Respira profundamente la brisa
del nordeste llenando sus sueños de una sonrisa imaginaria. Sus pies pisan la
yerba dejando que se empapen de un rocío que se esfuma bajo los besos de un sol
de invierno que resopla para vestir de tibieza el prado. Quinín acaricia con
sus manos invisibles a la luz del medio día, el lomo de la vaca ajena a su
presencia fantasmal. El olor de la boñiga adorna sus recuerdos en Toranzo, en
su Villasevil natal, el taburete de madera en la cuadra, los rosales
primaverales acariciados como mundos que se abren un instante y muestran la
belleza del alma. El dalle que recorrió kilómetros de verde alfombra
desmelenada. El amor que no sucumbió a la voz reticente de sus mayores. Quinín pasea como cada mañana por el paraje
que le devuelve la necesidad de estar mientras se despide. Y en la calima que
se diluye como manotazos de cielo, escucha el trotar conocido de “Campera”. La
yegua que le acompañó unos años, esbelta, noble, amorosa con la monta de un
jinete inexperto que sonreía con sus caricias en las crines. Volvió a montarla.
Escultura de viento y sombras, recorren los acantilados que miran al
Cantábrico, serenata de las noches de desvelo lejos de su tierra, rapsodia
susurrante de un sentimiento que trasladó a sus hijos entre silencios y
carcajadas repentinas que surgían de un llanto convertido en anhelo de
felicidad. Desde lo alto de su atalaya
galopante, ajeno a la vida, parte de ella, observa un instante el Panteón del
Inglés. Memoria de amistad, tumba de recuerdos que dormitan dejando que a la
hora en punto, personajes invisibles a los ojos de los vivos, salgan sonrientes
por la puertecita cerrada del estoico casetón de piedra. Corren por los campos limitados por murios,
puentes de plata con tierras que, más al norte acarician sus culturas como
relatos que no quieren soltar sus dedos hermanados por historias de viajes y
conquistas. Labriegos que se afanan con sus aperos, niños y niñas que corretean
entre parcelas que quizás un día sean arenales y montículos donde pelotitas
blancas sustituyan las bolas de arcilla con las que se lanzan los
infantes. Cuando la hilera de fantasmas
toca a su fin, Quinín desmonta de su yegua y se sienta en la escalerita del
Panteón. Enciende su enésimo cigarrillo y deja que su mano acaricie un instante
el rostro suave de la mujer que amo entre tormentas e islas de paz.
Una lágrima se desliza por su
mejilla. Le recorre el alma hasta caer a sus pies al escuchar en la distancia
la risa de su bisnieta. Una distancia infinita, pero tan real como la vista de
su Santander querida que, en ese momento, le conecta con todo lo que su tierra
significa. Puerto Chico, las tascas
impregnadas de montañesucas, las risas, los blancos, el olor de la bahía, la
surada y la lluvia. Lejos y cerca, siempre ahí, territorio emocional de un
viaje por la vida con su mirada curiosa y llena de silencio que le hace volver
cada día. Se pudo de pie mientras se deshacía de la breve colilla imaginaria,
volvió a montar la “Campera” y ambos galoparon sobre los acantilados
desapareciendo en la claridad de un día luminoso. Santander le despidió amable
hasta el día siguiente.
Recuerdo a Quinín, Joaquín
Fuentes-Pila. Mi padre
José Mª Fuentes-Pila
Foto: Amparo Coterillo
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