Al acariciar la piel del árbol
sintió sus latidos, sus venas enredadas en su tronco. Pudiera pensarse a simple
vista que duerme en las profundidades del bosque, en cuyas lindes los acantilados modelan ribetes de costa,
diálogo de un mar que señala los límites a quienes quieren secar la tierra
arrancándola su alma, salpicada entre la espuma del océano.
Las manos siembran de estímulos
la corteza, los dedos recorren cada cicatriz, cada relato codificado a lo largo
de años sin tiempo, de un tiempo en el que solo los amaneceres y las lunas, el
frío y el calor, los vientos caprichosos, abrigan o desnudan la
existencia. Aquel hombre de edad
indeterminada, de largos cabellos y barba rala, ni alto ni bajo, caminante
entre almas escondidas en cuerpos que él nunca pudo ver, apoyó su rostro al
latir del viejo guardián del bosque. Los
ojos de Zhor nunca vieron la luz del día, envueltos de una pátina de niebla, de
sombras que le han acompañado toda su existencia. En su viaje por la vida su
oído y sus manos modelaron la realidad. Sus palabras siempre escasas fueron el
caudal de un río emocional por el que muchas personas llegaron a bellos
estuarios. Zhor aprendió a conocer el
alma de quienes sufrían, acariciando su dolor, su rostro, sintiendo en las
yemas de sus dedos lágrimas de rocío, de desesperanza, de salitre que cubría
los latidos de la vida. Escribía con una bella letra en grandes pergaminos los
recorridos de las emociones, como cartas de navegación que señalaban las costas
salvadoras a los náufragos de amor.
Por primera vez en su larga vida,
Zhor sintió la ira de no ver con sus ojos, no ver la realidad sin tener que
construirla en el laboratorio de su mente.
Y al buscar el recorrido de la piel del árbol sintió como se revelaba
una ruta. La isla abierta en el mar, como expresión del magma de la vida, con
una lengua de tierra, una especie de istmo
que a la bajada de la marea deja pasar a un islote desconocido. En un
océano de suave textura la tierra que surge del útero marino… El último mapa
por diseñar para el cartógrafo de almas. Y esa noche el árbol se movió en sus
entrañas. Se dibujó a sí mismo, diseccionando listones de madera en un ritual
acompañado de los espíritus del bosque. El árbol que se estiliza, que se abre y
se curva, que hace emerger la proa de su copa, que teje el timón con sus
raíces, levantando un bello mástil en el centro de la crujía. Se desplegó de
sus ramas la botavara y las hojas se cosieron entre sí para izar la vela mayor
y el foque, de verdes y suaves brillos, perennes como ellas. Árbol convertido
en barco de sueños, árbol que abre las olas con su proa orgullosa. Y Zhor se
encontró al amanecer navegando, acariciando la caña, sintiendo el viento
bonancible, hecho, seguro, vientos que le dieron la libertad en su ceguera, la ausencia de voces que le permitían
escuchar la suya. Y en la noche de calma chicha, Zhor cerró sus ojos mudos para
descansar. El sueño le arropó de la brisa y le llevó a la playa minúscula
escondida entre dos brazos de rocoso acantilado. Sintió el calor de la arena en
su espalda desnuda, las suaves voces de hombres y mujeres que llenaban el
ambiente de nuevas emociones en el corazón de Zhor. Presencias, tal vez,
sentadas alrededor de una mesa de madera, cuyo tacto recordaba al del viejo
árbol del último bosque… Presencias que le saludaron en la cena isleña. Ira,
Alegría, Miedo y Tristeza, le observaban en el centro de la mesa. Mientras
tanto, Amor, Sorpresa, Vergüenza y
Aversión conversaban entre ellas mirándole de reojo entre risitas, mientras
leían papeles en los que podía escuchar una parte del relato de su propia
vida. Y allí, en aquel territorio de
nadie, en aquella orilla de la existencia, Zhor pudo dibujar la última
cartografía… La de su alma, aceptando a las emociones como propias, dejando que
le contaran su propia experiencia en el ser y sentir del hombre ciego. La
tristeza negada de su ceguera, el Miedo recurrente vencido una y otra vez,
señal de su constante presencia en su vida, la Ira siempre contenida, abrazada
a la tristeza en una danza sin fin, la Alegría de un instante, tantas veces
ventanal de sueños. Pudo escucharlas en su interior, pudieron expresarse a
través de su voz, dejando que el Amor brotara por Sorpresa, sin vergüenza, sin
la aversión a su propia vida. Quizás la
bella mujer que le despidió esa noche con un beso como el viento fresco, que
dijo llamarse Luz, le regaló la vista… Porque al despertar por el sacudir de la
vela arropando viento, pudo ver el horizonte. Ciego de emociones, siempre
dibujando mapas de emociones ajenas, hoy, en su barco de sueños, podía verse
sonriendo, virando rumbo a la costa de la que partió.
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