jose maria

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domingo, 26 de octubre de 2014

MIGUELITO, MIGUEL. UNA PULSIÓN ADOLESCENTE


MIGUELITO...MIGUEL. UNA PULSIÓN ADOLESCENTE

Miguelito fue rebautizado como Miguel el mismo día en el que Lucia le miró a través de sus ojos, dos agua marinas casi transparentes, si no fuera por la intensa expresividad que dimanaba de sus pobladas cejas que angulaban su expresión, bajo el cobijo de su bella melena dorada. El medio día era fresco en la pequeña iglesia, encalada en su fachada, desnuda la piedra en su interior. La misa de doce parecía no llegar nunca a su fin. Don Lucas, el párroco, sintiéndose inspirado en la homilía, enredado entre los pecados capitales y las virtudes, había consumido casi media hora en desenredar el ovillo imaginario entre feligreses a los que conocía de toda la vida. El joven monaguillo aguantaba el incensario dejando que la humareda liberada por su vaivén le adormilara los sentidos observando a Lucía en la primera fila flanqueada por su tía María y Doña Carmen, una tía abuela enlutada desde hace más de 30 años. Las gotas de sudor parecían brotar como las setas de primavera en la frente del ayudante del cura, allí extasiado, más alto que el oficiante, con la casulla remilgada, dejando ver unas piernas delgadas rematadas por los calcetines blancos y los zapatos de charol negros. La primavera llega pronto y calurosa a la villa marinera, entre naranjos y viñedos y Miguel se enfunda sus pantalones cortos por comodidad, aunque ese día vuelva a arrepentirse al observar los ojos curiosos de su  musa adolescente, viajando hacia sus pantorrillas como quien contempla los movimientos de la libélula en la laguna. Huérfano de padre muy temprano, tanto que la memoria de Miguel no recuerda su rostro, ni siquiera su voz, su madre se marchó de la isla siendo él un niño, muy niño. Se fue de la mano de un hombre calvo, alto, de ojos apagados y una boca estrecha, administrador de las fincas de un marqués, dueño de buena parte de las tierras que producían el delicioso vino blanco que se bebía en toda la comarca…  El miedo y el sentimiento de abandono se fue curando en la casa del abuelo Matías, bibliotecario, encuadernador, ebanista y eterno pescador, donde creció, devoró libros desde que las letras se convirtieron en palabras y las palabras en imágenes en su mente, a caballo entre los 4 y 5 años. La tienda de libros, de todo tipo, poco vendía salvo cuando los turistas compraban los viejos tomos como si de souvenirs se tratasen. Acaba la misa, por fin y Miguel observa a Lucía una vez más. Recuerda en ese momento mientras el viejísimo organista saca los últimos suspiros de su tubería, el beso. El beso de Lucía de la tarde noche anterior. El beso que no le ha dejado dormir, ni comer, ni escuchar. El beso que le transportó a los confines de un mundo onírico, entre el sopor y el deseo. Y entre pensamientos que D. Lucas hubiera puesto en cuarentena, en el purgatorio de la lujuria, aunque el se encontraba en el infierno del deseo, vio como la joven se alejaba de espaldas al pequeño altar, haciéndole sentir pequeño, diminuto con sus canillas al aire. Pudo verla abrazarse en la puerta de la Iglesia a un hombre alto, de poblada barba y ojos tan azules como los de su amada. Cobijada en su chaquetón de franela bajo la mirada taciturna de su tía y la vieja enlutada que siempre tenía su mirada puesta allí donde se encontraba “la niña”. 
Cuando se quiso dar cuenta, era demasiado tarde. Lucía se había marchado con su padre, recién llegado, a bordo de un barco que solo llegó a ver desde la gruta de piedra a medio camino de la cima en la que el cráter del “Recuerdo”, esbelto y poderoso dando la espalda a su insignificante presencia.  Las lágrimas de la desesperación y la rabia dieron paso a los trazos en las paredes lisas de la cueva. Allí Miguel, desde hacía dos años, pintaba con los oleos y los gruesos lápices de carbón que el abuelo conservaba en su estudio. Luminosas imágenes en las que siempre dibujaba una barquita, en la que se mezclaban los dioses mitológicos de los libros de Matías, con sus ensoñaciones de viajes fantásticos,  de lugares sorprendentes como la vida paseando por su propia mente. Esa tarde la luz entraba a raudales por la oquedad de la gruta. Y allí desnudó a los amantes sobre la roca, entre trazos finos y una dosis inmensa de amorosa imaginación.  Aquella pared de piedra fue tatuada con las pasiones de un adolescente que expresaba en silencio lo que se ahogaba en su pecho.  
