jose maria

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martes, 3 de febrero de 2015

GABRIEL, EL ENANO



El calor de las brasas del hogar caldea la estancia donde amanece Gabriel. Diminuto entre sábanas como olas que le atrapan entre las corrientes de los pies que agitan los sueños enredados de quien navega sobre el colchón de lana que parece hundir en el abismo del descanso los cuerpos fatigados.  El silencio parece apagar la breve llama de la lamparita, pero su reflejo alarga las sombras de cada objeto, cimbreando sus formas entre las paredes como espíritus danzarines y caprichosos.  No es Gabriel un enano al uso. No tiene barba, ni gorrito puntiagudo, ni las ridículas botitas que ha podido ver en ilustraciones de mentes calenturientas que se han sacado de la manga de una pobre imaginación engendros trotamundos que no llegan más allá de las lindes de un bosque imaginario lleno de conejos que se hacen ojitos con todo tipo de alimañas.  Ni qué decir tiene que nunca supo lo que eran las náuseas hasta que le tocó transitar por un jardín con enanos incorporados como extrañas formas sin vida que quisieran dar vida a jardines moribundos donde las rosas se clavan sus propias espinas al contemplar tan horrenda expresión de mal gusto al abrir sus capullos primaverales.
Gabriel, el arquitecto de sueños, es imperceptible al ojo humano. A la luz del microscopio, en caso de que se dejara exponer a tal escenario podría verse su cabecita calva salvo por una greña  nívea que le adorna la nuca. Sus brazos tan largos o cortos como sus piernas, danzan vertiginosos acompasando el zumbar de unas alitas transparentes. Sus ojos casi no caben en su rostro, verdes como esmeraldas incrustadas en su rocosa piel lisa apuntan a todas partes y a ninguna hasta encontrar las rutas por las que viajar a los murales del alma. 
Esa noche de invierno, congelado  tras la ventana, Gabriel había llegado con la ventisca del dolor. Un dolor atrapado en las agujas del reloj de dos. Del tiempo de dos que fue de tres.  Un hombre y una mujer separados por una distancia infinita en el infinito desierto de su cama. El silencio que dejó el hijo que nació para morir antes del primer llanto, el murmullo del dolor ahogado entre brazos que no se encuentran, pareja que se aleja entre las corrientes de un proyecto que no fue, dejando que la culpa de nadie se instale en todos.  El llanto contenido que empapa la noche y escribe desesperanza.  Gabriel salta con curiosidad hacia la oreja derecha de María, sumida en un profundo sueño. Revolotea y se cuela por el camino que conoce de memoria, viajando por el laberinto hasta encontrar estribo, yunque y martillo, como puentes que no pisa, para adornarse con una pirueta por el caracol, buscando los pasajes secretos hacia el cerebro, entre rutas que, sabe, tiene sus peculiaridades que pueden perderle entre la maraña de neuronas que a veces le someten el culo a breves descargas eléctricas que le ponen en aviso sobre los peligros de su viaje. Pero por fin, llega a los lugares donde el cerebro se transforma en mente y la mente en alma. Y allí puede sentarse a visualizar las tormentas de sueños de María. Muros oscuros que se levantan con fauces que aterrorizan el rostro de la niña que fue, ojos desorbitados que recuerdan a los de su marido, saliendo de árboles descarnados, que gimen con la voz de un recién nacido. Y Gabriel se pone a trabajar con su memoria y sus pacientes manos, dibujando sobre los sueños. Muros que se convierten en puertas, que se abren y se cierran a la vez. Fauces que perfila como bocas en un salmo de despedida. Sus artesanales y sabias manitas miran los ojos descompuestos y los entrecierra suavemente, llenándolos de lágrimas que salpican las mejillas de una niña que se siente sola. Árboles que reducen su tamaño hasta dejarlos en brotes en un terreno aparentemente estéril, donde hace mucho frío…
El enano se siente cansado pero sonríe  sin disimulo al ver el fluir de imágenes que ahora recorren los surcos emocionales de María. Y el llanto repentino brota entre sueños. Es en ese momento cuando Gabriel se transforma en lágrima, la primera de un diluvio, saliendo despedido como gota de amor que se vuelve aire y busca la rendija imperceptible de la ventana. El llanto desgarrado que despierta a Manuel de su sueño sin sueños, acercando su mano al cabello de su mujer… Cuerpo que transita por el dolor hacia el alivio en el cuerpo de quien está, de quien nunca se fue aunque desapareció en la pérdida. Y María sintió manos de amor, manos protectoras que recogían dolor y se mezclaban en el de él.  Brazos como enredaderas que se buscan y se encuentran en un nuevo silencio, renovado, que al decir adiós, comienza a saludar.  El amor que brotó de las lágrimas procedentes de un sueño que no dio miedo entre la tristeza. Y el invierno despidió a Gabriel en su viaje por los sueños sabedor de que también a él, le vestiría algún día no muy lejano en Primavera.

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