jose maria

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lunes, 15 de septiembre de 2014

UNA FOTO, UNA PULSIÓN. HANS

Foto: UNA FOTO, UNA PULSIÓN

La tierra tiene piel. Glaciares y rocas pintadas por el alma nívea de los inviernos de la vida observan la respiración lenta, muda de una piel que convulsiona su interior entre trazos arremolinados de zarpazos que se convirtieron en caricias. Manos invisibles que dibujan mapas de existir, sendas que definen el cuerpo que surge del silencio. 
El cielo encapotado de blanco alienta  el vaho de Hans, el artesano de Gea, madre cansada de parir. Madre petrificada en un cuerpo  que no transpira. 
Hans es un ser muy ocupado. Sus ojos amarillentos, melosos, ven lo que ningún ojo puede observar. Corpulento y  fibroso, puede cambiar de tamaño si las circunstancias de la tierra lo requieren. Es alado, pero si de resolver asuntos del fondo submarino se trata, una aleta dorsal se despliega de su columna vertebral. Sus manos parecen moverse constantemente en eternas ocupaciones. Acomodando musgo sobre la tierra húmeda, peinando los hayedos, insuflando savia en las venas de los robles que silencian su sinfonía de paz en los bosques milenarios, procurando mantener la temperatura de los glaciares, repartiendo placton por los océanos…
Hans no entiende de seres humanos. Ni entiende ni los entiende. Vive entre ellos, pero no es visible a los ojos de los mortales.  Lleva 200 años con cara adusta, de pocos amigos, porque el trabajo se ha hecho insoportable y siente que no tiene manos para reparar el daño de quienes creen que el mundo no es otra cosa que un lugar que amortizar por la codicia o la locura del sentir que el planeta es un lugar con recambio. Entiende los 10.000 idiomas con los que se comunican todas las especies del planeta. Vertebrados, invertebrados, aves y peces, incluso con su rudimentaria arpa  da música a las melodías que le componen infinidad de flores con las que mantiene una relación amorosa, cuidándolas como si del jardinero del mundo se tratase. 
Si la selva amazónica no es ya un desierto de madera y tierra es porque el bueno de Hans trabaja cada noche en su corazón verde multiplicando raíces, arboleda que impone con un desorden que luego la naturaleza organiza como mejor considera. Si los desiertos no avanzan como tsunamis de arena y sequa es porque Hans alinea vida en sus límites, para que el agua siga brotando de los manantiales de la madre tierra haciendo florecer la vida en los bordes del infierno. 
Y una tarde, cansado de tanto esfuerzo, se tumbó un rato en un lugar inhóspito, donde la roca se convertía en ola inerte y blanquecina.  Pensó en convertir aquella superficie estéril en un breve edén, aunque también se preguntó por primera vez para qué. Y en ese pensar dubitativo andaba el eterno artesano de Gea, cuando sintió un gemido justo en lo que parecía una roca sin vida. Un lamento susurrado de la piedra que le sorprendió. Y en ese instante, sus dedos largos y sabios en el sentir de la tierra,  acariciaron la superficie fría, petrificada, sintiendo repentinamente que emitía un extraño calor. La roca se ablandó lentamente, y los dedos se hundieron en la piedra que comenzaba a transformarse en un manto de terciopelo… Era piel. Venció su curiosidad a su recelo,  siguió acariciando el perfil de esa roca que comenzaba a moverse, a remover sus heridas como esquirlas del tiempo. La mujer, dormida bajo la pátina de piedra, comenzó a moverse despacio. Y Hans fue consciente de que por primera vez acariciaba una piel humana hija de la madre tierra. 
Nadie sabe el tiempo que aquella mujer estuvo latente en el lugar más apartado de la civilización conocida por Hans. Ni siquiera  se conoce si realmente fue una alucinación del propio artesano, deseoso de explorar lo único que siempre había evitado, el alma humana. Quizás fue la madre tierra pariendo una hija que le releve en el trabajo sin fin de constatar el equilibrio natural o el caos final. 
Esperemos que Hans no se enamorara… Porque entonces, podemos darnos por jodidos.

