo que se hizo el remolón ante
aquellos acontecimientos sorprendentes.
Nada se supo del moro, ni de
la mujer de colores en sus manos de telares. Aunque la leyenda cuenta
que durante muchos años, marineros y pescadores, divisaron un bello
barco, breve de porte, noble de silueta, navegando por los mares entre
Iberia y el Bósforo. Barco como saeta larga y sinuosa, con un bello
trapío de mil colores.
Los más atrevidos dicen que le han visto volar alzándose de las aguas para desaparecer en las nubes.
Nadie sabe y todos dicen. Pero en cada isla donde esas dos miradas
posan su amor, boticas, telares y flores, mapas y ábacos numéricos dejan
al viejo maestro del lugar cómo recuerdo y munición de un futuro por
llegar.
Eso cuenta la canción, aunque música no tiene, si bien la cultura la pone a demanda en las fiestas de cada pueblo.
En los primeros días de verano, si al mar se asoma el amor, podrá
disfrutar del paisaje del beso de la luna y el sol. El firmamento
parado, el mar en lecho convierte esa historia desmadejada, pero que
como la vida es. El rey moro y su reina, tejedora de sueños, ya no son
cruz ni media luna, tan solo un suspiro de amor.
JMFP
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