jose maria

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lunes, 15 de septiembre de 2014

EL... ¿AEROPUERTO?

Foto: EL ...¿AEROPUERTO?
Al sentarme en la hilera correspondiente al siguiente vuelo, del siguiente enlace, del siguiente viaje, tengo la extraña sensación de haber perdido la noción del tiempo. Ciudadela de puertas y compuertas, de escaleras y ascensores, asépticas, como un quirófano de sentimientos, sala de espera de ilusiones y sueños, yéndonos, volviéndonos y envolviéndonos en nosotros mismos. 
Miro la puerta de cristal, enfoco mi ligera miopía guiñando los ojos para leer los cartelitos y no presto excesiva atención a lo que indican, dejando que la somnolencia habitual en mis esperas, me transporte con mayor brevedad al asiento 8F del último avión. Imágenes desordenadas, como sombras chinescas en el fresco de mi ayer.
En el dormitar sentí por un instante que alguien se me apoyaba en el hombro… Como cuando sentados en los estrechos asientos de la Continental, hace 30 años, invitábamos solidariamente a que nuestros hombros fueran almohada de descanso del vecino. 
El rostro apergaminado de largos cabellos, como cascadas de nieve, me miró con la mirada de la disculpa en sus ojos azul viejo, muy viejo, aunque al vislumbrar su boca no encontré arruga que delatara esa vejez manifiesta en mi alma… Que igual no era más que reflejo de la mía.  
“Mundo”, que así se llamaba el anciano de rostro juvenil, me pidió disculpas… Y me dio las gracias por permitir que mi hombro fuera nube de sueños durante un instante. LO que duró mi inconsciente incomodidad en mi propio dormitar. 
Instintivamente, quizás al observar los labios cuarteados del viejo, le ofrecí la botella de agua que aceptó con un leve sorbo, como si sus labios se posaran en el hijo de agua de un manantial parido por la fuerza de las rocas. Mundo quería hablar, pero no conseguí saber cual era el vuelo que esperaba. No me preguntó hacia dónde iba, cual era mi destino, cual mi pasillo sin retorno, cual mi laberinto emocional en el devenir de la existencia.  Y el anciano de vital reverdecer emocional se lió un cigarrillo con la parsimonia de quien no es consciente de las prohibiciones oficiales que marcan y limitan las conductas de los seres humanos. Creo que no fui consciente de su actitud, porque posiblemente estábamos en la intersección de las ensoñaciones. Mundo me contó que recorría aeropuertos, buscando personas perdidas en su propia realidad, vidas en tránsito, entre lágrimas y anhelos. El viejo “Mundo” me contó de sus caprichosas costumbres, invitando ocasionalmente a quienes observaba en su tristeza, invitándoles a un café de insoportable sabor pero mágico en su aroma más profundo. Constructor de islas de amor, de abrazos entre desconocidos, de encuentros teñidos de perplejidad, se deslizaba por esas ciudades de cristal y ruido, de cisternas silenciosas, de aséptico olor a mierda pixelado con perfumes de consumo de vida.  Mundo es global,  está en todas partes y en ninguna, Mundo es negro, blanco, mestizo, amarillento, mulato, cobrizo. Las manos de mundo saludan conectando el alma con una realidad que no imaginaba quien siente su tacto. Y mientras creía oír la voz suave, melodiosa, socarrona y balsámica del viejo, sentí que se hacía más lejana, como un eco en los acantilados que parían ballenas de mis sueños de adolescencia.  Pude ver al viejo como un gigante levantándose de la sordidez de la espera, alejándose entre gentes del mundo, cruces de miradas y caminos, yendo para no irse. Sin saber muy bien si había salido de la ensoñación, sin ser consciente de las voces que anunciaban el vuelo que me llevaba al destino de siempre, de nunca, la puerta que tenía enfrente se abrió. “Pasillo sin retorno”. Me levanté despacio, con la parsimonia de una lentitud aprendida frente a las prisas de la propia existencia y atravesé el quicio casi inexistente, acuoso y acristalado que reflejaba luz a raudales.  No conseguí recordar los títulos de los anuncios pegados en el cristal. Pero mi idea era en ese momento avanzar, no detenerme, no retornar…Y ese pasillo silencioso era quizás mi pasillo. Porque no encontré a nadie de vuelta, ni de ida, no había ruido de motores mecanizando los pasos caminando por mi sobre una cinta perpetua. Pasillo sin retorno en la vida, laberinto por explorar, temores por sacudir del frío mausoleo del viajar de nuestro cuerpo sin permitir que el alma se movilice en los mapas de nuestras fantasías. No se cuánto tiempo estuve caminando, pero por primera vez pude hacerlo acompañado de mis pensamientos, de mis emociones y sentires. Oí discutir a tristeza con soledad, burlarse alegría de sus largas diatribas, huir a ira. Y sentí la mano suave de Serenidad acariciando el dorso de mi mano. 
El tiempo tocó a su fin, el reloj en mi muñeca se había parado hacía mucho tiempo. Y al final del pasillo sin retorno, la puerta de madera me llamó la atención entre la sorpresa y la emoción contenida. Tras la puerta, escuché el romper de las olas. Quizás el viejo molino, una terraza inundada de flores, la silla de mimbre y el olor a yerba. 
