La noche no parecía tener fin
tras la boca desdentada de la gruta. El
frío apergaminaba las paredes, como musculatura viva de la montaña. Y la espera
amasa la angustia como sus manos lo hacen con los pocos alimentos que yacen en
los recovecos del laberinto que se pierde a su espalda entre el quejido de los
ecos que la tos de Aia devuelve de su negra garganta.
Sus ojos ancianos, destilan el
miedo y el coraje de la supervivencia. Su desnudez delata sus 16 años en un
cuerpo bello en su curvatura, en las dimensiones de su cráneo que parece
empujar hacia atrás para que su frente se abra al universo por descubrir.
Largos brazos que ya no quieren alcanzar el suelo, decididos a dar un uso
mágico a sus dedos, pechos de una madre que acoge el amor primitivo, íntimo, en
comunión con la madre tierra, el hermano fuego, la diosa luna. Su cachorro, su
vástago, el dibujo en movimiento de una nueva realidad, la propia perpetuación
como impronta de un profundo sentimiento de identidad que se afianza en su
corazón. El fuego dibuja sombras ante sus ojos humedecidos por una estrella
lluvia que sale del alma. Sonríe mientras llora la espera. Y los pasos de Oua no disimulan la prisa por
llegar al inhóspito hogar, hogar a pesar de todo, hogar que familiariza a
aquellos seres ancestrales de movimientos sabios, que danzan con la naturaleza,
que nacen, viven y mueren en ella, con ella.
Su presencia poderosa hace sonreír a Aia, sintiendo la protección de su
cuerpo, de su fuerza que cada día bucea en el valle para obtener los frutos que
alimenten a su mujer y a su hijo Zan.
El abrazo de cuerpos que se
conocen, que se reconocen, el amor sin cuartel, sin palabras, en esencia, de
dos seres que oscilan entre la vida y la muerte como acontecimiento cotidiano.
Pero esa noche solo podían morir para resucitar al amanecer. La luna se asomó
al ojo chispeante de la cueva celosa de algo que anhelaba del sol sabedora de
su eterno amor frustrado, eclipsado por la presencia de ese bello plantea azul,
muy azul que observa cada noche. Los
ojos de Aia se abrieron entre el calor y el placer del cuerpo que lo arropaba.
Miró las rocosas paredes sobre sus
cabezas, recordó al gran bisonte, bello señor de las praderas del que en más de
una ocasión habían huido inútilmente, porque nunca los persiguió, Se incorporó, acarició la piel pétrea del
interior de la montaña, la piel de su casa, sintiendo la untuosa sensación de
la grasa mezclada con barros rojizos mientras deslizaba sus dedos por los
relieves de la roca. Instinto que expresa, que mueve y conmueve. Allí estaba
ella extasiada con su obra, salida de sus dedos como trazos de vida… Mientras
tanto, el profundo sueño de Oua describió el arco iris tensándose en el
horizonte, completando la curva. Y estrellas fugaces salían despedidas desde el
interior de su seno hacia un cielo que se despierta atravesando nubes
deshilachadas. Y al despertar, esa idea cobró forma maravillado por aquel
bisonte brotado de la roca, a través de las manos manchadas de Aia. Dos días
fueron suficientes para que aquel hombre construyera un arco tan rudimentario
como eficaz. Un arco que marcó su existir en los años venideros. Un arco que
trajo al bisonte en forma de alimentos y pieles…
Amor y creatividad se dieron la
mano entre sueños. Y algo nuevo surgió de aquellas manos que entrelazadas
anudaban su futuro incierto.
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