jose maria

jose maria

lunes, 24 de noviembre de 2014

RESPIRAR



El mar vuelve a escupir palabras indescifrables entre la espuma de olas que siento cada semana como caricias del pasado. Al bajar por la senda que deja atrás el pequeño cementerio, los recuerdos se cuelan en mi piel, buscando las puertas del alma para destilar las lágrimas y convertirlas en elixir de emociones.  Miré durante días al norte, de espaldas a la proa de la ruta que mi padre puso a mi existencia. Miré deseando encontrar la velita de su barca en el horizonte.
Cada día, durante un año, me asomaba a la terraza de la casa de ladrillo y púrpura mirando al Bósforo, mar de luz de luces, a la espera de la llegada de mi niño, mi joven, mi abrazo furtivo, su boca que modelaba besos en mi boca como aprendiz de alfarero del alma. Y una tarde llegó una carta de su abuelo, salpicada por dos lágrimas, viejas y sabias, que destiñeron la despedida, anunciándome la muerte de Miguel, engullido por una tormenta en su pequeña barquita, devuelto a la playa por los delfines que le acompañaron en su ruta.
Han pasado muchos años.  Se que no soy dueña de la ingravidez, de la sensación de explorar el vientre húmedo de la Madre Tierra, inmensa en su diminuta realidad cósmica. Siempre pienso lo mismo cuando mis pies acarician la orilla de la playa que rodea la isla en la que vivo. Y sonrío, porque los pasos en el agua me transforman. Siento paz, el susurro de una sinfonía de experiencias que solo puedo vivir en el fondo marino de este mar que recoge mi cuerpo, que lo recorre como manto de espuma, como pinceladas en mi piel, collage de realidades y emociones. Recuerdo la primera vez que se produjo un hecho maravilloso, desde la sensación de  vacío que Miguel me dejó con su muerte.  El mar como tumba del amor, avanzando, nadando hasta que la profundidad no me dejara volver a la superficie. Bracear hasta los seis metros de submundo, abrir deliberadamente mi boca y, en ese instante, respirar en esa irrealidad envolvente.  Fue como conocí al Gran Delfín, fue como sentí la vida latiendo en mi alma, saludando de nuevo los recuerdos que me destilaron el amor como mi forma natural de ver el mundo.
Y desde entonces, cada amanecer que despide a la luna llena, como hoy, vuelvo al encuentro del Gran Delfín. Braceo con movimientos amplios, sin necesidad de buscar una dirección entre corales y bancos de pequeños peces que parecen ajenos a mi presencia, porque se que él irá a mi encuentro. Mi cuerpo siente la suave textura de su lomo, acaricio su cabeza y siempre parece sonreír  si no fuera por su mirada cristalina que trasluce un fresco de emociones. Mi desnudez se abraza a su lomo poderoso en una danza de maravillosa empatía en la que cuerpos y miradas construyen burbujeantes puentes de afecto. Y agarrada a su aleta dorsal, el viaje por las oquedades coralinas siempre es distinto aunque el destino sea el mismo. La gruta en la que vuelvo a saludar al resto del clan en una gran sala abovedada, iluminada por arcadas de arrecifes que acristalan de verde y azul mi rostro.  Mi cuerpo se transforma ahora sí, ingrávido, acomodado en una roca, sin apenas acariciarla, recostada para dejar que las corrientes tonifiquen cada poro de mi piel. Y hablo con los delfines de las vivencias del mundo terrestre. Mentes conectadas que no necesitan hablar, palabras que fluyen con más rapidez que en el enredado lengüejear de los seres humanos. Yo les cuento mis preocupaciones  sobre los absurdos devenires de los hombres, sobre su enorme capacidad para aniquilar millones de hectáreas, para contaminar mares, indicándoles las zonas de mayor riesgo del Planeta Azul. Y ellos me descubren los tesoros de la empatía, la forma de navegar por los mares, los mares de mi alma. Y al acabar la velada subacuática, el Gran Delfín me vuelve a regalar una respuesta escrita en un fino madero, a una pregunta  sin resolver en un mundo de locura. Solo respuestas a preguntas que quizás puedan sanar las heridas de la vida, la injusticia y el desdén, la codicia con la que el ser humano ansía apoderarse de un mundo que no es capaz de entender.
Y al recoger la tablilla el delfín se mueve bajo mi cuerpo hasta acomodarme nuevamente en su lomo en el viaje de vuelta a la superficie.
En la playa, permanezco durante un tiempo indeterminado sonriendo al sol, acariciando la arena, casi olvidando la tablilla. Y un beso me devuelve el recuerdo, la consciencia de mi capacidad de amar…


No hay comentarios: