jose maria

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domingo, 21 de diciembre de 2014

PACHAKUTEK... "El que cambia el mundo". Inspirado en la visita al cráter de Cuicocha.


Navegar por el lago azufrado, transparente, sin inviernos, sin veranos, en permanente silencio, custodiado por esculturas que la naturaleza diseñó al salir de su ensueño. La paz solo se rompe por el sonido de la motora que recorre la pátina de agua, entre luces de un escenario sobrenatural que hace brillar el corazón sumergido de la madre tierra. Tres mil años de silencio después del rugir del magma vital. Y el silencio. Silencio que repara, que inspira, que permite oír los latidos del corazón navegando a más de tres mil metros de altura.
El pequeño kichwa, descendiente de otavaleños desde que el tiempo es tiempo, desde que dejó de serlo al ser engullido por el cráter del Cuicocha, donde el pensamiento de los hombres se desliza por los fondos submarinos del volcán en un bautismo renovador de vida, juega con las hiladuras de alpaca. Gurruños de bellos colores se transforman en sus breves manitas, monigotes del alma infantil que conserva el conocimiento en los ensueños inconscientes que emergen en el juego. Su rostro terso, redondeado, observa el ovillo que deshace cosiendo historias de hombres y mujeres que son de su tierra, que mantienen sus tradiciones, sin ser ajenos a su maravillosa forma de entender la artesanía, la elaboración de su relato sin palabras. Pachakutek, “el que cambia el mundo”, dibuja en el suelo terroso figuras que luego cobran vida entre hilos, en el telar de sus dedos.
El pequeño levantó un instante la mirada al sentirse observado. Y ahí, ensimismada, plantada con sus botas de montaña, su atuendo entre turístico y de aventurera avezada, estaba una mujer sin nombre, porque Sara, para el niño no era un nombre, sino un letrero occidental ausente de significado. Pachakutek vivía con sus bisabuelos, porque sus padres y sus abuelos habían desplegado sus breves alas de colibrí hacia territorios por conocer. Nómadas casuales, negociantes y artesanos orgullosos de su memoria, volcán de emociones que huelen a lava y a terrenos fértiles, a vientos que revitalizan el alma allá donde estés los pies y el alma de los viajeros. Y cada mañana recorría los 10 kilómetros entre su casa de adobe y el lago del Cuicocha.
El amanecer rompió de nuevo entre rojizos guiños de la tierra cautivada por el amor de los volcanes. Y los pasos del pequeño se vieron seguidos por las amplias zancadas de Sara, antropóloga venida del lugar de la segunda oleada de conquistadores. Porque primero fueron los incas, después los españoles… Ahora parece que son los turistas.
El niño miró a la mujer con sus azabaches clavados en las cuencas de su rostro. Y su sonrisa conmovió a la mujer que se puso al paso de los ágiles pies del pequeño. No hablaron hasta llegar al borde de las aguas burbujeantes del cráter durmiente. El brillo de la superficie daba la sensación de un fotograma en el que se vislumbraban sombras de héroes y leyendas que anidan en el alma del clan.
La senda se hizo pesada. Sara sentía que cada paso empezaba a ser fatigoso a medida que subían por el lomo de las formaciones protectoras del lago. Pero a media altura, en un bello mirador natural, Pachakutek agarró su mano para indicarle que parara. Se sentaron allí, mirando el espectáculo que se abría ante sus ojos. Pareciera que la mano de dios se hubiera abierto para dejar que sobre su palma se recreara libremente la naturaleza. Y al llegar el medio día, llegó la visita esperada. Su enorme sombra cubrió a ambos antes de acomodar su envergadura de más de 5 metros de punta a punta de sus majestuosas alas. El Gran Cóndor se posó sin apenas ruido, como acostumbrado al encuentro. Jamás pensó en las dimensiones descomunales de ese animal casi mítico que en los libros, siendo el más grande entre los seres alados de la tierra, era descrito bastante más pequeño.
Y el pequeño le indicó a Sara que subiera a los lomos del Gran Cóndor. Solo una sombra de duda y después la determinación de quien posa un pie en el abismo sabedor de que el puente aparecerá… Y el vuelo. Horas, días o quizás minutos. Elevarse, agarrarse a la breve cintura de Pachakutek, firmemente asentada en la grupa del ave.
Un viaje hacia el delirio de o no conocido, una visión que minimiza la existencia y suelta los anclajes del espíritu.
La nieve perpetua aligeró la pesadez de cabeza de Sara cuando la frotó en su cara imitando al pequeño guía. Y la mirada se hizo entonces infinita.
-Este es el Chimborazo, Sara. –Dijo el pequeño con una voz que sonaba a la de un anciano sabio y sereno. -Estamos en el punto más cercano al mundo exterior. Aquí puedes tocar el sol.
Y allí sintió ella que el conocimiento se encuentra en el volcán del alma, en comunicación con la tierra, con la imagen que trasciende, la de un niño que es parte de los latidos del Planeta. La mano infantil engarzó la de la mujer y el pequeño enterró en la nieve ambas hasta que tocaron el fondo mullido de la superficie. Sintieron el calor de la tierra bajo el manto gélido. Y en ese momento Sara leyó por una vez la historia ancestral de los kichwa a través del pensamiento de Pachakutek.
“Escribo estas líneas sabedora de que quien las lea pensará que el mal de alturas embriagó mi mente…”
Fueron las primeras palabras escritas por la antropóloga en su diario de viaje. Nunca volvió a su país. Cuentan los relatos de los pueblos indígenas que de vez en cuando se la ve entre pueblos de la cordillera andina bajo la protección del cóndor, de ojos negro azabache.

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