Un pasillo sin retorno, pasos que describen círculos ensoñadores para volver a casa. A una casa en la que sentir que el final da sentido al principio. Y sonreí antes de empujar la puerta de madera… “Puedo detenerme, puedo retroceder, puedo avanzar hacia donde la Cruz de San Andrés me guíe”. Al sentarme en la hilera correspondiente al siguiente vuelo, del siguiente enlace, del siguiente viaje, tengo la extraña sensación de haber perdido la noción del tiempo. Ciudadela de puertas y compuertas, de escaleras y ascensores, asépticas, como un quirófano de sentimientos, sala de espera de ilusiones y sueños, yéndonos, volviéndonos y envolviéndonos en nosotros mismos.
Miro la puerta de cristal, enfoco mi ligera miopía guiñando los ojos para leer los cartelitos y no presto excesiva atención a lo que indican, dejando que la somnolencia habitual en mis esperas, me transporte con mayor brevedad al asiento 8F del último avión. Imágenes desordenadas, como sombras chinescas en el fresco de mi ayer.
En el dormitar sentí por un instante que alguien se me apoyaba en el hombro… Como cuando sentados en los estrechos asientos de la Continental, hace 30 años, invitábamos solidariamente a que nuestros hombros fueran almohada de descanso del vecino.
El rostro apergaminado de largos cabellos, como cascadas de nieve, me miró con la mirada de la disculpa en sus ojos azul viejo, muy viejo, aunque al vislumbrar su boca no encontré arruga que delatara esa vejez manifiesta en mi alma… Que igual no era más que reflejo de la mía.
“Mundo”, que así se llamaba el anciano de rostro juvenil, me pidió disculpas… Y me dio las gracias por permitir que mi hombro fuera nube de sueños durante un instante. LO que duró mi inconsciente incomodidad en mi propio dormitar.
Instintivamente, quizás al observar los labios cuarteados del viejo, le ofrecí la botella de agua que aceptó con un leve sorbo, como si sus labios se posaran en el hijo de agua de un manantial parido por la fuerza de las rocas. Mundo quería hablar, pero no conseguí saber cual era el vuelo que esperaba. No me preguntó hacia dónde iba, cual era mi destino, cual mi pasillo sin retorno, cual mi laberinto emocional en el devenir de la existencia. Y el anciano de vital reverdecer emocional se lió un cigarrillo con la parsimonia de quien no es consciente de las prohibiciones oficiales que marcan y limitan las conductas de los seres humanos. Creo que no fui consciente de su actitud, porque posiblemente estábamos en la intersección de las ensoñaciones. Mundo me contó que recorría aeropuertos, buscando personas perdidas en su propia realidad, vidas en tránsito, entre lágrimas y anhelos. El viejo “Mundo” me contó de sus caprichosas costumbres, invitando ocasionalmente a quienes observaba en su tristeza, invitándoles a un café de insoportable sabor pero mágico en su aroma más profundo. Constructor de islas de amor, de abrazos entre desconocidos, de encuentros teñidos de perplejidad, se deslizaba por esas ciudades de cristal y ruido, de cisternas silenciosas, de aséptico olor a mierda pixelado con perfumes de consumo de vida. Mundo es global, está en todas partes y en ninguna, Mundo es negro, blanco, mestizo, amarillento, mulato, cobrizo. Las manos de mundo saludan conectando el alma con una realidad que no imaginaba quien siente su tacto. Y mientras creía oír la voz suave, melodiosa, socarrona y balsámica del viejo, sentí que se hacía más lejana, como un eco en los acantilados que parían ballenas de mis sueños de adolescencia. Pude ver al viejo como un gigante levantándose de la sordidez de la espera, alejándose entre gentes del mundo, cruces de miradas y caminos, yendo para no irse. Sin saber muy bien si había salido de la ensoñación, sin ser consciente de las voces que anunciaban el vuelo que me llevaba al destino de siempre, de nunca, la puerta que tenía enfrente se abrió. “Pasillo sin retorno”. Me levanté despacio, con la parsimonia de una lentitud aprendida frente a las prisas de la propia existencia y atravesé el quicio casi inexistente, acuoso y acristalado que reflejaba luz a raudales. No conseguí recordar los títulos de los anuncios pegados en el cristal. Pero mi idea era en ese momento avanzar, no detenerme, no retornar…Y ese pasillo silencioso era quizás mi pasillo. Porque no encontré a nadie de vuelta, ni de ida, no había ruido de motores mecanizando los pasos caminando por mi sobre una cinta perpetua. Pasillo sin retorno en la vida, laberinto por explorar, temores por sacudir del frío mausoleo del viajar de nuestro cuerpo sin permitir que el alma se movilice en los mapas de nuestras fantasías. No se cuánto tiempo estuve caminando, pero por primera vez pude hacerlo acompañado de mis pensamientos, de mis emociones y sentires. Oí discutir a tristeza con soledad, burlarse alegría de sus largas diatribas, huir a ira. Y sentí la mano suave de Serenidad acariciando el dorso de mi mano.
El tiempo tocó a su fin, el reloj en mi muñeca se había parado hacía mucho tiempo. Y al final del pasillo sin retorno, la puerta de madera me llamó la atención entre la sorpresa y la emoción contenida. Tras la puerta, escuché el romper de las olas. Quizás el viejo molino, una terraza inundada de flores, la silla de mimbre y el olor a yerba.
Un pasillo sin retorno, pasos que describen círculos ensoñadores para volver a casa. A una casa en la que sentir que el final da sentido al principio. Y sonreí antes de empujar la puerta de madera… “Puedo detenerme, puedo retroceder, puedo avanzar hacia donde la Cruz de San Andrés me guíe”.

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