A la mañana siguiente, le despertó el gallo tan confuso como siempre. Empapado en sudor, salió de su dormitorio para encontrarse de bruces a su abuelo.  El viejo padre, abuelo, compañero, madre y maestro, le sonrió de una forma distinta a la habitual, una sonrisa severa, como si, efectivamente, mirara a Miguel, no a Miguelito.  Y allí, bajo el candil del amanecer le dio una hoja en forma de rollo. Al abrirlo, pudo ver dibujado un mapa dibujado a mano, líneas delicadas trazadas en rojo, marcando la isla y una ruta…
Firmaba Lucía. El corazón de Miguel estuvo a punto de salirse de su pecho mientras el abuelo caminaba ya por un viejo túnel existente en lo que fue una bodega. Un laberinto escalonado que le llevó a un muelle natural donde estaba fondeada la preciosa barca que Matías había estado construyendo para él año tras año. Dos delfines jugaban cerca.
-Mi querido niño, creo que ha llegado la hora. Sabes navegar, mucho mejor que yo. Llevar en el bote todo lo necesario para alcanzar al Spirit. Navega hacia el sur. Y los delfines te marcarán la ruta y empujarán el bote si el tiempo apremia. Yo velaré por tus dibujos, pero tú debes dibujar la vida fuera de aquí. En la cajita cerrada llevas tus libros favoritos. No mires hacia atrás. El recuerdo es tu relato. Aquí no puedes seguir escribiendo la vida. 
Y El abrazo con el abuelo fue tan intenso como eterno. Y el “Matías” puso su breve proa al sur acompañado de esos dos delfines que hace años salvaron la vida al viejo en una tormenta en alta mar, llevándolo a la playa.  
Aquel adolescente con alma de hombre siguió los rastros del amor, dde las pulsiones de la vida. Quizás un día podamos conocer algo de Miguel si tiene a bien darnos alguna pista de su existir.
Miguelito fue rebautizado como Miguel el mismo día en el que Lucia le miró a través de sus ojos, dos agua marinas casi transparentes, si no fuera por la intensa expresividad que dimanaba de sus pobladas cejas que angulaban su expresión, bajo el cobijo de su bella melena dorada. El medio día era fresco en la pequeña iglesia, encalada en su fachada, desnuda la piedra en su interior. La misa de doce parecía no llegar nunca a su fin. Don Lucas, el párroco, sintiéndose inspirado en la homilía, enredado entre los pecados capitales y las virtudes, había consumido casi media hora en desenredar el ovillo imaginario entre feligreses a los que conocía de toda la vida. El joven monaguillo aguantaba el incensario dejando que la humareda liberada por su vaivén le adormilara los sentidos observando a Lucía en la primera fila flanqueada por su tía María y Doña Carmen, una tía abuela enlutada desde hace más de 30 años. Las gotas de sudor parecían brotar como las setas de primavera en la frente del ayudante del cura, allí extasiado, más alto que el oficiante, con la casulla remilgada, dejando ver unas piernas delgadas rematadas por los calcetines blancos y los zapatos de charol negros. La primavera llega pronto y calurosa a la villa marinera, entre naranjos y viñedos y Miguel se enfunda sus pantalones cortos por comodidad, aunque ese día vuelva a arrepentirse al observar los ojos curiosos de su musa adolescente, viajando hacia sus pantorrillas como quien contempla los movimientos de la libélula en la laguna. Huérfano de padre muy temprano, tanto que la memoria de Miguel no recuerda su rostro, ni siquiera su voz, su madre se marchó de la isla siendo él un niño, muy niño. Se fue de la mano de un hombre calvo, alto, de ojos apagados y una boca estrecha, administrador de las fincas de un marqués, dueño de buena parte de las tierras que producían el delicioso vino blanco que se bebía en toda la comarca… El miedo y el sentimiento de abandono se fue curando en la casa del abuelo