Ella le prometió con la boca que
iba a volver, pero con los ojos no. Aún así, cada tarde, después de agotar la
mañana en sus tareas tan cotidianas como aburridas, regresaba al mismo punto
donde la dejó para tomar el autobús. El mismo punto por el que regresaba el
mismo autobús sin detenerse nunca. La añoranza no impedía que sus pasos, como
lastres de un barco varado entre corrientes de vida, le llevaran hasta la
parada. Parada del pulso de su alma, dejando caer de sus manos el talento que
plasmaba en sus bellas ilustraciones, cuentos como laboratorios de experiencia,
cuentos que los lectores no tenían que leer al acariciar aquellos dibujos que
latían en las hojas como mapas de vida que cada miraba recogía como si fuera
solo suya.
El invierno deshojó su último
pétalo, deseoso de abrazar a su querida primavera, no siempre puntual. Y el
pintor de sueños se acercó de nuevo a la marquesina donde hacía un año esperaba
con la devoción de quien nada espera. El autobús volvió a acercarse ni lento ni
rápido, con la misma parsimonia de cada día, con sus ojos lánguidos por faros,
reluciente su frente acristalada, sin destino señalado. Y en ese momento, por
primera vez levantó el brazo. Nunca lo había hecho, siempre creyendo que no
pararía, que no tenía sentido ir a ninguna parte. Pero solo hizo falta que la mano le indicara
el alto para que el viejo autobús se detuviera a su altura, abriera sus puertas
delanteras, invitación a subir tras la voz del conductor tan lejana como
amable. ¡Suba! Y el hombre subió. El pasillo vacío, los asientos vacíos, un
instante de duda, desasosiego, cansancio y una repentina serenidad que le
invitó a cerrar los ojos. Solo pudo
escuchar al hombre bajito y rotundamente jorobado que parecía agarrarse al
enorme volante una vez más. ¡Agárrese! Y el vagón de ruedas neumáticas despegó
del asfalto para sobrevolar en pocos segundos el edificio donde pudo divisar el
ático donde le decía adiós su camastro y sus lápices de colores. Puede decirse que aterrizó aquel autobús
delirante. No había más pista que un campo
inmenso, nevado de pequeñas margaritas que se empujaban en el barullo
del brotar de la primavera. Detestaba las margaritas. Y en ese instante un nutrido grupo de vacas
apareció para comérselas con parsimonia, dejando en ellas esa mirada de
enamoradas del tren que las saludaba.
Pero la última de las flores, de tallo más alto y esbelto pareció
mirarle extrañada de su desdén. Y ella misma liberó sus bellos pétalos, como
largas pestañas de una última mirada, enrojeciendo su inflorescencia, dejando
que el breve rizoma se sacudiera de la tierra para volar a su mano. Y en ese instante, el alma infantil del
dibujante sopló por el tallo. Sopló comprobando que un globito incipiente
aparecía en el otro extremo. Sopló y la esencia de aquella bella inflorescencia
se convirtió en globo, alma del pintor que se expandía más y más, hasta
elevarlo con el golpe de viento que carcajeo al atrapar aquella imagen.
Las últimas láminas del último
cuento muestran el estallido del globo justo sobre la parada donde siempre
esperó. Allí cayó, sacudido por el susto y la sorpresa, viendo llegar de nuevo
el autobús. Y esta vez se paró sin que el levantara su mano. La puerta se
abrió. Y pudo ver sus ojos sonrientes y en su boca, la promesa de volver.
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