Ha dejado de llover. El olor de
la hierba, de los árboles que rodean el viejo monasterio perfuma el ambiente,
llegando hasta el oratorio, esquilándose por la frondosa enredadera que acaricia
las piedras centenarias de la fachada norte. Inspira Donato el aroma, sentado
en la vieja butaca, con los ojos entornados, saludando a un otoño caprichoso,
cálido y multicolor que salpica de colores el atardecer de la campiña.
La estancia hace muchos años que
dejó de ser el lugar de oración de los tres monjes que le dieron un hogar huyendo del horror de la purga de rebeldes que
acabó con la vida de su padre, violinista, de su madre, una encantadora
profesora de arte y de su hermano, que en aquella época ya estaba estudiando en
la facultad de bellas artes. El sistema monocolor, la bandera monocolor con un
extraño escudo coronado, las gentes reconducidas a sus funciones en sus micro
mundos micro felices, el dolor, la
ausencia. Los recuerdos ahora, más allá de la medianía de su vida, no le
destila lágrimas, salvo por los recuerdos de quienes fueron sus padres
adoptivos, ese trío de monjes alocados que le miraron con una calida sonrisa en
la noche de abismos. Luca, el boticario, químico y extraordinario cocinero,
socarrón y menudo, hacedor de pócimas y elixires que nacían de los
conocimientos de un mundo vegetal que le ofrecía infinitas posibilidades
curativas y culinarias. Felipe, el monje jardinero, de manos como ramas
luminosas que acariciaban el entorno del convento, a quien la tierra le
agradecía cada día su amor por ella con los mejores productos de una huerta en
la que crecía de todo. Eduardo, el bibliotecario, que tras sus gafitas
redondas, siempre ligeramente inclinadas hacia la izquierda de su rostro,
acumuló 30. 000 volúmenes en las majestuosas estanterías de la torre. Sabio en
su silencio, siempre fue el más cálido, quien abrazó a Donato en sus
pesadillas, quien le veló las pérdidas y le secó las lágrimas dibujando su
sonrisa en finos papeles que hacía muchísimos años, según decía, habían
desaparecido de las manos de quienes antes leían en papel. Libros que Donato
leía a medida que crecía, bajo la atenta mirada de los tres curas que poco
rezaban y mucho trabajan en su amor por sus tareas. Le educaron con cariño.
Cada año se vestían con sus ropas convencionales, a veces extravagantes,
raramente elegantes para el gusto del joven y salían con sus bicicletas por las
sendas que desembocaban en la inmensa lengua de arena que buscaba las caricias del mar abierto.
Allí comían, paseaban y los tres viejetes miraban con especial atención a las
jóvenes que cabalgan sobre las olas manteniendo el equilibro en una tabla.
Algunas veces se acercaron en
autobús, que pasaba a 60 Km
de su refugio de piedra, a la gran ciudad, a un día de viaje. Paseaban por sus
calles observando pantallas, personas pantallas, miradas conectadas a un
smartphone, artilugios en las orejas, hombres y mujeres que parecían hablar
solos y que, hace 50 años hubieran sido recogidos con más o menos educación
bajo la justificación de su locura.
Museos audiovisuales, escuelas audiovisuales, casas inteligentes que
todo lo controlaban, hasta los horarios de cada miembro de las familias.
Donato miró por la cristalera la
explosión de otoño, las tres tumbas en el jardín. Allí, mirando al sur, enterró
a aquellos tres hombres que jamás le preguntaron, que siempre respondieron a
sus preguntas. Tres tumbas que le decidieron a hacer de aquel convento su hogar
para siempre. Tres disidentes bajo túnicas protectoras, tres fuentes de amor a
la vida en toda su expresión. Arregló poco
a poco las viejas estancias, lijó con mimo las interminables estanterías de
Eduardo, dio color y vida a las amplias paredes del salón pintándolas con
extravagantes formas que le recordaban a los movimientos de Felipe en el
jardín. Y recordó sus paseos a la playa
en otoño, de mediodías tibios y remolones, de mareas vivas. Allí escribía una
suerte de poemas que dejaba en la arena
para que el viento jugara con ellos. Allí conoció a Justine acariciando la
tabla en la que se deslizaba por los túneles de las olas. Recuerda la furgoneta
en la que viajaba con su hijo Baltasar, un crío rubio como su madre, de ojos
negros como los de su madre y en la que llevaba libros, cuadernos, el hornillo
de gas, ropa de abrigo y un violín.
Sonríe feliz, al mirar la furgoneta
destartalada en las proximidades del convento. María enseña música a los niños
que ahora acuden al convento escuela desde los pueblecitos cercanos. Algunos
viven allí, niñas y niños abandonados, desarraigados, con cicatrices en el
alma. Pequeños mundos en expansión que se abren camino a través de su propio
dolor, recuerdos que flotan en sus sueños y que la música del violín de Balthazar
apacigua entre los quejidos de la tormenta.
Suena de golpe el despertador
programado para no callar, saludándolo por su nombre.
Los ojos de Donato se abren de
golpe, teniendo en su pensamiento onírico una última imagen. Una rosa pálida,
indeleble, que rezuma vida sobre una superficie blanca blanca. Quizás no es una tumba, tal
vez es el mármol de la mesa de Luca, quizás el amor de María, la música de
Baltasar o el susurro de las olas.
Su padre le despide animándole a
levantarse mientras se aleja con su violín como arma de vida. Los papeles que
por la noche escribió siguen en el suelo, al pie de la cama. Y el joven ese día salió de casa sin su
smartphone. ¿Se la había olvidado? No
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