La tarde bosteza temprano
bajo la sombra de diciembre. Tose el viento confundiéndose con la carraspera de
los pocos coches que transitan la estrechez de la calle. Cuatro ventanas,
discretas en el existir, como cuatro ojos velados por visillos, como cataratas
que cuajan el cristalino de la vida. Los aros de humo salen de la boca de Luis,
humareda de pensamientos de soledad. El ordenador parpadeante, un cuento sin
letras, los curriculum como fantasmas voladores hacia ventanas de esperanza que
desesperan después de tres años de desempleo. El primero derecha aglutina en
sus 50 metros a su mujer, ahora limpiando la casa del segundo izquierda, y a
sus dos hijos de 10 y 3 años, sentados en una alfombra que es voladora en sus
juegos, salpicaduras de inocencia que tocan las mejillas del alma de Luis
haciéndole sonreír. A la izquierda su simétrico, su par, el izquierdo,
alborotado festín de pasión de María y Paco, enredados en el ovillo de sus
cuerpos después del desencuentro que la cotidianeidad les exige, trabajando con
sus becas, que ahora llaman contratos de investigación, en el templo sagrado de
la universidad, en el que doctorarse para irse, ensortijados los dedos con los
del otro, alianza de promesas y futuro entre la niebla del presente. Folios y
cuadernos como mar en el que navega su pequeña cama, balsa de salvación de los
latidos de su amor efervescente.
Lucía se llevó al segundo
derecha una vieja mecedora que le regaló su abuela antes de exiliarse a un
cementerio de viejos, eso que llaman ahora residencias o centros de mayores,
donde tienen de todo menos el olor de su propia vida y el sol en un banco para
ver pasar los días de una existencia por contar. Lee al trasluz, dejando que su
embarazo acune el baile de la espera, después de casi nueve meses de gestación. Su sonrisa se refleja en la ventana,
esperando la llegada de Manuel que ha encontrado empleo en una gasolinera. Mira
las cuatro paredes del saloncito, revisándose a través de los dibujos de
Manuel, ensayos y bocetos de lo que le dice será su primera exposición el
próximo verano, tras años de formación en aquella bella facultad de Bellas
Artes. El arte es pobre de solemnidad cuando se expresa en la piel, en el sudor
del talento que brota de una piel tapizada por las sombras del
carboncillo. La pared de la habitación
linda con el segundo izquierda. Un dormitorio sin edad, entre cuadros que
parecen robados de alguna vieja iglesia de un remoto pueblo de Castilla.
Reproducciones de retablos que acompañan la mirada de Antonio hacia una muerte
amable. La sonrisa despunta en el rostro
de 90 años, de 90 arrugas, de lágrimas de risa y tristeza. Su voz suave y clara
todavía, ajena al paso del tiempo, solo expresa agradecimiento a su nieto
recién llegado de un país remoto al saber del pronto adiós de su abuelo del alma.
Y la mujer de Luis le
trae una copita de jerez antes de subir a su casa, sin saber que Antonio le ha
dejado una parte de su herencia agradecido por la ternura y el cuidado recibido
en esos años en los que la casa era una presencia de vida, de vitalidad en
ausencia de otros referentes salvo las cartas que, todavía escritas a mano, le
manda mensualmente su nieto. Y Luis pasa
al anochecer al piso de María y Paco para reprogramar sus ordenadores y
hacerlos más competitivos en su lucha por sobrevivir a las tesis de los
jóvenes. Y los jóvenes el domingo se llevan a la playa a los hijos de Luis
divertidos como cuatro niños con permiso para conducir el “escarabajo” de sexta
mano que Dios sabe de dónde sacó Paco. Y Manuel y Lucía dan música a ese
vecindario de vida, de vidas, que por el hecho de ser y sentirse parte de esa
fachada con vistas a la casa de enfrente, construyen un precioso fresco de
humanidad. Es fácil quererse, incluso cuando es el azar el que nos conecta, el
que nos separa por los tabiques del respeto convirtiendo la solidaridad en un
acto simplemente cotidiano.
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