jose maria

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lunes, 27 de abril de 2015

DESHOJANDO...



Ella le prometió con la boca que iba a volver, pero con los ojos no. Aún así, cada tarde, después de agotar la mañana en sus tareas tan cotidianas como aburridas, regresaba al mismo punto donde la dejó para tomar el autobús. El mismo punto por el que regresaba el mismo autobús sin detenerse nunca. La añoranza no impedía que sus pasos, como lastres de un barco varado entre corrientes de vida, le llevaran hasta la parada. Parada del pulso de su alma, dejando caer de sus manos el talento que plasmaba en sus bellas ilustraciones, cuentos como laboratorios de experiencia, cuentos que los lectores no tenían que leer al acariciar aquellos dibujos que latían en las hojas como mapas de vida que cada miraba recogía como si fuera solo suya. 
El invierno deshojó su último pétalo, deseoso de abrazar a su querida primavera, no siempre puntual. Y el pintor de sueños se acercó de nuevo a la marquesina donde hacía un año esperaba con la devoción de quien nada espera. El autobús volvió a acercarse ni lento ni rápido, con la misma parsimonia de cada día, con sus ojos lánguidos por faros, reluciente su frente acristalada, sin destino señalado. Y en ese momento, por primera vez levantó el brazo. Nunca lo había hecho, siempre creyendo que no pararía, que no tenía sentido ir a ninguna parte.  Pero solo hizo falta que la mano le indicara el alto para que el viejo autobús se detuviera a su altura, abriera sus puertas delanteras, invitación a subir tras la voz del conductor tan lejana como amable. ¡Suba! Y el hombre subió. El pasillo vacío, los asientos vacíos, un instante de duda, desasosiego, cansancio y una repentina serenidad que le invitó a cerrar los ojos.  Solo pudo escuchar al hombre bajito y rotundamente jorobado que parecía agarrarse al enorme volante una vez más. ¡Agárrese! Y el vagón de ruedas neumáticas despegó del asfalto para sobrevolar en pocos segundos el edificio donde pudo divisar el ático donde le decía adiós su camastro y sus lápices de colores.  Puede decirse que aterrizó aquel autobús delirante. No había más pista que un campo  inmenso, nevado de pequeñas margaritas que se empujaban en el barullo del brotar de la primavera. Detestaba las margaritas.  Y en ese instante un nutrido grupo de vacas apareció para comérselas con parsimonia, dejando en ellas esa mirada de enamoradas del tren que las saludaba.  Pero la última de las flores, de tallo más alto y esbelto pareció mirarle extrañada de su desdén. Y ella misma liberó sus bellos pétalos, como largas pestañas de una última mirada, enrojeciendo su inflorescencia, dejando que el breve rizoma se sacudiera de la tierra para volar a su mano.  Y en ese instante, el alma infantil del dibujante sopló por el tallo. Sopló comprobando que un globito incipiente aparecía en el otro extremo. Sopló y la esencia de aquella bella inflorescencia se convirtió en globo, alma del pintor que se expandía más y más, hasta elevarlo con el golpe de viento que carcajeo al atrapar aquella imagen.
Las últimas láminas del último cuento muestran el estallido del globo justo sobre la parada donde siempre esperó. Allí cayó, sacudido por el susto y la sorpresa, viendo llegar de nuevo el autobús. Y esta vez se paró sin que el levantara su mano. La puerta se abrió. Y pudo ver sus ojos sonrientes y en su boca, la promesa de volver.

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