El calor de las brasas del hogar
caldea la estancia donde amanece Gabriel. Diminuto entre sábanas como olas que
le atrapan entre las corrientes de los pies que agitan los sueños enredados de
quien navega sobre el colchón de lana que parece hundir en el abismo del
descanso los cuerpos fatigados. El
silencio parece apagar la breve llama de la lamparita, pero su reflejo alarga
las sombras de cada objeto, cimbreando sus formas entre las paredes como
espíritus danzarines y caprichosos. No
es Gabriel un enano al uso. No tiene barba, ni gorrito puntiagudo, ni las
ridículas botitas que ha podido ver en ilustraciones de mentes calenturientas
que se han sacado de la manga de una pobre imaginación engendros trotamundos
que no llegan más allá de las lindes de un bosque imaginario lleno de conejos
que se hacen ojitos con todo tipo de alimañas.
Ni qué decir tiene que nunca supo lo que eran las náuseas hasta que le
tocó transitar por un jardín con enanos incorporados como extrañas formas sin
vida que quisieran dar vida a jardines moribundos donde las rosas se clavan sus
propias espinas al contemplar tan horrenda expresión de mal gusto al abrir sus
capullos primaverales.
Gabriel, el arquitecto de sueños,
es imperceptible al ojo humano. A la luz del microscopio, en caso de que se
dejara exponer a tal escenario podría verse su cabecita calva salvo por una
greña nívea que le adorna la nuca. Sus
brazos tan largos o cortos como sus piernas, danzan vertiginosos acompasando el
zumbar de unas alitas transparentes. Sus ojos casi no caben en su rostro,
verdes como esmeraldas incrustadas en su rocosa piel lisa apuntan a todas
partes y a ninguna hasta encontrar las rutas por las que viajar a los murales
del alma.
Esa noche de invierno,
congelado tras la ventana, Gabriel había
llegado con la ventisca del dolor. Un dolor atrapado en las agujas del reloj de
dos. Del tiempo de dos que fue de tres.
Un hombre y una mujer separados por una distancia infinita en el
infinito desierto de su cama. El silencio que dejó el hijo que nació para morir
antes del primer llanto, el murmullo del dolor ahogado entre brazos que no se
encuentran, pareja que se aleja entre las corrientes de un proyecto que no fue,
dejando que la culpa de nadie se instale en todos. El llanto contenido que empapa la noche y
escribe desesperanza. Gabriel salta con
curiosidad hacia la oreja derecha de María, sumida en un profundo sueño.
Revolotea y se cuela por el camino que conoce de memoria, viajando por el
laberinto hasta encontrar estribo, yunque y martillo, como puentes que no pisa,
para adornarse con una pirueta por el caracol, buscando los pasajes secretos
hacia el cerebro, entre rutas que, sabe, tiene sus peculiaridades que pueden
perderle entre la maraña de neuronas que a veces le someten el culo a breves
descargas eléctricas que le ponen en aviso sobre los peligros de su viaje. Pero
por fin, llega a los lugares donde el cerebro se transforma en mente y la mente
en alma. Y allí puede sentarse a visualizar las tormentas de sueños de María.
Muros oscuros que se levantan con fauces que aterrorizan el rostro de la niña
que fue, ojos desorbitados que recuerdan a los de su marido, saliendo de
árboles descarnados, que gimen con la voz de un recién nacido. Y Gabriel se
pone a trabajar con su memoria y sus pacientes manos, dibujando sobre los
sueños. Muros que se convierten en puertas, que se abren y se cierran a la vez.
Fauces que perfila como bocas en un salmo de despedida. Sus artesanales y
sabias manitas miran los ojos descompuestos y los entrecierra suavemente,
llenándolos de lágrimas que salpican las mejillas de una niña que se siente
sola. Árboles que reducen su tamaño hasta dejarlos en brotes en un terreno
aparentemente estéril, donde hace mucho frío…
El enano se siente cansado pero
sonríe sin disimulo al ver el fluir de
imágenes que ahora recorren los surcos emocionales de María. Y el llanto
repentino brota entre sueños. Es en ese momento cuando Gabriel se transforma en
lágrima, la primera de un diluvio, saliendo despedido como gota de amor que se
vuelve aire y busca la rendija imperceptible de la ventana. El llanto
desgarrado que despierta a Manuel de su sueño sin sueños, acercando su mano al
cabello de su mujer… Cuerpo que transita por el dolor hacia el alivio en el
cuerpo de quien está, de quien nunca se fue aunque desapareció en la pérdida. Y
María sintió manos de amor, manos protectoras que recogían dolor y se mezclaban
en el de él. Brazos como enredaderas que
se buscan y se encuentran en un nuevo silencio, renovado, que al decir adiós,
comienza a saludar. El amor que brotó de
las lágrimas procedentes de un sueño que no dio miedo entre la tristeza. Y el
invierno despidió a Gabriel en su viaje por los sueños sabedor de que también a
él, le vestiría algún día no muy lejano en Primavera.
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