Cada carta es una cita con la
vida, una expresión de emociones, un dibujo de palabras. Cartas de adiós,
cartas de bienvenida, líneas escritas desde la zozobra o el amor. Atravesando
el tiempo, desde el deseo de que las líneas sean una copa de esperanza en el
corazón de quien las recibe. Cartas con
alas que recorren las corrientes del pensamiento a través del viento. Cartas
que se esperan, que resquebrajan el alma, que cierran heridas, que piden
perdón, que dan las gracias. Las manos
infantiles que garabatean la carta a sus Reyes Magos entre sueños alborotados y
la lengua fuera, como guía natural de la “Q”. Las manos del último refugiado,
del último exiliado de un mundo que no tiene recuerdos más allá de las señales
de una ventana luminosa.
“…Echo en falta tu mirada de silencio, tus manos acariciando mi pelo en
las noches en las que los cuentos desordenaban sus finales hasta que tú los
dibujabas en mi corazón para que mis ojos se cerraran en un sueño estrellado.
El sol está punto de salir, como cada mañana apoyado a la repisa de mi ventana.
Tus nietos se abren paso por la vida entre carambolas de fortuna y
conocimiento, entre breves frustraciones que les recuerda aquellas palabras
tuyas en una de tus cartas. Soportad de pie la adversidad de la vida y encontraréis
en la esquina de la siguiente calle un instante de felicidad. Y seguiréis
andando.
Solo pienso en volver a pisar el camino de grijo hasta la puerta de la
casa donde nací, paredes azuladas en las que podía pintar por la mañana, los
domingos, desde la cama que con tanto mimo me hiciste. Te quiero, padre.”
El último cartero pasó por última
vez por el sendero antes de que dieran matasellos a su larga vida portando
vidas plegadas en sobres. Su mirada sonrió un instante, cogió la carta como si
de un bello tesoro se tratase, la colocó en su saco de cuero curtido por soles
y lluvias y pedaleó para llevar la carta a su último destino, la habitación 431
del hospital en el que seguro el contenido era sanador.
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