jose maria

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jueves, 26 de marzo de 2015

AMELIA



Los ojos de Amelia apenas se humedecen. Pero observan el mundo con la intensidad con la que miró el diminuto entorno  de la habitación donde duerme cada noche, donde su madre la echó al mundo hace 104 años. En la casa que la vio nacer, en la casa de la que marchó, a la que volvió, en la cama en la que la muerte le contará el último cuento suspirado por la luna. Amelia es alma fértil, como la madre tierra, como sus manos, largos y finos pinceles que han dado color a la vida de su condición de mujer.  Manos que se mueven en la nada ocupada por la brisa del sur cuando sacude las praderías de la última aldea en lo más alto del abrazo entre montañas que dormitan mientras el tiempo talla sus penachos. Amelia distingue las sombras de sus hijas, de sus nietas, de sus bisnietas. Y los recuerdos vuelven a ser imágenes que escribe en sus libritos, poesías y proclamas que se extienden allá donde una mujer clama justicia con el coraje de quien tira la puerta invisible de una celda mundanal. Celda de emociones y talento, barrotes de silencio, reos del descaro de un mundo que mató a la Diosa Blanca para ponerle barbas a la Luna.  Manos que aprendieron a escribir de la mano de su madre, que taponaron los agujeros sangrientos de las balas en una guerra delirante de odios irracionales. Aquella joven que vio morir a su padre en manos de un vecino que pasaba por allí, estuvo en las trincheras fusil en mano sabiendo que nunca podría apretar el gatillo. Repartiendo el aguardiente que llamaban “saltatrincheras”, Amelia corrió por los bosques escondiéndose del verdugo de post guerra. Y entre robles y juventud, entre el aroma de brotes almendrados de primavera, conoció al amor como refugio del alma. Mujer, en aquel pajar de alta montaña en el que se encontraba con el joven armado de cuchillo, fusil, miedo y esperanza, renegado de la opresión, fantasma de los valles, salvaba todos los peligros para encontrarse con Amelia. La noche estrellada derrama luz sobre sus cuerpos. La luna vuelve a divinizar la realidad del mundo por un instante. El guerrillero tumbado bajo el cuerpo de Amelia le pregunta en un susurro… ¿Existe el cielo? Ella responde breve y con la emoción de un instante eterno. Sí, esto es el cielo.   Tras la muerte del joven, fusilado entre vías de un camino sin más trenes que el recuerdo de la vieja locomotora, Amelia huyó a la vieja y vecina Francia llevando a su hija como único equipaje. Y la vida le abrió caminos entre heridas de mujer, cadenas de una condición deseada y subyugada.  El corazón de Amelia se abrió a la ciudad que le permitió estudiar, que sus dedos se convirtieran en esos largos pinceles que expresaron durante años la injusticia de las celdas en las que se ocultaban talento y derechos, mujeres de todo tipo y condición. Rutas de humillación entre hombres mediocres que elevaban su voz como si un poder invisible invistiera su mirada miope.  Amamantó con amor y pasión el alma de su hija, ser alado que después de acabar sus estudios de derecho se embarcó a las Américas.  Y ella, con sus pasos de mujer que abandera su condición de parte inherente a un mundo más libre, luchó, amó, fue encarcelada cientos de veces, y cientos de veces rescatada por quienes sentían su poder, su magnetismo, su emoción hipnótica ante la vida. Expresión femenina de un vivir emocional constreñido en el laberinto masculino, aleccionado para no expresar lo que el muro de poder exige silenciar. Mujer libre de prejuicios,  amó a quienes sintió que la amaban  escribiendo en los cristales de su existencia poemas que quedaron grabados en una pátina de vaho.  Proclamas que recorrieron el mundo produciendo el chasquido, la primera chispa de una nueva emoción en las mujeres que la leyeron, que la conocieron.  Volvió a su pueblo natal, a la vieja casa donde cantó su primer llanto a la vida. No podía desprenderse de aquello que era parte esencial de su relato vital. Y allí conoció al hombre que la acompañó durante los siguientes 40 años. El maestro de la nueva escuela. Silencioso, de ojos azules, caudal de una dulzura que modela su masculinidad, fue discípulo y maestro para Amelia. Tuvieron 3 hijas más. Las tuvieron, porque siempre sintieron que eran fruto del parto de amor que se tejía tras las paredes de piedra de la casa. Y Amelia siguió viendo y viviendo la vida con su catalejo de complejidad, rascando el barniz de la estupidez social para hacer brotar la voz de millones de mujeres. Y entre esa sinfonía de voces surgía talento, coraje, creatividad, poniendo la proa de la realidad en una nueva dirección, lejos del viaje circular que embriaga de mezquindad  la última botella de coñac. Esa que se etiquetaba con orgullo como “Es cosa de hombres”.
Amelia está cansada. Pero parece que todavía no es hora de dormir. La muerte hace solitarios esperando respetuosa. Esperando a que el día 8 de marzo de algún año por venir, deje de conmemorarse aquello que representa Amelia desde hace 104 años.  Mientras tanto, el trajín de la familia no impide que la mujer del catalejo siga escribiendo sus breves andanadas de amor y justicia que recorren las manos de niñas, niños, maestros y maestras, entre risas y debates. Es extraño que ninguno de esos pajaritos de papel haya llegado a la Moncloa. ¿Será el sur?

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