La pequeña iglesia medieval, encalada
siglos después, olía a rosas y laurel. Las vidrieras ensoñadoras siguen
filtrando la luz para convertir en sombras de atardecer el suelo pedregoso,
reluciente y fresco.
El organista, un hombre al que había visto
en algunas ocasiones en la tasca cubierta por una parra eterna, entre frascas
de vino blanco, dejaba que los tubos susurraran el Adagio de Albinoni como
letanía de las olas al golpear en los acantilados las noches de invierno. El
párroco siguió hipnotizando el mantel que cubría el breve altar de madera.
El piloto miró a los presentes con una sonrisa leve pero llena de
ternura. Sabía que cada una de aquellas personas había dado un significado
distinto a su presencia. Historias que circulaban entre los corazones
inocentes, de seres inocentes que vivían desde hacía treinta y cinco
generaciones en una primitiva armonía. Entre piedras y vasijas pre románicas,
entre mosaicos fenicios que se dejaban entrever en algunos patios forrados de
flores que sudaban su amor por la vida.
Las cejas seguían siendo pobladas sombrillas a su mirada
opalescente, rematada por las arrugas que señalaban las rutas de sus viajes por
un mundo que ya no era circular. Los hombros anchos, cubiertos por un viejo
chaquetón marinero al que hace muchos años le faltan dos botones dorados. Y sus
manos se movieron con la levedad de un pianista invisible, con el anhelo de
unos dedos que siempre quisieron acariciar las teclas de marfil y nunca sacaron
una nota.
Del bolsillo interior del gabán de paño sacó una libreta de cuerpo
negro y hojas llamativamente blancas. Ocupó el último banco de la iglesia y
sintió una inmensa paz mientras sus manos jugueteaban con las hojitas de papel
mientras acariciaba un lápiz con una caperuza de plata. Y miró al frente. Y
allí siguió mirando los hombros suavemente descubiertos, la melena negra, la
espalda de la vida bajo una nube de lino. Dibujó mientras las letanías de los
parroquianos ejercían un efecto narcótico en su alma. Recuerdos, viajes,
heridas. Pero sentía que la vida seguía haciéndole latir su corazón, el pulso
en sus muñecas, en su cuello. La sangre latiendo por los laberintos de su existencia
y obligándole mover ese maravilloso timón que siempre se apretó a su puño en la
tormenta.
El dibujo no adquiría la forma que deseaba, pero los cabellos
azabaches parecían moverse con la brisa que se colaba por la puerta entre
abierta de la iglesia. Y ella sintió que su melena se movía, bailaba sin
que hubiera una pizca de aire que corriera por el pasillo central de la iglesia.
Sintió la mirada del marino en su nuca, el soplo de las velas desarboladas de
la Gran Trinidad acariciando sus hombros.
Cuando el cura despidió a los feligreses, todos salieron por el
pasillo central. Despacio, en fila ordenada. Todos querían ver, mirar al
navegante cuya presencia presentida era una realidad en su mente intangible.
El monaguillo apagó delicadamente los cirios. El olor a incienso y
cera consumida ocupó el aire. Pero el olor a jazmín de la mujer siguió dejando
un rastro de intensa vida en el visitante. Y antes de salir de la iglesia, al
paso por el lugar donde seguía sentado el hombre del chaquetón, ella le dio un
papel doblado…
Grabó en un instante el tacto de los dedos entrelazándose en los
suyos para dejar el trocito de papel. Y al desdoblarlo despacio, cuidadoso, sin
mirar hacia la puerta, pudo ver el dibujo de la mujer de frente. Pintado
rápido, a lápiz, con la misma textura de grafito que la de su lápiz. La mirada
intensa de sus ojos oscuros, la cabellera negra aligerada por el viento
chorreando por sus hombros, la boca expresada en 3 trazos convertida en
manantial de expresión.
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