jose maria

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miércoles, 27 de agosto de 2014

SUSTO Y MAGIA




… Al escribir estas líneas sonrío, como el lector pasajero, posiblemente, antes de dejar que el viento se lleve la cuartilla en un golpe de socarrona carcajada. Me miro al espejo del pasado, me gusta ver todavía mi cuerpo desnudo reflejado en esa ventana que me da las gracias por años de rebeldía, de felicidad, de angustia, por una vida plena de una mujer que se siente en plenitud, ahora escribiendo sentada en la terraza de mis sueños, en el viejo molino, faro ciego que no ve, que solo escucha las olas de un mar, hoy rizado por el sur.
El rosario de recuerdos que enhebran el relato de mi vida pasa por mi infancia. La de una niña que siempre sintió alas en su espalda, la de una niña rodeada de miradas inquisitoriales, entre el olor a incienso de mi abuela, los ojos que se pierden en el abismo de los tiempos de mi padre, a veces como si de cuencas vacías se tratase. Y la luz. La luz de la Tacita de Plata, la de los destellos del atardecer, la de la alegría desbordante que las severas voces familiares no podían acallar.
Quizás he perdido la lucidez de aquella niñez de mis once años, en la que jugar era un grito de alegría, un sollozo al sentir el rechazo de un grupito de mamoncetes con aire de chicarrones entre primos, hermanos mayores y demás fauna asexuada en edades en las que el innombrable se sigue llamando entre susurros pitilín…
Y en aquellos años en los que mi cuerpo de niña quería mover el alma, representando todas las facetas del fresco de la vida, mis pies se descalzaban al llegar al lugar del que procedían las palmas. Sonidos acompasados entre el lamento y la alegría de nómadas de la existencia, de ojos sombríos para quienes no miran de frente, de rostros milenarios que rasgan el sonido del silencio abriendo sus abismos desde la mitología del flamenco.
Olor a hoguera, a cuerpos frenéticos en la danza que sacude de la muerte, que conjura a los malos espíritus, noches que empezaron a ser sueños de escapada entre algún bofetón vigilante. Y el pasar lento de meses, convirtió mágica mi relación con los gitanos. Sus sonrisas y miradas cómplices cuando me veían aparecer, me invitaban a sentarme alrededor de la fogata, atreviéndome a dar palmas, deseo contenido durante mucho tiempo por miedo a no ser bien recibidas. Y entre las sombras de la noche descubrí con un sobresalto de mi corazón de por sí agitado, aquellos ojos verdes que me miraban con una serenidad de esfinge. Y en esa mirada encontré un niño con la seriedad de un anciano severo y sabio. Un niño al que me acerqué sin decir palabra, sentándome a su lado, mirando hipnotizada el fuego, como si presagio del fuego interior fuese. Lenguas rojizas, amarillentas, que se alargaban en los rostros de los gitanos, que sombreaban el cielo ribeteado de estrellas del poblado. Un niño que se hizo inseparable en mi vida, al sentir que podía expresarme con la libertad de quien habla con un hombre en un cuerpo de niño que mira y acompaña a una mujer que deshoja su cuerpo núbil, anhelante de descubrir el amor en la piel de quien siente que le da un bujio en el que enredar el ovillo de la libertad. Crecimos juntos y separados, entre dos mundos que se dan la espalda viviendo puerta con puerta. Y su presencia justificaba la mía cada día, al correr a la loma al atardecer, tumbarme en la yerba cerca de él, sentado contra el viejo árbol vigía de nuestros encuentros que mancillaban su inocencia entre el roce de nuestros cuerpos que me hacía hervir de deseo. Sus manos grandes, largas, acariciaron mi pelo como por casualidad, y yo sonriendo, radiante en mi interior, dejé caer mi mano en su rodilla. Así nos quedamos, como esculpidos, como grabado de un paisaje prohibido. Ese hombre de 20 años desprendido de su piel de niño, inocente y silencio, se expresaba con su sola existencia a mi lado, pletórica con mis 18. Complicidad construida desde la honestidad de nuestros cuerpos que hizo que deseara a los doce años ver ese cuerpo desnudo. Libertad de quien se desnuda ante mí sin el menor pudor, con la naturalidad de quien se reconoce ante el otro, de desnudarme ante sus ojos, permitiéndonos contemplarnos.
Rostro de cristo yaciente, su boca ancha, de labios prominentes, recuerdo todavía cuando nuestro beso nos hizo acariciar los paraísos que nunca creímos existieran en la vida errante de nuestra existencia secreta. Descubrimos que las palabras oscurecían el lugar de los dos. Y sus manos, que pasaban horas tallando madera con una navaja que llegué a creer que nació con él, se convirtieron en pinceles en el fresco de piel. Los besos se hicieron más profundos, sentí sus brazos fibrosos, su cuerpo delicado y fuerte enredando el mío, entre faroles apagadas de una vida de amor furtivo. El deseo es la fuente de un amor primitivo, auténtico, entonces desesperado, porque aquel hombre dos años mayor que yo, me miraba con sus esmeraldas ardientes cuando le pedía que me hiciera el amor, que me llevara al descubrimiento de mi sexualidad en plenitud y solo me decía… “No. Porque nunca me casaré contigo”. Hombre de una pieza, sabio en su silencio, protector y cómplice, me turbaba en las noches de insomnio, generando en mí una explosión de emociones que aterrizaban en la humedad de las sábanas frescas de la habitación del piso de abajo de la casa de mis abuelos. El deseo no es un delirio. Es delirante no desear. Y en mi cuerpo la pasión brotaba enredando sus raíces en todo mi ser, haciéndome presa de los más floridos pensamientos entre sombras, abrazos y una sexualidad intuida entre caricias. Latidos de cuerpos que descomponen el orden de las cosas tal y como me las intentaron enseñar.
Y el milagro se produjo. Porque le conté que quería enseñarle una cosa que mi abuela recién fallecida me había dejado en herencia. “Niñita, cuando me muera, esta cama será tuya”.
La habitación de la abuela, una mujer que me helaba el corazón con su mirada turbia, capaz de confundir las emociones de una virgen en procesión, era un lugar oscuro, jaspeado por temerosos rayos de luz que hacían parpadear el polvo ambiental, ingrávido y tenue. La cama, como un enorme barco de sueños, era nube de fantasías, un colchón de lana enorme y un cabecero traído de las Indias que hacía mis delicias más efervescentes en los bajos fondos de mi existir de mujer. Y la abuela muerta me estaba diciendo a gritos que esa cama era mía. Nunca había heredado nada de nadie, porque para entonces nunca, salvo la abuela había muerto en mi casa.
Y allí, sigilosamente nos colamos el gitano y yo. Y la penumbra aplaudió los besos, las caricias, al borde de la cama de la abuela. Sentí como el corazón de aquel hombre de ojos verdes se aceleraba entre mis brazos, pues el mío hacía tiempo que estaba desbocado buscando sitio entre las sábanas de ese catafalco de pasión en el que quería convertir la cama de la abuela. La desnudez enredó nuestros cuerpos al tumbarme en el colchón, sintiendo el paraíso en ese espacio reducido de la cubierta del barco de sueños. Por fin podía sentir su cuerpo vigoroso, por fin podía abrir mi alma, mis piernas para comprobar que el deseo culminaba en un sentimiento de delirio delicioso que mi amante, sin experiencia, conseguía descubrir con su seriedad incandescente, protectora y apasionada. Y en esa danza estábamos el gitano de mi alma y yo, en esa locura frenética, cuando de pronto oí la voz de mi padre, de mi hermano y de mi tía, una mujer con tan mala baba que creo que se quedó sin terminar, justo en el momento en el que se abría la puerta. La puta puerta. Y aquellas tres almas contemplando a la niña en pelotas, con las piernas queriendo rozar el cielo, el pelo extrañamente rizado, bajo un cristo que más que yaciente estaba en plena resurrección y éxtasis, aunque de golpe pareció clavado en la cruz de la familia. Su boca abierta y sus grandes ojos verdes desorbitados por el susto y la vergüenza, acentuaban el terror del joven que replegó su fogosidad para mi frustración en tan culminante escena familiar.
La mirada de perplejidad de mi padre, severo andaluz de aparentes principios como la columnata de Bernini, mi hermano preguntándose cual era la cómoda que había que bajar al piso de abajo, y mi tía, gritando, “¡En la cama de la abuela, y ella todavía caliente!”… Caliente estaba yo en mi propio terror. Ni la propia escena podía impedir que mi cuerpo ardiera. Si no es porque mi niño encogió su sexo hasta abotonarlo con su pubis, hubiera seguido follando extasiada con un público tan selecto.
Fueron riadas de lágrimas las que derramé en los siguientes días, quizás semanas, no recuerdo. A mi gitano no se muy bien lo que le pasaría, aunque lo vi en algunas ocasiones, siempre huidizo.
Me quedan recuerdos de aquella cama, al igual que las palabras de mi abuelo unos días después del suceso… “Niña, ven… ¿Tu crees que los gorriones y los canarios se juntan para jugar, o para hacer el nido…?”
“No”, le respondí.
Fue una mentira piadosa, o una mentira a secas. Hoy, sentada en esta, mi terraza, pienso en la belleza de los nidos entre gorriones, canarios, golondrinas, en la riqueza de los seres humanos que despliegan sus alas y se cruzan con otros seres humanos tan distintos y tan parecidos, tan únicos y auténticos.

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