jose maria

jose maria

lunes, 24 de noviembre de 2014

ALZHEIMER Y ANTON



La cadencia de su voz alzó al viento sus palabras teñidas de timidez. Nunca se había deshecho de ella, acompañando sus largos años en aquella aula de la quinta planta del colegio en el que impartía clases de Filosofía a pesar de haber sobrepasado la edad en la que debía retirarse de la docencia.  La arboleda se viste hoy, como cada primavera para hacer sonreír al viejo profesor que, ante el susurro de la brisa que se cuela por la ventana entre abierta, se gira observando la melena verde y enredada de sus pasivos admiradores arraigados a la tierra de nadie y de todos, laberinto de juegos infantiles, de llantos de desamor que inundaron sus cortezas, de besos furtivos, robados y secretos entre campanadas que nunca fueron sustituidas por las estrepitosas sirenas de fábricas de conocimiento.  Antón ya no toma medicamentos, porque se le olvida. El olvido está en los ojos de quienes le quieren, aunque no reconoce el querer en los ojos de quienes le cuidan.  La pátina de ausencia le aleja a los abismos de la inexistencia. Alzheimer, un nombre propio, que impropio ser rebautizado como aquel que no se es.
Antón vive en un vasto territorio de lagunas, enredado en pensamientos que se convierten en breves fotogramas que pega cada día con ternura en lo más profundo de su mente.  Antón está vivo, él lo sabe, sus impulsos lo constatan, ajeno a casi todo, a su pasado, pero no a su avidez de relatar historias que no necesitan de recuerdos, sino que brotan como el magma del volcán. Y en la vieja clase, sus alumnos son sombras con las que dibuja palabras, pero oye lo que dicen, sus ojos de un azul envejecido observan curiosos a quienes cada semana acuden felices al taller que una vez fue de Filosofía, que ahora es una experiencia de vida. Vuelve a mirar al fondo, y allí contempla la sonrisa de una mujer que platea los cabellos, como destellos de luna en una noche de pleamar. Sus ojos negros, azabaches resplandecientes parecen esconder a una niña en su semblanza de venerable anciana. Sonríe ampliamente, y, aunque él no sabe cual es el motivo, devuelve la sonrisa. Los libros envejecen a la velocidad de Antón, pero todas las sillas están ocupadas por jóvenes que le miran en silencio. ¿Qué raro que siendo tan jóvenes estén tan callados? No hay más recuerdo que el deseo de vivir ese día, de aprender para olvidar, sabiendo que mañana volverá a aprender y lo que él olvide otros lo recogerán del suelo de la nada. Se giró Antón hacia la enorme pizarra. Y entonces su sonrisa fue la del niño que una vez sintió todo el poder de la alegría en su corazón. De forma instintiva comenzó a dibujar con sus tizas de colores, pero ese día solo dibujó una puerta. Miró con un resplandor travieso a los presentes,  acercó la mano a la manilla del dibujo y muy despacio abrió la puerta hacia adentro, dejando que la luz de la primavera, de esa o de cualquier otra se colara buscando nutrir las sombras de la sala.  Los alumnos perplejos se pusieron de pie entre la curiosidad y el temor, pero el viejo profesor no dudo en sacudir la mano invitándoles a acompañarle. Y Tras la puerta se abrió una campiña con múltiples senderos, repletos de manzanos en perfectas hileras, tropas de belleza y exuberancia rematadas por almendros salpicados camino de un mar que se presume lejano tras las lomas donde el sol amenaza esconderse. Bajaron caminando profesor y alumnos, entre risas y preguntas sin respuesta… Y en la yerba acolchada de esa tierra solo conocida por Antón, se tumbaron a mirar la transformación de las nubes. Fue en ese momento cuando el profesor sintió su mente libre. Libre de recuerdos pero llena de una felicidad que conectaba con quienes allí compartían el momento. Y Antón comenzó a contar un cuento relacionado con las diatribas aristotélicas. Los relatos inventados no necesitan memoria, pensó Antón… Y los presentes comenzaron entonces a dibujar con palabras relatos que beben de las fuentes del amor, del odio, de las heridas de la vida, significados que danzan como bailan las palabras.
Toca la campana y Antón se sobresalta sentado en su silla de madera, entre libros que lo observan desde sus portadas gritando la caricia de sus largos dedos. Se ha quedado dormido. Al abrir los ojos ensoñadores y ajenos a la vida contada desde la infancia, una mujer de cabellos plateados y ojos negros le sonríe… ¿Cómo cada día?  No sabe…
Hola Antón, soy María. Te quiero.
Y Antón tiene la impresión de que esas palabras le resuenan hace mucho en su mente, en los trocitos de memoria que agonizan en el océano del olvido.
-Anoche te dejaste la puerta de la pizarra abierta… Y Antón pensó, “dos no olvidan si uno no quiere”.

No hay comentarios: