jose maria

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martes, 30 de diciembre de 2014

NOCHE... ¿DE REYES?




…El mar de arena es infinito a la luz de un intenso faro que dice llamarse sol, cegador y caprichoso succiona cualquier atisbo de brisa por leve que sea, para alfombrar de opalescente amarillo el terral desértico. Al mirar hacia atrás pudo ver,  como si de un espejismo se tratase, la casita tapizada de enredaderas diluyéndose en un aire trenzado, que parecía dibujarse para ocultar la imagen de la escalera que la había llevado hasta allí.  Sus pies descalzos recordaban las pisadas de playas de infancia, aunque ahora el silencio se había tragado el ronroneo del mar, ese paciente dibujante de orillas que a veces rematan las ensoñaciones del alma.
El horizonte como una bella dama postrada en un eterno diván de luz, serpentea dunas, senos de piel de tierra convertida en un viaje a ninguna parte, le mira reflejando sus ojos azules, transparentes, como espejo de espejismos, posando sus pupilas en un punto definido entre las olas de arena.
Se acercó sin que el tiempo ni el espacio le dieran cuenta de su propia presencia, hasta encontrarse bajo la sombra de la jaima. Un velamen oscuro, orientado al oeste, diminuto a la vista exterior, de una sorprendente amplitud interior, como si siempre el orden hubiera sido parte de ese lugar. La presencia de Hassan sorprendió a María.  Una presencia que pareciera la estaba esperando en la entrada de ese breve instante de vida en la aparente inmensidad del desierto. Como una escultura salida de la arena, enraizada en el vientre de la tierra donde siempre hay vida,  su chilaba azul, como ola que nunca rompe, refulge columnática, rematando su aristocrática cabeza embalsamada de blanca turbulencia, de blanca tela protectora.  Sus ojos casi transparentes transmiten la serenidad de una eternidad, como antifaz de una realidad que se crea en ese mismo instante. 
-Pasa, te estaba esperando.
Y el sol se despidió sobre la techumbre de aquel barco de tela en el océano de arena, dejando que la tarde tiñera de nuevos colores salidos de la paleta del cosmos un horizonte tan bello como incierto. El té y la cachimba aromática acompañaron la melodía de silencio, las

teclas que ponían sonido a palabras hiladas desde relatos ancestrales.  El blanco y el azul dieron paso al negro bronceado por la luz, bronce sobre la oscuridad que niega sombras en el alma de Omar. Su argolla de oro y el anillo en el anular de su mano derecha, mostraban el pasado y el presente de un rey sin reino, de un señor de su propia existencia.  El incienso iluminó los sentidos embriagando la estancia entre pergaminos que aparecían dibujados con la esencia de un pueblo. Y María sintió el olor aromático de la mirra utilizada por Omar para diluir la tinta antes de escribir los últimos poemas que el desierto le traía a su corazón.  La noche desplegó una pátina de luz tenue reflejada por la luna inmensa, oro blanco de una noche cosida de estrellas. Y las palabras se hicieron aliento, piel blanca que se mezcla en el matraz de las pasiones con el manto azabache que cubre los latidos del corazón del rey de la soledad. Enredo y mistura, dedos que se engarzan para surcar los territorios de lo aparente, explorando las costas del éxtasis. Gotas de minúsculo rocío adornan los cuerpos silentes, solo al pairo de un único respirar, de dos latidos en uno.
La mañana no llega, se adormece sobre la bella cama del amanecer de sombras que se alargan perezosas.  Sentados a los pies de una duna aparecida discretamente durante la noche, atalaya de una vista que cambia cada instante, María abre un surco de arena con sus manos. Y del surco surge repentinamente un reguero de agua, transformándose en río manso que desata el nudo blanco y negro de sus manos. Y María viaja brevemente hacia un estuario que vislumbra. Y en ese momento se despierta abriendo sus ojos sonrientes convertidos en cortinas de melancolía. La luz entra por el ventanal del molino.  Las cortinas parecen azuladas por un instante y al incorporarse  puede ver a los pies de la cama un pequeño cofre de cuero. Las manos de María sacuden la estela de arena que parece grabar de manera efímera la cubierta manoseada por el tiempo de los tiempos.  Al abrirlo, los ojos azules de María se humedecen. Dos aros de oro, una barra de incienso y un tarrito de mirra, ungüento de dioses, son el preciado tesoro que alguien con porte de rey y alama de viajero del desierto dejó al pasar por sus sueños

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