El trajín del camino de arena
sigue siendo un misterio para la mayoría. Más allá de la casita nadie sabe que
se contempla, aunque se presume la presencia del vasto océano… Pero el pequeño
faro hace muchos años que no ilumina el manto azabache que arrulla la costa. Tantos como un siglo. Desde entonces, María se levanta con el alba
y se acuesta con el último rayo de sol. Cada día se mira al espejo de su
pequeño dormitorio, tocado con rosas que se niegan a marchitar en agosto,
geranios rebeldes a la tozuda ventisca de otoño. Y descubre su piel tersa y morena, sus ojos azules repletos de
una tristeza que sonríe como crisálida de un sueño del que despierta consciente
de una eterna realidad. Su cuerpo esbelto, de anchos hombros de etérea belleza,
no envejece. Sus cabellos que recorta de vez en cuando, siguen siendo castaños,
sin atisbo de trazas de plata que le indiquen que los años la llevan de la mano
hacia el final del existir. Todas las
tardes camina por el sendero de arena, desviándose hacia una loma cercana. Y en
el recorrido recoge un ramillete de lavanda, rosas silvestres y petunias que
parecen aparecer al borde del sendero para ser elegidas por las manos de María.
Y al llegar a lo alto de la loma, mira las dos tumbas, dos cruces una al lado
de la otra. Divide el ramo minuciosamente en dos y deposita cada parte a los
pies de Vicent y Fran. Fran y Vicent.
Dos jóvenes enamorados de la vida, de María, tal vez el uno del otro.
Vicent, apasionado, explorador del mundo, seductor y aguerrido en sus aventuras
y desventuras, alegría y frenesí en cada movimiento, narrador de interminables
y fascinantes historias vividas y por vivir. Sus ojos de fuego se
tranquilizaban solo en presencia de María, caminando a su lado por las playas
que nadie ha podido encontrar. Fran, viajero del conocimiento, de pulsiones
contenidas en el volcán de su saber, inventaba máquinas maravillosas sobre
pergaminos relucientes y escribía poemas como arcadas de dolor de lo más
recóndito de su alma.
Y allí, en aquella casita del
faro sin luz, se encontraron, se conocieron, fascinados los jóvenes por la
belleza de María, tolerantes a la presencia del otro, hermanando con celos y
pasiones la forja de sus deseos. María los quería, reía y aprendía con ellos,
sintieron sus cuerpos y los cuerpos gritaron el éxtasis del enredo. Pero una
noche de septiembre, luciendo el otoño sus ropajes de gala en el horizonte,
cuando el rayo verde se escondió, Vicent y Fran descompuestos de ira por la
posesión de María, se batieron en duelo desesperado entre lágrimas y gritos que
resonaron en el acantilado del alma de María. Los sables atravesaron sus
cuerpos, como azar de un trágico destino
de amor posesivo.
Y desde hace un siglo, Fran y
Vicent, Vicent y Fran, cada atardecer, miran sus fantasmales aspectos, sonriendo
su eterna amistad. Y desde hace cien
años, justo desde la mañana en la que fueron enterrados en la loma mirando al
mar, los dos jóvenes fantasmas vuelven a la casa. Cuidan de que todo esté en
orden, cambian las flores, sacuden al sol las sábanas del lecho en el que María
duerme su espera. Vicent cuida del tejado, de las puertas, deja la leche y el
pan tierno en la vieja cocina, y hace un tiempo que le trajo un tocadiscos para
el que renueva el repertorio de una música al gusto de los tiempos que cambian
en todos los lugares menos en la casita del faro. Fran no deja de revisar cada
noche los manuscritos de María, ordenándolos y, tímidamente, haciendo alguna
corrección, no sin dejar caer una lágrima que extrañamente mancha el papel para
sorpresa recelosa de Vicent. Pasión y
sabiduría se encuentran custodiando a su amada, amada de ambos, de ninguno,
porque siempre supieron que ella escondía su amor más íntimo en los desvanes de
su adolescencia. Poco se hablaban las
dos almas errantes, sabedoras de que no podían deambular ociosos por aquellos parajes,
pues siempre había cosas que hacer para que María siguiera su existencia
eterna, como ellos, tal vez, aunque en un plano tan distinto como doloroso.
Cuenta la leyenda que un 21 de
septiembre, con la aurora, María oyó ruido
fuera de la casa. Era el crepitar
de una fogata. Se puso la manta sobre su cuerpo desnudo y salió. A pocos metros
podía contemplar la hoguera consumiéndose poco a poco, dejando que las llamas
menguantes dejaran perfilar la presencia de un hombre sentido en la piedra
donde ella a veces dejaba que el viento sacudiera su espíritu. Al acercarse
pudo verlo.
Su tez morena, el rostro afilado,
tal y como lo recordaba en su juventud. Su camisa blanca reluciente, su
presencia imponiendo el silencio en el entorno, silencio que siempre habló de
él. Silencio protector, sin más conocimientos que los que el jondo le
transmitió veinte generaciones atrás, vomitando tragedia y fiesta, danza y
presencia. El gitano movía su eterna navaja en sus manos largas y afiladas para
terminar de tallar un delfín en el trocito de madera.
Levantó la cabeza despacio, y sus
ojos verdes resplandecientes se clavaron en los de María.
-Hola, te estaba buscando
-Hola… Te estaba esperando.
Cuando
amaneció, los fantasmas se encontraron con la casa vacía. No encontraron rastro
de ella por mucho que patearon el camino de arena. Sintieron que la eternidad
se había acabado para ellos, porque se había acabado para María. Se sintieron
profundamente conmovidos, nadie sabe si felices, porque los fantasmas no parece
que puedan expresar sus sentimientos. Pero el abrazo fue un beso, el beso un
abrazo que los hizo desaparecer para siempre de aquella casita-faro. Por
cierto, faro que esa noche iluminó con orgullosa vigilancia el horizonte, con la
inesperada llegada de Vicent, el farero y su mujer Francesca.
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