….Nacemos con la necesidad de ser amados,
limitados en nuestra capacidad de amar, algo que no nos es dado como una virtud
inherente al ser humano, pero que descubrimos a medida que nos diferenciamos.
Amores que cuidan, promesas de amor, amores que abren caminos, amores fieles,
amores pasionales, amores en forma de recuerdos, amores soñados…
La noche vuelve a ser oscura y la carpa del
viejo circo parece ser la del firmamento
de la existencia de esos dos seres, unidos
pos las miradas de la infancia, por las caricias de las olas del mar en
la orilla de sus sueños, por la inocencia y la emoción del descubrimiento de la
piel del otro.
Unidos por una promesa de amor, un día de
finales de verano se escaparon del mundo por una escalera secreta, una escalera
que descubrieron y que no sabían hacia dónde iba, dónde tenia su final, pero
cuya presencia producía un poderoso influjo sobre aquellas dos almas
adolescentes, sobre todo, cuando se cogían de la mano, cuando la conexión de su
amor hipnotizaba sus miradas hacia aquella sombra de escalones. Y aquella
escalera selló su camino, escalones que escalaban asegurando su alianza con una
sortija de dedos enredados, dejando que la pasión por la huida diera la clave
del final de la misma. Y en poco tiempo
encontraron una puerta.
Ella estaba cansada, algo tensa, preocupada,
mirando de vez en cuando hacia atrás. Él, aparentemente no sentía temor. Su
corazón amistoso, bondadoso, había sido durante muchos años el corazón de una
familia, el latir de una familia, la sonrisa de quienes le amaban, a quienes
amaba. Y ahora, confiaba en su latir para transmitir confianza a aquella mujer
nacida entre los matraces del conocimiento, entre el respeto y el esfuerzo, que
a veces tenía que apoyarse a una pared para sentir los latidos de su corazón,
de sus sueños, de sus pasiones.
Cuando abrieron la puerta, avanzaron sobre
una alfombra roja hasta llegar al centro de lo que parecía una pista de circo.
El olor a limpio, los trapecios, las sillas de los espectadores, las luces, el
propio silencio conmovedor, hizo que sintieran que aquel podía ser su hogar,
podía ser el lugar en el que descansar, en el que mostrar sus capacidades a
quienes cada día harían cola para ver el espectáculo de la construcción de su
vida. Y bajo aquella lona de grandes franjas rojas y blancas comenzaron a
mirarse ansiosos, pensando en por dónde empezar, en aquello que pudiera
sorprender, en habilidades que les hicieran sentir que aquel espacio era el
lugar donde quedarse.
Él sabía que lo que más gusta del circo son
los payasos. Y ella, pensaba más en los adultos, en aquello que pudiera
sorprenderles, en lo que admiran y respetan quienes han dejado atrás la
inocencia, quienes valoran el esfuerzo y los hechos extraordinarios de los
otros.
Y así transcurrieron los días, las semanas.
El corazón dispuesto a hacer reír. El corazón inocente, bondadoso, divertido,
leal a la infancia, a sueños posibles e imposibles, cada tarde, se maquillaba,
se colocaba con esmero su peluca rubia, enmascaraba su rostro con una brillante
nariz roja y bocina en mano, salía a la pista ante la admiración de los niños,
y de los padres que veían reír a sus hijos. Entre el público, a veces
encontraba la mirada amable de su padre, de su madre, de su abuelo, de todos
aquellos que admiraban la forma en la que desplegaba su simpatía, su sentido
del humor, permitiendo que el público tuviera la sensación de que la vida es
relativa, de que los problemas pueden olvidarse, aunque sea durante ese momento
mágico y maravilloso. Mientras ella, durante meses se entrenó en las
competencias, en las habilidades que asombraran, que hicieran salir de las
gargantas de los espectadores un ¡Oh! de asombro, de admiración. Y su
sacrificio y entrenamiento diario le permitió ser la mejor equilibrista del
mundo, la mejor trapecista, la mejor contorsionista. Sentía que el esfuerzo, la
disciplina, tenía recompensa, sentía que el circo se llenaba, no solo de niños
que reían y abrían los ojos ante aquel corazón de payaso que iluminaba sus
miradas.
El circo de dos, la casa de dos, el espectáculo
que exigía más esfuerzo, más presencia. Y ella pensó que era importante cobrar
la entrada, que hubiera un director en la pista, renovar algunos números…y así
fue. Con el primer destello de luz se levantaba sigilosa de la cama, preparaba
las entradas, limpiaba y ordenada las gradas, comprobaba la seguridad de los
trapecios y peinaba con dulzura la peluca amarilla de su amor. Al llegar la
hora de la función, se vestía de director de pista, con unos amplios bigotes y
un sombrero de copa, su casaca azul ribeteada
en oro, botas altas acharoladas y
su paso marcial, manteniendo la expectación de lo que después sería el gran
espectáculo. Y mientras el corazón de payaso salía en un largo número, ella se
escondía rápidamente, para después, cuando el agotamiento del clon avisaba del
cambio de tercio, volver a las alturas, entre cuerdas y alambres, para asombro
de propios y extraños. Las risas, las exclamaciones de cada noche, dejaban
luego bajo la carpa un profundo silencio. Aquella pista de arena, las luces apagadas,
una vela y una cama en la que el cansancio dejaba exhaustos a aquellos dos
mundos que construían cada jornada una representación de su propia existencia,
que cogidos de la mano, miraron aquella escalera en la penumbra, aquella
aventura de escalones. Lágrimas de silencio, bebidas hacia adentro, sintiendo
que el día siguiente sería igual, que aunque los espectadores fueran otros,
ellos solo oirían las mismas carcajadas y los mismos gritos de admiración.
El amor y el miedo se confundían en una danza
que se producía en la mente de cada uno, la confusión no expresada, los temores
ante la posibilidad de hablar, la seguridad del silencio que a su vez mina el
sentimiento de complicidad.
Una tarde de verano, después de una noche de
desvelo, de lágrimas furtivas, el clon salió a la pista con el corazón
encogido, con una sensación de soledad que sentía compartía con su amada. Y lo
que antes eran carcajadas, de repente se convirtió en una exclamación de pitos,
de palomitas y pelotas de papel que se precipitaban sobre su rostro. Nunca
antes había ocurrido, pero aquello desató el pánico en aquel hombre que no
había sentido nunca el fracaso, que creía que su humor, su simpatía, su corazón
expresivo, llegaba a la vida de quienes necesitaban reir a través de su risa.
Buscó y buscó y encontró un elixir que un
vendedor ambulante le ofreció como la solución a todos los problemas del alma.
Y así, antes de cada representación, llevaba la botella del mágico líquido a su
boca, sintiendo que el efecto reparador le daba fuerzas, bríos, le estiraba la
sonrisa, le hacía latir su bello corazón de payaso más rápido.
Y ella, tras las cortinas sólo podía ver
entre lágrimas, que aunque él hacía su número con más pasión, con más energía,
los silbidos volvían a producirse, aunque él ya no se diera cuenta. Fue
entonces cuando ella, durante la actuación del clon decidió salir a la pista
para salvar la noche. Subió al alambre y sus piruetas magistrales llamaron
rápidamente la atención del público. Y entre cabriolas y filigranas empezaron los
aplausos, que el clon no sabía si iban dirigidos a él o a ella….hasta que en un
movimiento brusco, las manos de la trapecista no llegaron a la barra que se
acercaba y se precipitó al suelo entre el grito de terror del público, ante la
mirada atónita del payaso que contemplaba en el suelo inconsciente a su
compañera, a su socia, a su amante latente…
La convalecencia permitió la cercanía,
permitió el cuidado, el circo volvió a quedar en silencio. El cuidado en
silencio. Al mirarse a los ojos no sabían explicarse qué les había pasado, qué
incertidumbres, qué temores, qué inercias les habían llevado a creerse aquellos
papeles interpretados durante días, meses, años, siendo cómplices y socios de
algo que no era suyo, de aquella pista, aquella lona que apareció al final de
la escalera. Hacía mucho tiempo que el aire que respiraban era el de su
interior, que el cielo que sentían que existía era el que configuraba entre los
trapecios y alambres, entre luces y oscuridad.
….Cuenta la leyenda que un día, los dos miraron
en la misma dirección. ¿Fue casualidad? No se sabe a ciencia cierta. Pero según
narran las crónicas, la mirada fue una respuesta a algo que hacía tiempo no
sentían, casi no recordaban…Aire. Brisa. Venía de una zona de las paredes de la
lona del recinto que tenía una gran abertura. Que siempre había estado ahí. Se
acercaron. Instintivamente se cogieron de la mano, como reviviendo aquel día en
el que dieron el primer paso hacia el primer peldaño, pensando que encontrarían
otra escalera. Pero al traspasar el duro cortinaje, observaron la noche
estrellada despidiendo el sol, un camino difuso, largo, una ruta desconocida
que se perdía en el horizonte. Se soltaron de la mano y se miraron. Miraron una
sola vez hacia atrás. Aquella carpa, las risas, las filigranas y acrobacias,
quedaban repentinamente lejanas. El miedo volvió a aparecer pero en forma de
incertidumbre. Caminaron juntos.
Lo último que los espíritus de los payasos,
que rondan los laberintos de la existencia humana, contaron, fue que se les vio
en una isla. Nadie sabe si estaban de paso o era su hogar. Él no llevaba la
nariz postiza, pero su corazón de payaso, su gran corazón, ahora le permitía
bombear gran cantidad de oxígeno cada vez que se sumergía en el mar para sacar
de él lo que éste le ofrecía. Ella, a través de los
largos entrenamientos en aquel circo, consiguió dirigir su cuerpo y su mente
hacia la flexibilidad en la mirada, hacia el descubrimiento de que sus
capacidades le hacían sentir bien consigo misma, descubriéndose como una
bellísima bailarina que no tenía que hacer equilibrios en el aire, que no tenía
que arriesgar cada día su vida, sus emociones, para dar coherencia a la vida, a
su vida…
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