Los ojos de Amelia apenas se
humedecen. Pero observan el mundo con la intensidad con la que miró el diminuto
entorno de la habitación donde duerme
cada noche, donde su madre la echó al mundo hace 104 años. En la casa que la
vio nacer, en la casa de la que marchó, a la que volvió, en la cama en la que
la muerte le contará el último cuento suspirado por la luna. Amelia es alma
fértil, como la madre tierra, como sus manos, largos y finos pinceles que han
dado color a la vida de su condición de mujer.
Manos que se mueven en la nada ocupada por la brisa del sur cuando
sacude las praderías de la última aldea en lo más alto del abrazo entre
montañas que dormitan mientras el tiempo talla sus penachos. Amelia distingue
las sombras de sus hijas, de sus nietas, de sus bisnietas. Y los recuerdos
vuelven a ser imágenes que escribe en sus libritos, poesías y proclamas que se
extienden allá donde una mujer clama justicia con el coraje de quien tira la
puerta invisible de una celda mundanal. Celda de emociones y talento, barrotes
de silencio, reos del descaro de un mundo que mató a la Diosa Blanca para
ponerle barbas a la Luna. Manos que
aprendieron a escribir de la mano de su madre, que taponaron los agujeros
sangrientos de las balas en una guerra delirante de odios irracionales. Aquella
joven que vio morir a su padre en manos de un vecino que pasaba por allí,
estuvo en las trincheras fusil en mano sabiendo que nunca podría apretar el
gatillo. Repartiendo el aguardiente que llamaban “saltatrincheras”, Amelia
corrió por los bosques escondiéndose del verdugo de post guerra. Y entre robles
y juventud, entre el aroma de brotes almendrados de primavera, conoció al amor
como refugio del alma. Mujer, en aquel pajar de alta montaña en el que se
encontraba con el joven armado de cuchillo, fusil, miedo y esperanza, renegado
de la opresión, fantasma de los valles, salvaba todos los peligros para
encontrarse con Amelia. La noche estrellada derrama luz sobre sus cuerpos. La
luna vuelve a divinizar la realidad del mundo por un instante. El guerrillero
tumbado bajo el cuerpo de Amelia le pregunta en un susurro… ¿Existe el cielo?
Ella responde breve y con la emoción de un instante eterno. Sí, esto es el
cielo. Tras la muerte del joven,
fusilado entre vías de un camino sin más trenes que el recuerdo de la vieja
locomotora, Amelia huyó a la vieja y vecina Francia llevando a su hija como
único equipaje. Y la vida le abrió caminos entre heridas de mujer, cadenas de
una condición deseada y subyugada. El corazón
de Amelia se abrió a la ciudad que le permitió estudiar, que sus dedos se
convirtieran en esos largos pinceles que expresaron durante años la injusticia
de las celdas en las que se ocultaban talento y derechos, mujeres de todo tipo
y condición. Rutas de humillación entre hombres mediocres que elevaban su voz
como si un poder invisible invistiera su mirada miope. Amamantó con amor y pasión el alma de su
hija, ser alado que después de acabar sus estudios de derecho se embarcó a las
Américas. Y ella, con sus pasos de mujer
que abandera su condición de parte inherente a un mundo más libre, luchó, amó,
fue encarcelada cientos de veces, y cientos de veces rescatada por quienes
sentían su poder, su magnetismo, su emoción hipnótica ante la vida. Expresión
femenina de un vivir emocional constreñido en el laberinto masculino,
aleccionado para no expresar lo que el muro de poder exige silenciar. Mujer
libre de prejuicios, amó a quienes
sintió que la amaban escribiendo en los
cristales de su existencia poemas que quedaron grabados en una pátina de vaho. Proclamas que recorrieron el mundo
produciendo el chasquido, la primera chispa de una nueva emoción en las mujeres
que la leyeron, que la conocieron.
Volvió a su pueblo natal, a la vieja casa donde cantó su primer llanto a
la vida. No podía desprenderse de aquello que era parte esencial de su relato
vital. Y allí conoció al hombre que la acompañó durante los siguientes 40 años.
El maestro de la nueva escuela. Silencioso, de ojos azules, caudal de una
dulzura que modela su masculinidad, fue discípulo y maestro para Amelia.
Tuvieron 3 hijas más. Las tuvieron, porque siempre sintieron que eran fruto del
parto de amor que se tejía tras las paredes de piedra de la casa. Y Amelia
siguió viendo y viviendo la vida con su catalejo de complejidad, rascando el barniz
de la estupidez social para hacer brotar la voz de millones de mujeres. Y entre
esa sinfonía de voces surgía talento, coraje, creatividad, poniendo la proa de
la realidad en una nueva dirección, lejos del viaje circular que embriaga de
mezquindad la última botella de coñac.
Esa que se etiquetaba con orgullo como “Es cosa de hombres”.
Amelia está cansada. Pero parece
que todavía no es hora de dormir. La muerte hace solitarios esperando
respetuosa. Esperando a que el día 8 de marzo de algún año por venir, deje de
conmemorarse aquello que representa Amelia desde hace 104 años. Mientras tanto, el trajín de la familia no impide
que la mujer del catalejo siga escribiendo sus breves andanadas de amor y
justicia que recorren las manos de niñas, niños, maestros y maestras, entre
risas y debates. Es extraño que ninguno de esos pajaritos de papel haya llegado
a la Moncloa. ¿Será el sur?
No hay comentarios:
Publicar un comentario