jose maria

jose maria

domingo, 21 de diciembre de 2014

VENTANAS



Se cuela una brisa que peina la piel con un calor que recuerda veranos de infancia. Ventana que se abre como la esperanza, que se cierra con el frío de la frustración. Lienzos invisibles en paredes encaladas,  susurros de muros que albergan realidades y sueños.  El breve escritorio recuerda al pupitre de madera, tallado por el ensimismamiento del alumno que escucha el mar entre caracolas aladas que susurran la cadenciosa sinfonía de olas escritas en páginas en blanco, entre el aburrimiento y la ensoñación.  Ventana que devuelve la realidad a la habitación, los gritos de los chiquillos que juegan al balón entre latas, el afilador resucitado de la última calle sin salida. Ventana de luz, sin luz artificial.  
El mundo está lleno de ventanas cerradas, de ventanas ciegas, de ventanucos, de ventanas con barrotes que sudan silencio y agonía en las celdas de la realidad. Ventanas cerradas por el miedo al mundo exterior, ventanas mudas, que reflejan lágrimas en las mañanas lluviosas que salpican los cristales de gotas de pensamientos. Pero al girar la cabeza, la ventana abierta por la mano del invierno caluroso, me deja intuir la apertura de una melodía arrancada por las leves manos adolescentes acariciando el violín.  Asomarse a la ventana de la vida es construir momentos con la mirada del corazón.  Es pintar con la mente cada amanecer, escuchar el viento del sur empeñado en silbar ruidoso por las noches.  Abrir ventanas en el viejo molino, lugar donde todo ocurre, entre buganvillas y rosas, acunar las noches con la ventana entreabierta, siempre entreabierta la ventana de la esperanza, siempre abierta la ventana por la que recibimos la mirada creativa de las nubes dibujando palabras encriptadas en sus formas caprichosas.  En la oscuridad las manos tientan la nada hasta encontrar el haz de luz que se refleja en la ventana del presente.
Su mirada volvió a dirigirse a la ventana. Su corazón latía despacio. Mucha vida en sus espaldas, en su alma, en su memoria. Jamás había salido del barrio blanco. En él creció,  en la escuela de la esquina de enfrente aprendió a escribir y leer, en él vio morir a sus padres y cómo se iban lejos sus hermanos. En él se enamoró de Rosaura, quien le acompañó en su viaje imaginario por el mundo de las letras hasta su muerte, cinco años atrás.  En el barrio abrió su librería de libros raros, miles de tomos que hicieron famosa la calle visitada por eruditos e investigadores que le miraban perplejos sin poder entender cómo ese hombre corriente y moliente había acumulado tanto conocimiento entre aquellas viejas y eternas estanterías. Y cada atardecer, la ventana fue cuadro de su inspiración. Terreno virgen para imaginar lo que le mostraba de nuevo para escribir con su bolígrafo negro historias que le llevaron a recorrer su propio planeta interior. La ventana de su propia existencia, la ventana que al abrirse por última vez, dejaba por fin, viajar a su alma en libertad.

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