jose maria

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lunes, 6 de abril de 2015

SOLEDAD





La tarde espera acurrucada entre las olas de una marea verde que amenaza corrientes de silencio.  Los tambores mudos, las dulzainas hilvanando un susurro de brisa entre la melancolía de una plegaria que se lleva el viento.  Los pasos vuelven al templo desde los confines de la nada, entre la niebla de almas desazonadas.  Llevan los costaleros a la Guardiana de la Soledad.  Desde hace más de 250 años,  la procesión enfila por las calles del pueblo cualquiera de los días de Semana Santa, sin salmos que coronen el paso de los oficiantes.  La tarde de luz pinta trazos de primavera,  anaranjando el horizonte, atiborrado de sol de primavera.  Nadie sabe cómo, aquella imagen llegó hasta la vieja iglesia donde hace mucho tiempo que no hay culto. Solo el que los vecinos solitarios veneran acercándose entre la niebla a contemplar su rostro.  El pueblo vive en el bullicio del silencio, inundados de soledad. Caminan por las callejas sintiéndose solos, rumbo a los campos, a las fábricas de loza, a la capital donde algunos trabajan. Dicen que hace muchos años pasó por aquel lugar un hombre de mirada oscura, taciturno, vendedor de alegrías ajenas, labrador de envidias que hicieron del lugar un campo santo de seres mudos, escondidos en su soledad, temerosos del vecino, del hermano, del padre y de la madre.
Tristán contemplaba el paso de la comitiva con la desesperación de quien sabedor de su exitosa existencia había tenido la mala suerte de romper el radiador de su coche  a las afueras del pueblo. Mala y buena suerte, porque el solitario mecánico con el que se dio de bruces  le dijo entre dientes que a la mañana siguiente tendría  el vehículo arreglado para continuar su viaje por el alfombrado mundo en el que devoraba el poder de su posición.
El pórtico de la vieja iglesia pareció engullir despacio, con digestiva calma a la procesión. Y los hombres y mujeres, silenciosos, salían por una puerta lateral hacia sus hogares, sepulcros de amor.  Fue entonces cuando el joven, no tan joven, sintió el frío de la noche paciente sacudiendo su nuca y empujándolo inconscientemente a refugiarse en el templo de fachada sin sonrisa, sin mirada en sus piedras. La breve nave nerviada soportada por columnas  sin piel de historia, descarnadas por el tiempo y recuerdo de un responso tan lejano, iluminaba esa noche el altar mayor con dos candiles y media docena de cirios. Luz sin brillo, luz que le produjo en ese instante, una profunda soledad. Y a su derecha, casi a pie de un suelo empadrado posaba y reposaba la imagen que ya le había llamado la atención. La Guardiana de la Soledad. Una mujer de ojos llamativamente grandes,  protegidos por cejas alineadas sobre su frente, parecía mirar a un infinito delimitado por aquellas paredes que no dejaban pasar el sonido de la vida.  Su pelo oscuro parecía moverse con una brisa que no sacudía la llama de los velones. Extraña imagen, pensó Tristán mientras se sentaba en el banco más próximo y que parecía recoger un agradable calor. Las manos de la imagen entrelazadas, sin ningún objeto que sujetar, sin mundo que soportar.  Una túnica azul, tan azul como un mar embravecido cubría su cuerpo esbelto dejando a la vista sus pies descalzos que de solo mirarlos producían frío sobre la piedra.  Y Tristán sintió en ese momento, al mirar aquellos ojos profundos, azabaches clavados en una piel de marfil, una profunda soledad. Soledad laberíntica que se cruzó con la mirada de la mujer. Soledad que le conectó consigo mismo. Soledad que le permitió hablar en silencio de su propia historia relatada siempre por los demás. Soledad que le hacía consciente, por primera vez, de su deseo de amar y sentirse amado más allá de los teatros mundanales en los que interpretaba la función de su existencia. Soledad que, al aparece,r negaba el vacío, afirmando la realidad del diálogo interno escuchado por aquella imagen que parecía escuchar con un breve pestañear. Y Tristán reescribió partes de su propio relato vital en presencia de Soledad, presencia amable y discreta que desaparece cuando molesta, que nos devuelve la posibilidad de hablar hacia adentro cuando toda la vida lo hacemos hacia afuera.
La mirada de la imagen se hizo más intensa a medida que Tristán ahondaba en sus abismos, en sus alas de piedra que le impedían volar.  Una lágrima brotó del rostro del hombre sin ser consciente del tiempo que había pasado desde que se sentó en el descansillo de su propia vida. Miró el reloj. Las agujas se habían parado hacía mucho tiempo. Se levantó para irse pero siguió mirando a Soledad. Y en ese momento escuchó su voz suave, como un suspiro.
-Espera.
Y la imagen se movió despacio hacia él. Su piel se oscureció ligeramente. Su boca sonrió fresca. Sus ojos le miraban con infinita paz. La mano se aproximó a su rostro y le limpió la lágrima que había quedado colgada entre los dos mundos de Tristán. 
-Me siento cansada de vivir la soledad del mundo.
                Un beso selló nuevamente el silencio, los pasos de dos que salieron de aquella vieja iglesia.
A los pocos días el pueblo se revolucionó. Habían robado la imagen de su Guardiana de la Soledad. Era imposible. Era posible. Pero con el tiempo los habitantes de aquel pueblo descubrieron que habían perdido el miedo a mirarse a los ojos, a tocarse, a reír, a abrazarse.  La sonrisa de quienes la habían perdido, la presencia de quienes parecían haber desaparecido aun estando a su lado.
Solo Matías, el mecánico salió mal parado, porque le dieron por loco cuando contó que una pareja había subido en el coche que había arreglado la tarde de la procesión. Y para más inri, que la mujer le recordaba a la imagen aparentemente sustraída. Le atiborraron de antipsicóticos y hoy,  se acerca al viejo templo cada lunes para mirar el pedestal vacío con el que habla bajito aliviando  eso que llaman soledad, incomprendido por un mundo loco.



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