jose maria

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martes, 19 de agosto de 2014

BELLOS FANTASMAS...



El trajín del camino de arena sigue siendo un misterio para la mayoría. Más allá de la casita nadie sabe que se contempla, aunque se presume la presencia del vasto océano… Pero el pequeño faro hace muchos años que no ilumina el manto azabache que arrulla la costa.  Tantos como un siglo.  Desde entonces, María se levanta con el alba y se acuesta con el último rayo de sol. Cada día se mira al espejo de su pequeño dormitorio, tocado con rosas que se niegan a marchitar en agosto, geranios rebeldes a la tozuda ventisca de otoño. Y descubre su piel  tersa y morena, sus ojos azules repletos de una tristeza que sonríe como crisálida de un sueño del que despierta consciente de una eterna realidad. Su cuerpo esbelto, de anchos hombros de etérea belleza, no envejece. Sus cabellos que recorta de vez en cuando, siguen siendo castaños, sin atisbo de trazas de plata que le indiquen que los años la llevan de la mano hacia el final del existir.  Todas las tardes camina por el sendero de arena, desviándose hacia una loma cercana. Y en el recorrido recoge un ramillete de lavanda, rosas silvestres y petunias que parecen aparecer al borde del sendero para ser elegidas por las manos de María. Y al llegar a lo alto de la loma, mira las dos tumbas, dos cruces una al lado de la otra. Divide el ramo minuciosamente en dos y deposita cada parte a los pies de Vicent y Fran. Fran y Vicent.  Dos jóvenes enamorados de la vida, de María, tal vez el uno del otro. Vicent, apasionado, explorador del mundo, seductor y aguerrido en sus aventuras y desventuras, alegría y frenesí en cada movimiento, narrador de interminables y fascinantes historias vividas y por vivir. Sus ojos de fuego se tranquilizaban solo en presencia de María, caminando a su lado por las playas que nadie ha podido encontrar. Fran, viajero del conocimiento, de pulsiones contenidas en el volcán de su saber, inventaba máquinas maravillosas sobre pergaminos relucientes y escribía poemas como arcadas de dolor de lo más recóndito de su alma.
Y allí, en aquella casita del faro sin luz, se encontraron, se conocieron, fascinados los jóvenes por la belleza de María, tolerantes a la presencia del otro, hermanando con celos y pasiones la forja de sus deseos. María los quería, reía y aprendía con ellos, sintieron sus cuerpos y los cuerpos gritaron el éxtasis del enredo. Pero una noche de septiembre, luciendo el otoño sus ropajes de gala en el horizonte, cuando el rayo verde se escondió, Vicent y Fran descompuestos de ira por la posesión de María, se batieron en duelo desesperado entre lágrimas y gritos que resonaron en el acantilado del alma de María. Los sables atravesaron sus cuerpos, como azar de un trágico destino  de amor posesivo.
Y desde hace un siglo, Fran y Vicent, Vicent y Fran, cada atardecer, miran sus fantasmales aspectos, sonriendo su eterna amistad.  Y desde hace cien años, justo desde la mañana en la que fueron enterrados en la loma mirando al mar, los dos jóvenes fantasmas vuelven a la casa. Cuidan de que todo esté en orden, cambian las flores, sacuden al sol las sábanas del lecho en el que María duerme su espera. Vicent cuida del tejado, de las puertas, deja la leche y el pan tierno en la vieja cocina, y hace un tiempo que le trajo un tocadiscos para el que renueva el repertorio de una música al gusto de los tiempos que cambian en todos los lugares menos en la casita del faro. Fran no deja de revisar cada noche los manuscritos de María, ordenándolos y, tímidamente, haciendo alguna corrección, no sin dejar caer una lágrima que extrañamente mancha el papel para sorpresa recelosa de Vicent.   Pasión y sabiduría se encuentran custodiando a su amada, amada de ambos, de ninguno, porque siempre supieron que ella escondía su amor más íntimo en los desvanes de su adolescencia.  Poco se hablaban las dos almas errantes, sabedoras de que no podían deambular ociosos por aquellos parajes, pues siempre había cosas que hacer para que María siguiera su existencia eterna, como ellos, tal vez, aunque en un plano tan distinto como doloroso.
Cuenta la leyenda que un 21 de septiembre, con la aurora, María oyó ruido  fuera de la casa.  Era el crepitar de una fogata. Se puso la manta sobre su cuerpo desnudo y salió. A pocos metros podía contemplar la hoguera consumiéndose poco a poco, dejando que las llamas menguantes dejaran perfilar la presencia de un hombre sentido en la piedra donde ella a veces dejaba que el viento sacudiera su espíritu. Al acercarse pudo verlo.
Su tez morena, el rostro afilado, tal y como lo recordaba en su juventud. Su camisa blanca reluciente, su presencia imponiendo el silencio en el entorno, silencio que siempre habló de él. Silencio protector, sin más conocimientos que los que el jondo le transmitió veinte generaciones atrás, vomitando tragedia y fiesta, danza y presencia. El gitano movía su eterna navaja en sus manos largas y afiladas para terminar de tallar un delfín en el trocito de madera.
Levantó la cabeza despacio, y sus ojos verdes resplandecientes se clavaron en los de María.
-Hola, te estaba buscando
-Hola… Te estaba esperando.

            Cuando amaneció, los fantasmas se encontraron con la casa vacía. No encontraron rastro de ella por mucho que patearon el camino de arena. Sintieron que la eternidad se había acabado para ellos, porque se había acabado para María. Se sintieron profundamente conmovidos, nadie sabe si felices, porque los fantasmas no parece que puedan expresar sus sentimientos. Pero el abrazo fue un beso, el beso un abrazo que los hizo desaparecer para siempre de aquella casita-faro. Por cierto, faro que esa noche iluminó con orgullosa vigilancia el horizonte, con la inesperada llegada de Vicent, el farero y su mujer Francesca.

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