jose maria

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jueves, 25 de septiembre de 2014

OTOÑO



Ha dejado de llover. El olor de la hierba, de los árboles que rodean el viejo monasterio perfuma el ambiente, llegando hasta el oratorio, esquilándose por la frondosa enredadera que acaricia las piedras centenarias de la fachada norte. Inspira Donato el aroma, sentado en la vieja butaca, con los ojos entornados, saludando a un otoño caprichoso, cálido y multicolor que salpica de colores el atardecer de la campiña.
La estancia hace muchos años que dejó de ser el lugar de oración de los tres monjes que le dieron un hogar  huyendo del horror de la purga de rebeldes que acabó con la vida de su padre, violinista, de su madre, una encantadora profesora de arte y de su hermano, que en aquella época ya estaba estudiando en la facultad de bellas artes. El sistema monocolor, la bandera monocolor con un extraño escudo coronado, las gentes reconducidas a sus funciones en sus micro mundos micro felices,  el dolor, la ausencia. Los recuerdos ahora, más allá de la medianía de su vida, no le destila lágrimas, salvo por los recuerdos de quienes fueron sus padres adoptivos, ese trío de monjes alocados que le miraron con una calida sonrisa en la noche de abismos. Luca, el boticario, químico y extraordinario cocinero, socarrón y menudo, hacedor de pócimas y elixires que nacían de los conocimientos de un mundo vegetal que le ofrecía infinitas posibilidades curativas y culinarias. Felipe, el monje jardinero, de manos como ramas luminosas que acariciaban el entorno del convento, a quien la tierra le agradecía cada día su amor por ella con los mejores productos de una huerta en la que crecía de todo. Eduardo, el bibliotecario, que tras sus gafitas redondas, siempre ligeramente inclinadas hacia la izquierda de su rostro, acumuló 30. 000 volúmenes en las majestuosas estanterías de la torre. Sabio en su silencio, siempre fue el más cálido, quien abrazó a Donato en sus pesadillas, quien le veló las pérdidas y le secó las lágrimas dibujando su sonrisa en finos papeles que hacía muchísimos años, según decía, habían desaparecido de las manos de quienes antes leían en papel. Libros que Donato leía a medida que crecía, bajo la atenta mirada de los tres curas que poco rezaban y mucho trabajan en su amor por sus tareas. Le educaron con cariño. Cada año se vestían con sus ropas convencionales, a veces extravagantes, raramente elegantes para el gusto del joven y salían con sus bicicletas por las sendas que desembocaban en la inmensa lengua de arena  que buscaba las caricias del mar abierto. Allí comían, paseaban y los tres viejetes miraban con especial atención a las jóvenes que cabalgan sobre las olas manteniendo el equilibro en una tabla.
Algunas veces se acercaron en autobús, que pasaba a 60 Km de su refugio de piedra, a la gran ciudad, a un día de viaje. Paseaban por sus calles observando pantallas, personas pantallas, miradas conectadas a un smartphone, artilugios en las orejas, hombres y mujeres que parecían hablar solos y que, hace 50 años hubieran sido recogidos con más o menos educación bajo la justificación de su locura.  Museos audiovisuales, escuelas audiovisuales, casas inteligentes que todo lo controlaban, hasta los horarios de cada miembro de las familias.
Donato miró por la cristalera la explosión de otoño, las tres tumbas en el jardín. Allí, mirando al sur, enterró a aquellos tres hombres que jamás le preguntaron, que siempre respondieron a sus preguntas. Tres tumbas que le decidieron a hacer de aquel convento su hogar para siempre. Tres disidentes bajo túnicas protectoras, tres fuentes de amor a la vida en toda su expresión.  Arregló poco a poco las viejas estancias, lijó con mimo las interminables estanterías de Eduardo, dio color y vida a las amplias paredes del salón pintándolas con extravagantes formas que le recordaban a los movimientos de Felipe en el jardín.  Y recordó sus paseos a la playa en otoño, de mediodías tibios y remolones, de mareas vivas. Allí escribía una suerte de poemas  que dejaba en la arena para que el viento jugara con ellos. Allí conoció a Justine acariciando la tabla en la que se deslizaba por los túneles de las olas. Recuerda la furgoneta en la que viajaba con su hijo Baltasar, un crío rubio como su madre, de ojos negros como los de su madre y en la que llevaba libros, cuadernos, el hornillo de gas, ropa de abrigo y un violín.
Sonríe feliz, al mirar la furgoneta destartalada en las proximidades del convento. María enseña música a los niños que ahora acuden al convento escuela desde los pueblecitos cercanos. Algunos viven allí, niñas y niños abandonados, desarraigados, con cicatrices en el alma. Pequeños mundos en expansión que se abren camino a través de su propio dolor, recuerdos que flotan en sus sueños y que la música del violín de Balthazar apacigua entre los quejidos de la tormenta.
Suena de golpe el despertador programado para no callar, saludándolo por su nombre.
Los ojos de Donato se abren de golpe, teniendo en su pensamiento onírico una última imagen. Una rosa pálida, indeleble, que rezuma vida sobre una superficie blanca blanca. Quizás no es una tumba, tal vez es el mármol de la mesa de Luca, quizás el amor de María, la música de Baltasar o el susurro de las olas.
Su padre le despide animándole a levantarse mientras se aleja con su violín como arma de vida. Los papeles que por la noche escribió siguen en el suelo, al pie de la cama.  Y el joven ese día salió de casa sin su smartphone. ¿Se la había olvidado? No

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