La mañana se escurre por el
imperceptible cuello del reloj de arena del existir. Anodino el tiempo en
silencio, almas que la vida ha dejado de llenar. Así pensaba Lola, la olla más
mayor, cuando decidió convocar en el camino a su hermana Luisa y a sus cuatro
primas, tan aburridas de su existencia que decidieron reunirse a deliberar
sobre su destino. Los susurrados
comentarios de Lola animaron la conversación convertida en un acalorado debate.
Aquellos maravillosos años de juventud en los que podían oír las risas de los
chiquillos, sentir las manos del ganadero en su piel metálica, como caricias
del trabajo de sol a sol. La leche tibia cayendo en sus entrañas, el jugueteo
entre ellas haciendo tintinear sus cuerpos ondulados, el olor de las cocinas de
leña y los deliciosos viajes en la vieja camioneta de pueblo en pueblo. El
sabor del resto de la leche cuajada hasta que el agua limpiaba sus entrañas. Y
ahora, solo el sol de los cortos veranos y los largos inviernos gélidos hacían
que en las mañanas aparecieran relucientes, espejos del pasado. Y la olla Lola animó a su hermana y sus
primas a emprender un viaje por el camino que conocían. Pero el miedo atenazó
al resto del grupo, pensando en la seguridad de les daba la esquina del casetón
donde dormitaban hacía algunos años.
Y Lola decidió partir sola entre
las lágrimas blanquecinas de su hermana y el enfado quisquilloso de sus
primas. Allí dejó sus recuerdos, su
afanosa y leal existencia cansada de que la familia que ocupó la vieja casa del
vaquero tiempo después de que muriera de una eterna tuberculosis, la llenara de
tierra para plantar en su boca helechos y ramilletes de absurdos ornamentos que
la convertían en un florero en el esperpéntico porche en el que los fines de
semana se reunían a comer con invitados que admiraban lo que no conocían.
La olla sabía que el viaje era
largo. Los cinco kilómetros que separaban su casa de la del artesano eran un
viaje pesado. Cuando oía el ruido de un coche o los pasos de un vecino, corría
a apostarse junto al primer árbol que pillaba, o se pegaba al mojón más
cercano, como si estuviera colocada allí en espera de ser recogida, evitando
levantar sospechas. Pasaron dos semanas
hasta llegar a las puertas la casa de piedra que conocía de pasar muchas veces
frente a ella. Allí la encontró el viejo
Andrés, artesano de ollas desde que el tiempo es tiempo, al menos para Lola.
Sus manos largas, como sabios sarmientos de vid convertidos en vida acariciaron
el metal haciendo sonreír a la olla. Y agarrándola por sus asas, la llevó a su
taller.
La Luna esa noche lució llena,
ocupando la totalidad del ventanuco. Salpicó de luz la estancia, dejando ver
las ollas ferroviarias, los pucheros, durmiendo entre ronquidos metálicos,
suaves. Y entre destellos de blanca mirada de la dama de la noche, pudo ver el
brillo bronceado del alambique. Esbelto y orgulloso, la observaba divertido.
Lola se acercó hasta quedar a su lado. Sonrió la olla con curiosidad. Y él le contó que llevaba allí muchos años.
Su secreto ya no era el orujo, sino las mezclas que Andrés preparaba convertido
en viejo druida al dejar la lumbre y los martillos. Era cómplice de su
sabiduría, de los misterios de una naturaleza que se expresaba en sus
maceraciones, para después destilar sus elixires.
El alambique tenía en su panza
una mezcla de miel, bayas fermentadas, rosas, hojas de roble, aroma del sur,
hierba recién cortada, espuma de olas, raíz de mandrágora, picadura de rosas y
leche ordeñada al amanecer. Un goteo de
recuerdos, de anhelos, de amor que goteaba la fina desembocadura del esbelto
fabricante de amor. La olla Lola abrió su tapa, dejando que el goteo del
líquido elemento rompiera en el fondo de su alma hueca. La noche recogió su manto de estrellas con
pereza, empujada por un amanecer insolente como con prisas por crear su
escenario de belleza insultante. Cuando
el viejo Andrés abrió la puerta del taller miró sin encontrar.
-¿Dónde demonios se han metido
estos dos?
Nunca supo de ellos. Dicen los
dibujantes de mapas de vida, que allá donde no había caminos, ahora se abren
senderos de esperanza. Quizás por allí paseó el amor de la olla y el alambique.
…
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