Fuego en las entrañas de una tierra que un día fue vergel de
sabiduría dictada por la naturaleza. Hoguera de piel, de noche, de delirios. Así
miran los ojos que agotan la miel que un día brilló en su iris la noche sin
estrellas. Noche de fugacidad que sonríe al viejo chamán de alma sombría.
Hombre sin edad, gota de lluvia en la inmensidad del devenir de la existencia,
durante un tiempo sin tiempo fue costura de las cicatrices del alma de quienes
sentían los trozos de su vida salpicarse por la orilla del dolor.
Pespuntes de palabras, bálsamos y elixires que acercaron a su tribu al
conocimiento de quienes se saben vivos por la presencia de los demás. El pueblo había dejado el valle. Los jóvenes
se desperdigaron como hojas de otoño, los viejos se disolvieron en la pradera
dejando escrito en los bosques el amor a su tierra.
El pensar sombrío del
anciano es la aurora boreal en la que se dibuja el destino. Voces del ayer,
pasiones que exploraron el susurro de las plantas, los consejos de la brisa,
brújula perenne que guio su instintiva forma de poner cataplasmas de musgo
embebido del rezumar de la savia exudada de los viejos sauces.
Al levantarse sintió la ingravidez de su cuerpo antiguo, de
su pesar, de las ramas que sostienen historias que se escriben en el tronco del
último roble. De pie, la noche pareció
más oscura, el alba más lejano, el horizonte pegado a su respiración.
Despertó de su ensueño golpeado por las luces del atardecer.
Sus noventa y pico años, según le contaban que tenía, le producían una mueca de molestia al darse
cuenta de que su cuerpo era un conjunto de articulaciones que había que ordenar
en cada movimiento. Su pelo seguía
siendo tan blanco como hacía 40 años, derramado por su frente, dejando que sus
aguamarinas recogidas en las cuencas de su rostro sonrieran. Hacía algunos años
que sonreía. Sonreír en paz. Un collage en el viejo mapa de su corazón.
Luz. Se atusó los níveos cabellos, se
miró presumido al espejo sin parar a contar las arrugas que le marcaban los
minutos del vivir, reloj de sol, luna eterna de rostro cambiante que le regala
recuerdos de plata.
Salió por el sendero rebosante de zarzamora y digitalis
acampanilladas. Saludó al librero
tabernero, para encontrar a la salida de la curva de la “Muela”, su más
precioso tesoro.
El edificio se incrustaba entre dos lomas, acristalado, en
forma de ola breve, verdosa y azulada, parecía desaparecer en verano,
mimetizarse con el manto de ocres en otoño.
Jóvenes reían besándose en la hierba, pintaban bocetos de sus propios
sueños… Aquel edificio breve que pareció
ser parido por el mar y la roca, aquel que nunca consiguió bautizar, recogía el
talento de jóvenes que allí acudían a respirar su propia vida, a sentir que
podían mirarse al espejo de su propia realidad explorando sus ingentes
capacidades para imaginar un mundo quizás mejor. Y sus ojos se cruzaron con los de ella, extrañado
de su belleza natural, de la negativa de su mente y de su cuerpo a envejecer.
Hacía muchos años que era el corazón de esa ola acristalada multicolor. Hacía
muchos años que sentía el beso cálido en sus mejillas. Hacía muchos años que el
chamán sombrío tenía un rinconcito de luz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario