La cadencia de su voz alzó al
viento sus palabras teñidas de timidez. Nunca se había deshecho de ella,
acompañando sus largos años en aquella aula de la quinta planta del colegio en
el que impartía clases de Filosofía a pesar de haber sobrepasado la edad en la
que debía retirarse de la docencia. La
arboleda se viste hoy, como cada primavera para hacer sonreír al viejo profesor
que, ante el susurro de la brisa que se cuela por la ventana entre abierta, se
gira observando la melena verde y enredada de sus pasivos admiradores
arraigados a la tierra de nadie y de todos, laberinto de juegos infantiles, de
llantos de desamor que inundaron sus cortezas, de besos furtivos, robados y
secretos entre campanadas que nunca fueron sustituidas por las estrepitosas
sirenas de fábricas de conocimiento.
Antón ya no toma medicamentos, porque se le olvida. El olvido está en
los ojos de quienes le quieren, aunque no reconoce el querer en los ojos de
quienes le cuidan. La pátina de ausencia
le aleja a los abismos de la inexistencia. Alzheimer, un nombre propio, que
impropio ser rebautizado como aquel que no se es.
Antón vive en un vasto territorio
de lagunas, enredado en pensamientos que se convierten en breves fotogramas que
pega cada día con ternura en lo más profundo de su mente. Antón está vivo, él lo sabe, sus impulsos lo
constatan, ajeno a casi todo, a su pasado, pero no a su avidez de relatar
historias que no necesitan de recuerdos, sino que brotan como el magma del
volcán. Y en la vieja clase, sus alumnos son sombras con las que dibuja
palabras, pero oye lo que dicen, sus ojos de un azul envejecido observan
curiosos a quienes cada semana acuden felices al taller que una vez fue de
Filosofía, que ahora es una experiencia de vida. Vuelve a mirar al fondo, y
allí contempla la sonrisa de una mujer que platea los cabellos, como destellos
de luna en una noche de pleamar. Sus ojos negros, azabaches resplandecientes
parecen esconder a una niña en su semblanza de venerable anciana. Sonríe
ampliamente, y, aunque él no sabe cual es el motivo, devuelve la sonrisa. Los
libros envejecen a la velocidad de Antón, pero todas las sillas están ocupadas
por jóvenes que le miran en silencio. ¿Qué raro que siendo tan jóvenes estén
tan callados? No hay más recuerdo que el deseo de vivir ese día, de aprender
para olvidar, sabiendo que mañana volverá a aprender y lo que él olvide otros
lo recogerán del suelo de la nada. Se giró Antón hacia la enorme pizarra. Y
entonces su sonrisa fue la del niño que una vez sintió todo el poder de la
alegría en su corazón. De forma instintiva comenzó a dibujar con sus tizas de
colores, pero ese día solo dibujó una puerta. Miró con un resplandor travieso a
los presentes, acercó la mano a la
manilla del dibujo y muy despacio abrió la puerta hacia adentro, dejando que la
luz de la primavera, de esa o de cualquier otra se colara buscando nutrir las
sombras de la sala. Los alumnos
perplejos se pusieron de pie entre la curiosidad y el temor, pero el viejo
profesor no dudo en sacudir la mano invitándoles a acompañarle. Y Tras la
puerta se abrió una campiña con múltiples senderos, repletos de manzanos en
perfectas hileras, tropas de belleza y exuberancia rematadas por almendros
salpicados camino de un mar que se presume lejano tras las lomas donde el sol
amenaza esconderse. Bajaron caminando profesor y alumnos, entre risas y
preguntas sin respuesta… Y en la yerba acolchada de esa tierra solo conocida
por Antón, se tumbaron a mirar la transformación de las nubes. Fue en ese
momento cuando el profesor sintió su mente libre. Libre de recuerdos pero llena
de una felicidad que conectaba con quienes allí compartían el momento. Y Antón
comenzó a contar un cuento relacionado con las diatribas aristotélicas. Los
relatos inventados no necesitan memoria, pensó Antón… Y los presentes comenzaron
entonces a dibujar con palabras relatos que beben de las fuentes del amor, del
odio, de las heridas de la vida, significados que danzan como bailan las
palabras.
Toca la campana y Antón se
sobresalta sentado en su silla de madera, entre libros que lo observan desde
sus portadas gritando la caricia de sus largos dedos. Se ha quedado dormido. Al
abrir los ojos ensoñadores y ajenos a la vida contada desde la infancia, una
mujer de cabellos plateados y ojos negros le sonríe… ¿Cómo cada día? No sabe…
Hola Antón, soy María. Te quiero.
Y Antón tiene la impresión de que
esas palabras le resuenan hace mucho en su mente, en los trocitos de memoria
que agonizan en el océano del olvido.
-Anoche te dejaste la puerta de
la pizarra abierta… Y Antón pensó, “dos no olvidan si uno no quiere”.
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