José Mª Fuentes-Pila

La tierra tiene piel. Glaciares y rocas pintadas por el alma nívea de los inviernos de la vida observan la respiración lenta, muda de una piel que convulsiona su interior entre trazos arremolinados de zarpazos que se convirtieron en caricias. Manos invisibles que dibujan mapas de existir, sendas que definen el cuerpo que surge del silencio.
El cielo encapotado de blanco alienta el vaho de Hans, el artesano de Gea, madre cansada de parir. Madre petrificada en un cuerpo que no transpira.
Hans es un ser muy ocupado. Sus ojos amarillentos, melosos, ven lo que ningún ojo puede observar. Corpulento y fibroso, puede cambiar de tamaño si las circunstancias de la tierra lo requieren. Es alado, pero si de resolver asuntos del fondo submarino se trata, una aleta dorsal se despliega de su columna vertebral. Sus manos parecen moverse constantemente en eternas ocupaciones. Acomodando musgo sobre la tierra húmeda, peinando los hayedos, insuflando savia en las venas de los robles que silencian su sinfonía de paz en los bosques milenarios, procurando mantener la temperatura de los glaciares, repartiendo placton por los océanos…
Hans no entiende de seres humanos. Ni entiende ni los entiende. Vive entre ellos, pero no es visible a los ojos de los mortales. Lleva 200 años con cara adusta, de pocos amigos, porque el trabajo se ha hecho insoportable y siente que no tiene manos para reparar el daño de quienes creen que el mundo no es otra cosa que un lugar que amortizar por la codicia o la locura del sentir que el planeta es un lugar con recambio. Entiende los 10.000 idiomas con los que se comunican todas las especies del planeta. Vertebrados, invertebrados, aves y peces, incluso con su rudimentaria arpa da música a las melodías que le componen infinidad de flores con las que mantiene una relación amorosa, cuidándolas como si del jardinero del mundo se tratase.
Si la selva amazónica no es ya un desierto de madera y tierra es porque el bueno de Hans trabaja cada noche en su corazón verde multiplicando raíces, arboleda que impone con un desorden que luego la naturaleza organiza como mejor considera. Si los desiertos no avanzan como tsunamis de arena y sequa es porque Hans alinea vida en sus límites, para que el agua siga brotando de los manantiales de la madre tierra haciendo florecer la vida en los bordes del infierno.
Y una tarde, cansado de tanto esfuerzo, se tumbó un rato en un lugar inhóspito, donde la roca se convertía en ola inerte y blanquecina. Pensó en convertir aquella superficie estéril en un breve edén, aunque también se preguntó por primera vez para qué. Y en ese pensar dubitativo andaba el eterno artesano de Gea, cuando sintió un gemido justo en lo que parecía una roca sin vida. Un lamento susurrado de la piedra que le sorprendió. Y en ese instante, sus dedos largos y sabios en el sentir de la tierra, acariciaron la superficie fría, petrificada, sintiendo repentinamente que emitía un extraño calor. La roca se ablandó lentamente, y los dedos se hundieron en la piedra que comenzaba a transformarse en un manto de terciopelo… Era piel. Venció su curiosidad a su recelo, siguió acariciando el perfil de esa roca que comenzaba a moverse, a remover sus heridas como esquirlas del tiempo. La mujer, dormida bajo la pátina de piedra, comenzó a moverse despacio. Y Hans fue consciente de que por primera vez acariciaba una piel humana hija de la madre tierra.
Nadie sabe el tiempo que aquella mujer estuvo latente en el lugar más apartado de la civilización conocida por Hans. Ni siquiera se conoce si realmente fue una alucinación del propio artesano, deseoso de explorar lo único que siempre había evitado, el alma humana. Quizás fue la madre tierra pariendo una hija que le releve en el trabajo sin fin de constatar el equilibrio natural o el caos final.
Esperemos que Hans no se enamorara… Porque entonces, podemos darnos por jodidos.

José Mª Fuentes-Pila

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