…El mar de arena es
infinito a la luz de un intenso faro que dice llamarse sol, cegador y
caprichoso succiona cualquier atisbo de brisa por leve que sea, para alfombrar
de opalescente amarillo el terral desértico. Al mirar hacia atrás pudo
ver, como si de un espejismo se tratase,
la casita tapizada de enredaderas diluyéndose en un aire trenzado, que parecía
dibujarse para ocultar la imagen de la escalera que la había llevado hasta
allí. Sus pies descalzos recordaban las
pisadas de playas de infancia, aunque ahora el silencio se había tragado el
ronroneo del mar, ese paciente dibujante de orillas que a veces rematan las
ensoñaciones del alma.
El horizonte como una
bella dama postrada en un eterno diván de luz, serpentea dunas, senos de piel
de tierra convertida en un viaje a ninguna parte, le mira reflejando sus ojos
azules, transparentes, como espejo de espejismos, posando sus pupilas en un
punto definido entre las olas de arena.
Se acercó sin que el
tiempo ni el espacio le dieran cuenta de su propia presencia, hasta encontrarse
bajo la sombra de la jaima. Un velamen oscuro, orientado al oeste, diminuto a
la vista exterior, de una sorprendente amplitud interior, como si siempre el
orden hubiera sido parte de ese lugar. La presencia de Hassan sorprendió a María. Una presencia que pareciera la estaba
esperando en la entrada de ese breve instante de vida en la aparente inmensidad
del desierto. Como una escultura salida de la arena, enraizada en el vientre de
la tierra donde siempre hay vida, su
chilaba azul, como ola que nunca rompe, refulge columnática, rematando su
aristocrática cabeza embalsamada de blanca turbulencia, de blanca tela
protectora. Sus ojos casi transparentes
transmiten la serenidad de una eternidad, como antifaz de una realidad que se
crea en ese mismo instante.
-Pasa, te estaba
esperando.
Y el sol se despidió
sobre la techumbre de aquel barco de tela en el océano de arena, dejando que la
tarde tiñera de nuevos colores salidos de la paleta del cosmos un horizonte tan
bello como incierto. El té y la cachimba aromática acompañaron la melodía de
silencio, las
teclas que ponían sonido a palabras hiladas desde relatos
ancestrales. El blanco y el azul dieron
paso al negro bronceado por la luz, bronce sobre la oscuridad que niega sombras
en el alma de Omar. Su argolla de oro y el anillo en el anular de su mano
derecha, mostraban el pasado y el presente de un rey sin reino, de un señor de
su propia existencia. El incienso
iluminó los sentidos embriagando la estancia entre pergaminos que aparecían
dibujados con la esencia de un pueblo. Y María sintió el olor aromático de la
mirra utilizada por Omar para diluir la tinta antes de escribir los últimos
poemas que el desierto le traía a su corazón. La noche desplegó una pátina de luz tenue
reflejada por la luna inmensa, oro blanco de una noche cosida de estrellas. Y
las palabras se hicieron aliento, piel blanca que se mezcla en el matraz de las
pasiones con el manto azabache que cubre los latidos del corazón del rey de la
soledad. Enredo y mistura, dedos que se engarzan para surcar los territorios de
lo aparente, explorando las costas del éxtasis. Gotas de minúsculo rocío
adornan los cuerpos silentes, solo al pairo de un único respirar, de dos
latidos en uno.
La mañana no llega, se
adormece sobre la bella cama del amanecer de sombras que se alargan perezosas. Sentados a los pies de una duna aparecida
discretamente durante la noche, atalaya de una vista que cambia cada instante,
María abre un surco de arena con sus manos. Y del surco surge repentinamente un
reguero de agua, transformándose en río manso que desata el nudo blanco y negro
de sus manos. Y María viaja brevemente hacia un estuario que vislumbra. Y en
ese momento se despierta abriendo sus ojos sonrientes convertidos en cortinas
de melancolía. La luz entra por el ventanal del molino. Las cortinas parecen azuladas por un instante
y al incorporarse puede ver a los pies
de la cama un pequeño cofre de cuero. Las manos de María sacuden la estela de
arena que parece grabar de manera efímera la cubierta manoseada por el tiempo
de los tiempos. Al abrirlo, los ojos
azules de María se humedecen. Dos aros de oro, una barra de incienso y un
tarrito de mirra, ungüento de dioses, son el preciado tesoro que alguien con
porte de rey y alama de viajero del desierto dejó al pasar por sus sueños
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