Matías, bibliotecario, encuadernador, ebanista y eterno pescador, donde creció, devoró libros desde que las letras se convirtieron en palabras y las palabras en imágenes en su mente, a caballo entre los 4 y 5 años. La tienda de libros, de todo tipo, poco vendía salvo cuando los turistas compraban los viejos tomos como si de souvenirs se tratasen. Acaba la misa, por fin y Miguel observa a Lucía una vez más. Recuerda en ese momento mientras el viejísimo organista saca los últimos suspiros de su tubería, el beso. El beso de Lucía de la tarde noche anterior. El beso que no le ha dejado dormir, ni comer, ni escuchar. El beso que le transportó a los confines de un mundo onírico, entre el sopor y el deseo. Y entre pensamientos que D. Lucas hubiera puesto en cuarentena, en el purgatorio de la lujuria, aunque el se encontraba en el infierno del deseo, vio como la joven se alejaba de espaldas al pequeño altar, haciéndole sentir pequeño, diminuto con sus canillas al aire. Pudo verla abrazarse en la puerta de la Iglesia a un hombre alto, de poblada barba y ojos tan azules como los de su amada. Cobijada en su chaquetón de franela bajo la mirada taciturna de su tía y la vieja enlutada que siempre tenía su mirada puesta allí donde se encontraba “la niña”.
Cuando se quiso dar cuenta, era demasiado tarde. Lucía se había marchado con su padre, recién llegado, a bordo de un barco que solo llegó a ver desde la gruta de piedra a medio camino de la cima en la que el cráter del “Recuerdo”, esbelto y poderoso dando la espalda a su insignificante presencia. Las lágrimas de la desesperación y la rabia dieron paso a los trazos en las paredes lisas de la cueva. Allí Miguel, desde hacía dos años, pintaba con los oleos y los gruesos lápices de carbón que el abuelo conservaba en su estudio. Luminosas imágenes en las que siempre dibujaba una barquita, en la que se mezclaban los dioses mitológicos de los libros de Matías, con sus ensoñaciones de viajes fantásticos, de lugares sorprendentes como la vida paseando por su propia mente. Esa tarde la luz entraba a raudales por la oquedad de la gruta. Y allí desnudó a los amantes sobre la roca, entre trazos finos y una dosis inmensa de amorosa imaginación. Aquella pared de piedra fue tatuada con las pasiones de un adolescente que expresaba en silencio lo que se ahogaba en su pecho.
A la mañana siguiente, le despertó el gallo tan confuso como siempre. Empapado en sudor, salió de su dormitorio para encontrarse de bruces a su abuelo. El viejo padre, abuelo, compañero, madre y maestro, le sonrió de una forma distinta a la habitual, una sonrisa severa, como si, efectivamente, mirara a Miguel, no a Miguelito. Y allí, bajo el candil del amanecer le dio una hoja en forma de rollo. Al abrirlo, pudo ver dibujado un mapa dibujado a mano, líneas delicadas trazadas en rojo, marcando la isla y una ruta…
Firmaba Lucía. El corazón de Miguel estuvo a punto de salirse de su pecho mientras el abuelo caminaba ya por un viejo túnel existente en lo que fue una bodega. Un laberinto escalonado que le llevó a un muelle natural donde estaba fondeada la preciosa barca que Matías había estado construyendo para él año tras año. Dos delfines jugaban cerca.
-Mi querido niño, creo que ha llegado la hora. Sabes navegar, mucho mejor que yo. Llevar en el bote todo lo necesario para alcanzar al Spirit. Navega hacia el sur. Y los delfines te marcarán la ruta y empujarán el bote si el tiempo apremia. Yo velaré por tus dibujos, pero tú debes dibujar la vida fuera de aquí. En la cajita cerrada llevas tus libros favoritos. No mires hacia atrás. El recuerdo es tu relato. Aquí no puedes seguir escribiendo la vida.
Y El abrazo con el abuelo fue tan intenso como eterno. Y el “Matías” puso su breve proa al sur acompañado de esos dos delfines que hace años salvaron la vida al viejo en una tormenta en alta mar, llevándolo a la playa.
Aquel adolescente con alma de hombre siguió los rastros del amor, dde las pulsiones de la vida. Quizás un día podamos conocer algo de Miguel si tiene a bien darnos alguna pista de su existir.

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