No hay paisajes, quizás sean imágenes en la
retina como ventanitas a las fantasías, los mitos que se configuran como
realidad del ser humano.
Vuelvo a encontrarme a Crispín
en el camino hacia el Paredón de San Miguel, que remata una brevísima loma que
pareciera hundirse y resurgir de la marea amarillenta de los mares de
Castilla. Los paseos dibujan las estaciones en estas tierras de luz
intensa, de cielos en los que las estrellas tienen que pedir turno para
conseguir un sitio en el infinito patio de butacas del firmamento. Hace años
parecía esquivar la mirada cuando pasaba no sin cierto temor a los mastines
malencarados que custodian el rebaño. Ahora, el pastor, que lo es desde que
nació, me espera sin saber si pasaré o no... Pero él espera. O está y yo creo
que espera.
Salto del camino al campo cuando me silba y los
perros ya no ladran. Crispín no tiene edad definida. Las arrugas de su rostro
solo indican los atardeceres que a canturreado en el silencio del campo, al
igual que sus ojos amarillentos, veteados de verdes destellos de alegría,
sentado como siempre en el mismo pedregal. Me ofrece la bota de vino y comienza
a partir el queso con sus manos, manoplas de piel y tiempo… Miramos hacia el
Paredón de San Miguel… Cada 29 de septiembre, cuando Otoño despliega sus más
bellas vestiduras a ras de horizonte, cuando el cielo del verano a vomitado
toda la lluvia de estrellas dejando a San Lorenzo seco de lágrimas, un
desconocido se acerca por el camino a lo que fuera la iglesia, cuyo muro
todavía se mantiene en pie pasados ocho siglos.
Hay quien dice que de su espalda cuelgan los restos de un ser alado.
Otros dicen que son los aperos del trabajo. Crispín sonríe…
-Es el Arcángel San Miguel. Un día se acercó
cuando llevaba a éstas a acostar.
Estaba cansado de dirigir la Corte de ángeles
celestiales buscando y luchando contra el maligno. De un lado a otro todo el
día, entre trompetas y espadazos a los fantasmas de los hombres, sin pegar pie
con bola. Se despojó de su armadura y su espada, y acude cada 29 de septiembre
hasta el Paredón. No se ha caído porque él, cuidadosamente pone unas cuantas
piedras y luego desaparece… Hasta que conoció a Bustar, una joven morena, tan
alta como Miguel, tropezando en un cruce de caminos justo un 29 de septiembre
de nadie sabe hace cuanto tiempo. Nadie sabe cuando volvió, ni siquiera si llegó a irse. Cuida de un hombre que puede ser su padre o su abuelo, en una casita cerca del río. Miguel no pudo dejar de mirar los ojos negros de aquella mujer que jamás había visto en sus alados y combativos viajes. Y el arcángel se despojó de sus alas para
acariciar la tierra del amor. Los confines del alma a través de la piel, de los
ojos de Bustar. Agarrados de la mano, el pastor observa como, cada anochecer, los enamorados se
diluyen entre sombras camino del Paredón. Y una nube espesa cubre de calor los
alrededores, haciendo invisible la danza de amor de quienes descubren que la
eternidad está entre aquellas piedras. Pero Miguel sabía que María quería
volar. Ver el mundo desde las alturas, recorrer de su mano todo aquello que su
corazón anhelaba. Él no podía darle a ella alas de ángel… Y fue entonces cuando
al besarla por última vez con su forma humana, se transformaron en dos
bellísimos cernícalos, pareja que ahora sí, la comarca sabe que allí habitan,
en el Paredón de San Miguel, custodios de las piedras y de un amor terrenal,
ahora a vista de pájaro.
Crispín me lanza una mirada seria, rasgas sus
labios para amagar una sonrisa entre dientes y agujeros, silba a los perros, se levanta y me dice hasta otra, con un gesto que ya conozco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario