El mar vuelve a escupir palabras
indescifrables entre la espuma de olas que siento cada semana como caricias del
pasado. Al bajar por la senda que deja atrás el pequeño cementerio, los
recuerdos se cuelan en mi piel, buscando las puertas del alma para destilar las
lágrimas y convertirlas en elixir de emociones.
Miré durante días al norte, de espaldas a la proa de la ruta que mi
padre puso a mi existencia. Miré deseando encontrar la velita de su barca en el
horizonte.
Cada día, durante un año, me
asomaba a la terraza de la casa de ladrillo y púrpura mirando al Bósforo, mar
de luz de luces, a la espera de la llegada de mi niño, mi joven, mi abrazo
furtivo, su boca que modelaba besos en mi boca como aprendiz de alfarero del
alma. Y una tarde llegó una carta de su abuelo, salpicada por dos lágrimas,
viejas y sabias, que destiñeron la despedida, anunciándome la muerte de Miguel,
engullido por una tormenta en su pequeña barquita, devuelto a la playa por los
delfines que le acompañaron en su ruta.
Han pasado muchos años. Se que no soy dueña de la ingravidez, de la
sensación de explorar el vientre húmedo de la Madre Tierra, inmensa en su
diminuta realidad cósmica. Siempre pienso lo mismo cuando mis pies acarician la
orilla de la playa que rodea la isla en la que vivo. Y sonrío, porque los pasos
en el agua me transforman. Siento paz, el susurro de una sinfonía de
experiencias que solo puedo vivir en el fondo marino de este mar que recoge mi
cuerpo, que lo recorre como manto de espuma, como pinceladas en mi piel, collage
de realidades y emociones. Recuerdo la primera vez que se produjo un hecho
maravilloso, desde la sensación de vacío
que Miguel me dejó con su muerte. El mar
como tumba del amor, avanzando, nadando hasta que la profundidad no me dejara
volver a la superficie. Bracear hasta los seis metros de submundo, abrir
deliberadamente mi boca y, en ese instante, respirar en esa irrealidad
envolvente. Fue como conocí al Gran
Delfín, fue como sentí la vida latiendo en mi alma, saludando de nuevo los
recuerdos que me destilaron el amor como mi forma natural de ver el mundo.
Y desde entonces, cada amanecer
que despide a la luna llena, como hoy, vuelvo al encuentro del Gran Delfín.
Braceo con movimientos amplios, sin necesidad de buscar una dirección entre
corales y bancos de pequeños peces que parecen ajenos a mi presencia, porque se
que él irá a mi encuentro. Mi cuerpo siente la suave textura de su lomo,
acaricio su cabeza y siempre parece sonreír
si no fuera por su mirada cristalina que trasluce un fresco de emociones.
Mi desnudez se abraza a su lomo poderoso en una danza de maravillosa empatía en
la que cuerpos y miradas construyen burbujeantes puentes de afecto. Y agarrada
a su aleta dorsal, el viaje por las oquedades coralinas siempre es distinto
aunque el destino sea el mismo. La gruta en la que vuelvo a saludar al resto
del clan en una gran sala abovedada, iluminada por arcadas de arrecifes que
acristalan de verde y azul mi rostro. Mi
cuerpo se transforma ahora sí, ingrávido, acomodado en una roca, sin apenas acariciarla,
recostada para dejar que las corrientes tonifiquen cada poro de mi piel. Y
hablo con los delfines de las vivencias del mundo terrestre. Mentes conectadas
que no necesitan hablar, palabras que fluyen con más rapidez que en el enredado
lengüejear de los seres humanos. Yo les cuento mis preocupaciones sobre los absurdos devenires de los hombres,
sobre su enorme capacidad para aniquilar millones de hectáreas, para contaminar
mares, indicándoles las zonas de mayor riesgo del Planeta Azul. Y ellos me
descubren los tesoros de la empatía, la forma de navegar por los mares, los
mares de mi alma. Y al acabar la velada subacuática, el Gran Delfín me vuelve a
regalar una respuesta escrita en un fino madero, a una pregunta sin resolver en un mundo de locura. Solo
respuestas a preguntas que quizás puedan sanar las heridas de la vida, la
injusticia y el desdén, la codicia con la que el ser humano ansía apoderarse de
un mundo que no es capaz de entender.
Y al recoger la tablilla el
delfín se mueve bajo mi cuerpo hasta acomodarme nuevamente en su lomo en el
viaje de vuelta a la superficie.
En la playa, permanezco durante
un tiempo indeterminado sonriendo al sol, acariciando la arena, casi olvidando
la tablilla. Y un beso me devuelve el recuerdo, la consciencia de mi capacidad
de amar…
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