jose maria

jose maria

jueves, 5 de marzo de 2015

LA OLLA LOLA



La mañana se escurre por el imperceptible cuello del reloj de arena del existir. Anodino el tiempo en silencio, almas que la vida ha dejado de llenar. Así pensaba Lola, la olla más mayor, cuando decidió convocar en el camino a su hermana Luisa y a sus cuatro primas, tan aburridas de su existencia que decidieron reunirse a deliberar sobre su destino.  Los susurrados comentarios de Lola animaron la conversación convertida en un acalorado debate. Aquellos maravillosos años de juventud en los que podían oír las risas de los chiquillos, sentir las manos del ganadero en su piel metálica, como caricias del trabajo de sol a sol. La leche tibia cayendo en sus entrañas, el jugueteo entre ellas haciendo tintinear sus cuerpos ondulados, el olor de las cocinas de leña y los deliciosos viajes en la vieja camioneta de pueblo en pueblo. El sabor del resto de la leche cuajada hasta que el agua limpiaba sus entrañas. Y ahora, solo el sol de los cortos veranos y los largos inviernos gélidos hacían que en las mañanas aparecieran relucientes, espejos del pasado.  Y la olla Lola animó a su hermana y sus primas a emprender un viaje por el camino que conocían. Pero el miedo atenazó al resto del grupo, pensando en la seguridad de les daba la esquina del casetón donde dormitaban hacía algunos años.
Y Lola decidió partir sola entre las lágrimas blanquecinas de su hermana y el enfado quisquilloso de sus primas.  Allí dejó sus recuerdos, su afanosa y leal existencia cansada de que la familia que ocupó la vieja casa del vaquero tiempo después de que muriera de una eterna tuberculosis, la llenara de tierra para plantar en su boca helechos y ramilletes de absurdos ornamentos que la convertían en un florero en el esperpéntico porche en el que los fines de semana se reunían a comer con invitados que admiraban lo que no conocían.
La olla sabía que el viaje era largo. Los cinco kilómetros que separaban su casa de la del artesano eran un viaje pesado. Cuando oía el ruido de un coche o los pasos de un vecino, corría a apostarse junto al primer árbol que pillaba, o se pegaba al mojón más cercano, como si estuviera colocada allí en espera de ser recogida, evitando levantar sospechas.  Pasaron dos semanas hasta llegar a las puertas la casa de piedra que conocía de pasar muchas veces frente a ella.  Allí la encontró el viejo Andrés, artesano de ollas desde que el tiempo es tiempo, al menos para Lola. Sus manos largas, como sabios sarmientos de vid convertidos en vida acariciaron el metal haciendo sonreír a la olla. Y agarrándola por sus asas, la llevó a su taller.
La Luna esa noche lució llena, ocupando la totalidad del ventanuco. Salpicó de luz la estancia, dejando ver las ollas ferroviarias, los pucheros, durmiendo entre ronquidos metálicos, suaves. Y entre destellos de blanca mirada de la dama de la noche, pudo ver el brillo bronceado del alambique. Esbelto y orgulloso, la observaba divertido. Lola se acercó hasta quedar a su lado. Sonrió la olla con curiosidad.  Y él le contó que llevaba allí muchos años. Su secreto ya no era el orujo, sino las mezclas que Andrés preparaba convertido en viejo druida al dejar la lumbre y los martillos. Era cómplice de su sabiduría, de los misterios de una naturaleza que se expresaba en sus maceraciones, para después destilar sus elixires. 
El alambique tenía en su panza una mezcla de miel, bayas fermentadas, rosas, hojas de roble, aroma del sur, hierba recién cortada, espuma de olas, raíz de mandrágora, picadura de rosas y leche ordeñada al amanecer.  Un goteo de recuerdos, de anhelos, de amor que goteaba la fina desembocadura del esbelto fabricante de amor. La olla Lola abrió su tapa, dejando que el goteo del líquido elemento rompiera en el fondo de su alma hueca.  La noche recogió su manto de estrellas con pereza, empujada por un amanecer insolente como con prisas por crear su escenario de belleza insultante.  Cuando el viejo Andrés abrió la puerta del taller miró sin encontrar.
-¿Dónde demonios se han metido estos dos?
Nunca supo de ellos. Dicen los dibujantes de mapas de vida, que allá donde no había caminos, ahora se abren senderos de esperanza. Quizás por allí paseó el amor de la olla y el alambique.

No hay comentarios: