jose maria

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martes, 28 de febrero de 2012

BAJO EL SUR

El cielo no quería esa mañana teñirse de azul, como si la capota negra con la que duerme la noche para que no le moleste el sol al otro lado del planeta, se hubiera acomodado sobre la bahía. Hacía calor, un extraño calor que el chiquillo conocía como preámbulo del viento sur,  caprichoso en su insolencia y que con seguridad a las 11 de la mañana se convertiría en surada. Sus ojos oscuros, almendrados miraban con un interés desmedido hacia los arenales desde el muelle de Albareda.  La baja mar exageraba la belleza de la superficie de agua salpicada de arenales que querían respirar en una superficie que empezaba a ondularse. Las sombras del cielo, pátina de carbón, reflejan sombras sobre el fondo de la visión donde llega a alcanzar la mirada del niño. Una silueta se dibuja  allá, a unos 500 metros del muro donde sigue de pie. Se esboza un barco escorado hacia la izquierda: Recuerda a uno de aquellos barcos con chimenea, no muy alta, algo trasera, de proa alta y roma, de popa cuadradita. La luz del ojo del sur ilumina durante unos instantes una parte del casco donde brillan durante unos segundos las letras blancas sobre el fondo verde parduzco... "Recuerdo", parece leer el chavaluco. Y mirando sonriente, bajó con sus delgadas piernas las escaleras que llevan al agua... Fría, los tobillos parecen agradecer el tacto del mar, sacudiendo de emoción todo su cuerpo. El mar es su medio natural, es un magma en el que su cuerpo se adapta con el deseo de mover brazos y piernas sin apenas producir salpicaduras al cortar la lámina. Y casi confundido con la estela de los botes que aparecen desperdigados camino del corazón de la bahía, nada hacia el barco. Un barco varado en la bahía, próximo al muelle.

Al abordar la cubierta por su parte más cercana a la superficie del agua,  el niño sintió los latidos de su corazón golpeando su pecho. Y sentado en la cabina,  miraba el dibujo extraño, casi abstracto que presentaban cielo y mar, tocándose inclinados tras el cristal empañado. Y allí, la voz del recuerdo se convirtió en imágenes. Un boticario bonachón, de mirada tenue tras sus lentes redondas, sonríe a sus hijas que corren por la alameda, juegan a la comba, mientras en su farmacia, la botica de los pescadores, cura y desinfecta heridas de aparejos, anzuelos, reparte cataplasmas, produciendo en su laboratorio píldoras, jarabes, ungüentos... Todo ocurre a través de la memoria de lo contado, de lo vivido a través de las palabras. Los libros de Julio Verne, perfectamente encuadernados, sus ilustraciones en tinta china moviéndose sobre las páginas, los Mundo, La Esfera, la bicicleta del chico de los recados, las merluzas que llegaban al mostrador de la farmacia en pago a la penicilina, el sonido del sur repicando entre las jambas de madera de las ventanas que cada jornada han visto amanecer a la bahía.

El sur no quiere comer hoy en la gran mesa redonda de la bahía. Y el muchacho, sonriente, se lanza al agua como leve ola que se confunde entre azules y grises. Al sumergirse bajo la superficie sintió una sensación conocida. La del silencio del fondo submarino, la de flotar en un cielo que es mar moviéndose en alguna dirección aleatoria, por el solo hecho de disfrutar del momento. Pero en esta ocasión, algo parecía diferente allí, en el corazón de la bahía, en su barriga húmeda. Una luz tenue, amarillenta se abría a pocos metros de él. Su curiosidad le llevó a bracear con amplios movimientos, consciente de que no tenía toda la vida para estar allí burbujeando el oxígeno que sus pulmones habían almacenado para el chapuzón subacuático. Y su sorpresa fue mayúscula cuando al acercarse a la luz, apareció una arcada de roca, garabateada por lapas, oquedades por las que se filtraban destellos de múltiples colores, como si Gaudí hubiera estornudado alguna vez en la bahía. Dos golpes de brazo y estuvo en la entrada para ver con sus grandes ojos una figura conocida... ¿Conocida?... ¡Coño, pero si es Cioli! Sonreía apoyado a la roca, con su "pecho de quilla" flamante, sus medallas, sus ojos acuáticos, pequeño y compacto. Y lo más extraño... Me saludó... Pero si estoy debajo del agua... Cómo narices va a hablar. Bueno, qué más da que hable o no, si lo que no puedo entender es que esté ahí, delante mio.

-Pasa, chavaluco. Y relájate, que estás más colorado que un tomate. Abre la boca, coño, y respira!
No lo pensó dos veces, quizás porque las sienes le advertían con su pulsar que si no abría la boca de forma voluntaria se la abriría la falta de oxígeno. Así que en ese instante descubrió algo que le hizo sentir inmensamente feliz. Podía respirar debajo del agua, podía escuchar a Cioli y no lo hacía como el pobre Pinocho en aquella horrorosa película de Disney en la que hablaba entre burbujas sin que hubiera cristiano que le entendiera.
-Anda pasa, monín, que estás como una chupa.
Como iba a estar, a unos metros bajo el agua, pensó el crío. Pero efectivamente, avanzó un poco más y la gravedad volvió a dar firmeza a sus pies en un pasillo verde fluorescente, tras los pasos del más ilustre salva vidas que haya existido jamás. La irrealidad pareció coger cuerpo de realidad. Y el pasillo submarino se abre en una formidable sala.
-Yo, la verdad es que no conozco a casi nadie,-comentó divertido Cioli-, pero me llamó el amigo Pereduca y me dijo si podía estar un tiempo guardando la entrada... Jo, el viejo se pensó que era San Pedro... Le veo mayor... Pero tu, como si nada.



Un inmenso espacio de piedra y cristales que no parecían serlo si no fuese porque el agua quedaba afuera. Y al dar unos pasos más, pudo ver a su derecha columnas hercúleas de madera que apilaban miles y miles de libros... 

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