jose maria

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lunes, 15 de septiembre de 2014

EL CARTÓGRAFO DE ALMAS.



Al acariciar la piel del árbol sintió sus latidos, sus venas enredadas en su tronco. Pudiera pensarse a simple vista que duerme en las profundidades del bosque, en cuyas lindes  los acantilados modelan ribetes de costa, diálogo de un mar que señala los límites a quienes quieren secar la tierra arrancándola su alma, salpicada entre la espuma del océano. 
Las manos siembran de estímulos la corteza, los dedos recorren cada cicatriz, cada relato codificado a lo largo de años sin tiempo, de un tiempo en el que solo los amaneceres y las lunas, el frío y el calor, los vientos caprichosos, abrigan o desnudan la existencia.  Aquel hombre de edad indeterminada, de largos cabellos y barba rala, ni alto ni bajo, caminante entre almas escondidas en cuerpos que él nunca pudo ver, apoyó su rostro al latir del viejo guardián del bosque.  Los ojos de Zhor nunca vieron la luz del día, envueltos de una pátina de niebla, de sombras que le han acompañado toda su existencia. En su viaje por la vida su oído y sus manos modelaron la realidad. Sus palabras siempre escasas fueron el caudal de un río emocional por el que muchas personas llegaron a bellos estuarios. Zhor aprendió a conocer  el alma de quienes sufrían, acariciando su dolor, su rostro, sintiendo en las yemas de sus dedos lágrimas de rocío, de desesperanza, de salitre que cubría los latidos de la vida. Escribía con una bella letra en grandes pergaminos los recorridos de las emociones, como cartas de navegación que señalaban las costas salvadoras a los náufragos de amor. 
Por primera vez en su larga vida, Zhor sintió la ira de no ver con sus ojos, no ver la realidad sin tener que construirla en el laboratorio de su mente.  Y al buscar el recorrido de la piel del árbol sintió como se revelaba una ruta. La isla abierta en el mar, como expresión del magma de la vida, con una lengua de tierra, una especie de istmo  que a la bajada de la marea deja pasar a un islote desconocido. En un océano de suave textura la tierra que surge del útero marino… El último mapa por diseñar para el cartógrafo de almas. Y esa noche el árbol se movió en sus entrañas. Se dibujó a sí mismo, diseccionando listones de madera en un ritual acompañado de los espíritus del bosque. El árbol que se estiliza, que se abre y se curva, que hace emerger la proa de su copa, que teje el timón con sus raíces, levantando un bello mástil en el centro de la crujía. Se desplegó de sus ramas la botavara y las hojas se cosieron entre sí para izar la vela mayor y el foque, de verdes y suaves brillos, perennes como ellas. Árbol convertido en barco de sueños, árbol que abre las olas con su proa orgullosa. Y Zhor se encontró al amanecer navegando, acariciando la caña, sintiendo el viento bonancible, hecho, seguro, vientos que le dieron la libertad en su ceguera,  la ausencia de voces que le permitían escuchar la suya. Y en la noche de calma chicha, Zhor cerró sus ojos mudos para descansar. El sueño le arropó de la brisa y le llevó a la playa minúscula escondida entre dos brazos de rocoso acantilado. Sintió el calor de la arena en su espalda desnuda, las suaves voces de hombres y mujeres que llenaban el ambiente de nuevas emociones en el corazón de Zhor. Presencias, tal vez, sentadas alrededor de una mesa de madera, cuyo tacto recordaba al del viejo árbol del último bosque… Presencias que le saludaron en la cena isleña. Ira, Alegría, Miedo y Tristeza, le observaban en el centro de la mesa. Mientras tanto,  Amor, Sorpresa, Vergüenza y Aversión conversaban entre ellas mirándole de reojo entre risitas, mientras leían papeles en los que podía escuchar una parte del relato de su propia vida.  Y allí, en aquel territorio de nadie, en aquella orilla de la existencia, Zhor pudo dibujar la última cartografía… La de su alma, aceptando a las emociones como propias, dejando que le contaran su propia experiencia en el ser y sentir del hombre ciego. La tristeza negada de su ceguera, el Miedo recurrente vencido una y otra vez, señal de su constante presencia en su vida, la Ira siempre contenida, abrazada a la tristeza en una danza sin fin, la Alegría de un instante, tantas veces ventanal de sueños. Pudo escucharlas en su interior, pudieron expresarse a través de su voz, dejando que el Amor brotara por Sorpresa, sin vergüenza, sin la aversión a su propia vida.  Quizás la bella mujer que le despidió esa noche con un beso como el viento fresco, que dijo llamarse Luz, le regaló la vista… Porque al despertar por el sacudir de la vela arropando viento, pudo ver el horizonte. Ciego de emociones, siempre dibujando mapas de emociones ajenas, hoy, en su barco de sueños, podía verse sonriendo, virando rumbo a la costa de la que partió.

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