jose maria

jose maria

sábado, 14 de abril de 2012

LOCURA VS CORDURA (I)


...Tengo la loca impresión de que, desde hace 20 años, el mundo gira más deprisa... O tal vez sea mi mente, que poco a poco se enlentece, al quererse parar en lugares donde ya no hay apeaderos.
Viejas estaciones, aquellas donde Penélope esperó, estaciones a las que volver, en las que quedarse...
Crear espacios informales de comunicación, de reflexión, es nutritivo para nuestros cerebros atiborrados de preocupaciones que adornan nuestras neuronas como feas bolas navideñas en el árbol del pensamiento. Pero hacernos preguntas sin la obsesión, sin la necesidad de encontrar respuestas inmediatas es magnífico.
Al pensar en el tema que nos reune, me ha asaltado una idea quizás absurda... La cultura de la vida, una suerte de eternalización del ser humano que no deja espacio a la cultura de la muerte. La idea antropológica, social, emocional, relacional de morirse. Morirse pareciera una ordinariez , un acto de mal gusto que obviamos  con disimulo, observando el hecho de morirnos como algo ajeno a la vida cuando, la muerte, a todas luces, da sentido y relevancia al mero hecho de vivir.
Y así, pienso en la cultura de la cordura, que no parece tener un Consejo de sabios pero que se impone hegemónica sin saber cueles son los criterios  que nos hacen cuerdos a la vista del mundo que estamos... ¿Construyendo?
Tras 25 años de viajar por el comportamiento del sufrimiento de las personas, parece que la locura, entendida como estigma, vuelve a ser una forma de selección de comportamiento que permite excluir o incluir a los seres humanos en las cadenas productivas del bienestar.
Locura y cordura siempre han ido de la mano, siempre siamesas, necesarias la una para justificar la existencia de la otra. La ambivalencia en la que nos encontramos los seres humanos es fruto de la magia comunicacional, de la forma en la que se asignan nuevas y sofisticadas etiquetas de comportamiento ante las cuales nos es difícil  cuestionar el mundo feliz que nos ofrece quietud. Todo síntoma parece ser expresión de una forma de enfermar, de una tendencia hacia el malestar. Muchas personas viven al límite. Muchas personas viven con un contenido de sufrimiento emocional que hace que sientan que el alma se arruga, se estremece entre las tripas de su propia existencia. Límites impuestos, límites que se alejan de la razón, de las razones que nos hacían sentir que el lago de la serenidad era un lugar donde quedarse.
El discurso social marca una máxima: tolerancia cereo a la violencia. Y sin embargo, la violencia campa a sus anchas por las redes sociales, por las televisiones, por la boca de quienes han aprendido que la palabra puede desguazar la vida.  Víctimas que ya no saben si son responsables, culpables de los golpes recibidos, que justifican a sus verdugos en una suerte de danza emocional perversa. 
Si la locura era sinónimo de delirio, el delirio no es más que "salirse del surco recto". Surco que impuesto por quien considera que la fertilidad del mundo debe establecerse mediante semillas, seres humanos que crezcan rectos al sol, para ser arrancados y devorados por la panza de los hacedores de realidades tan esperpénticas como atroces en sus objetivos.
Unas pequeñas gotas de reflexión...
Cuando hablamos de Salud Mental, en realidad solo hablamos de Enfermedad Mental. Parece que la ausencia de síntomas es la asignación de la cordura como la premisa para aceptar las cosas tal y como son, tal y como nos dicen que son.  El etiquetaje social es una forma poderosa de control grupal. La representación social de determinadas realidades también favorece la voz unánime de la desesperación. Este hecho es palmario en la situación de nuestro país, donde la inoculación del temor hace que las ideas se gangrenen, que la creatividad se adormezca, que las capacidades se cuestionen al servicio de la salvación por parte de arcángeles sin alas.
Somos, las personas, entidades con tendencia al cambio. El cambio es inherente a la evolución. Y ahora, la resistencia al cambio parece ser mucho más intensa, porque viene determinada solo por los cambios que la voz de la tramoya  dicta. Los cambios suponen toma de decisiones. Y se hace difícil tomar decisiones cuando el surco es recto y tan largo que no podemos ver el final, surco en el que se han borrado las maravillosas encrucijadas de la vida. Vida que no pasa por existir, sino por echar experiencias al saco de la existencia.  Cambiar es dejar de sentirnos como esculturas, cambiar es sentir la angustia de un equilibrio que se muestra como un panteón familiar o social. Sin angustia no hay cambio. El cambio genera angustia.
Decidir es aceptar dilemas. La decisión tiene tres patas: Pérdida (de lo que no decido), expectativas (respecto a lo que decido) y riesgo a equivocarme. Si no están estos tres elementos en la toma de decisiones, es difícil que podamos aceptar que estamos valorando, sopesando, asumiendo riesgos, generando cambios desde la incertidumbre de lo que supone explorar. Y si vivir es explorar, eso supone la posibilidad de no encontrar. 
Es divertido ver como las personas, los padres, las madres, quieren como objetivo vital para sus hijos... Que sean felices. Me los quedo mirando con cierta extrañeza, con una extraña incredulidad sobre lo que están expresando. Y en ese momento me preguntan... ¿Es que usted no quiere lo mismo?
"Pues la verdad es que no... Me conformaría con que fueran capaces de soportar de pie las adversidades de la propia vida, las bofetadas violentas, sacudidas emocionales que hacen sentir un dolor intenso en el alma. Y al encontrar instantes de paz, de serenidad, de felicidad, sorberlos con gozo, sabedores de que son alimento para seguir viviendo entre surcos y encrucijadas".
Entre palabras podemos crecer, entre voces que nos dictan órdenes podemos enloquecer.  Pienso en el monigote, en esa parte oscura, poco lucida que cada uno soportamos sin conocer, sin reconocer. Pienso en la forma en la que escondemos en una prisión sin luz, húmeda, en lo más profundo de los laberintos del alma nuestro propio monigote. Alimentado solo de ira, de resentimiento, de drogas, de frustración, de vanidades imposibles, no respira, no expresa... Solo construimos identidad a través de la parte reconocida como operativa, luminosa. Así, cuando las emociones se deslizan hacia nuestras mazmorras, parece que nos precipitamos por un profundo agujero negro sin fondo, sin fin.  El vacío es un atajo a la locura como representación del sufrimiento más hondo. No lo es la soledad, de ojos claros, serenos, discreta, silenciosa y respetuosa que siempre nos da la oportunidad de hablar con uno mismo a través de su propia presencia.


No hay comentarios: