Se cuela una
brisa que peina la piel con un calor que recuerda veranos de infancia. Ventana
que se abre como la esperanza, que se cierra con el frío de la frustración.
Lienzos invisibles en paredes encaladas,
susurros de muros que albergan realidades y sueños. El breve escritorio recuerda al pupitre de
madera, tallado por el ensimismamiento del alumno que escucha el mar entre
caracolas aladas que susurran la cadenciosa sinfonía de olas escritas en
páginas en blanco, entre el aburrimiento y la ensoñación. Ventana que devuelve la realidad a la
habitación, los gritos de los chiquillos que juegan al balón entre latas, el
afilador resucitado de la última calle sin salida. Ventana de luz, sin luz
artificial.
El mundo está
lleno de ventanas cerradas, de ventanas ciegas, de ventanucos, de ventanas con
barrotes que sudan silencio y agonía en las celdas de la realidad. Ventanas
cerradas por el miedo al mundo exterior, ventanas mudas, que reflejan lágrimas
en las mañanas lluviosas que salpican los cristales de gotas de pensamientos.
Pero al girar la cabeza, la ventana abierta por la mano del invierno caluroso,
me deja intuir la apertura de una melodía arrancada por las leves manos adolescentes
acariciando el violín. Asomarse a la
ventana de la vida es construir momentos con la mirada del corazón. Es pintar con la mente cada amanecer,
escuchar el viento del sur empeñado en silbar ruidoso por las noches. Abrir ventanas en el viejo molino, lugar
donde todo ocurre, entre buganvillas y rosas, acunar las noches con la ventana
entreabierta, siempre entreabierta la ventana de la esperanza, siempre abierta
la ventana por la que recibimos la mirada creativa de las nubes dibujando
palabras encriptadas en sus formas caprichosas. En la oscuridad las manos tientan la nada
hasta encontrar el haz de luz que se refleja en la ventana del presente.
Su mirada volvió
a dirigirse a la ventana. Su corazón latía despacio. Mucha vida en sus espaldas,
en su alma, en su memoria. Jamás había salido del barrio blanco. En él creció, en la escuela de la esquina de enfrente
aprendió a escribir y leer, en él vio morir a sus padres y cómo se iban lejos
sus hermanos. En él se enamoró de Rosaura, quien le acompañó en su viaje
imaginario por el mundo de las letras hasta su muerte, cinco años atrás. En el barrio abrió su librería de libros
raros, miles de tomos que hicieron famosa la calle visitada por eruditos e
investigadores que le miraban perplejos sin poder entender cómo ese hombre
corriente y moliente había acumulado tanto conocimiento entre aquellas viejas y
eternas estanterías. Y cada atardecer, la ventana fue cuadro de su inspiración.
Terreno virgen para imaginar lo que le mostraba de nuevo para escribir con su
bolígrafo negro historias que le llevaron a recorrer su propio planeta
interior. La ventana de su propia existencia, la ventana que al abrirse por
última vez, dejaba por fin, viajar a su alma en libertad.
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