La tarde espera acurrucada entre
las olas de una marea verde que amenaza corrientes de silencio. Los tambores mudos, las dulzainas hilvanando
un susurro de brisa entre la melancolía de una plegaria que se lleva el
viento. Los pasos vuelven al templo
desde los confines de la nada, entre la niebla de almas desazonadas. Llevan los costaleros a la Guardiana de la
Soledad. Desde hace más de 250
años, la procesión enfila por las calles
del pueblo cualquiera de los días de Semana Santa, sin salmos que coronen el
paso de los oficiantes. La tarde de luz
pinta trazos de primavera, anaranjando
el horizonte, atiborrado de sol de primavera.
Nadie sabe cómo, aquella imagen llegó hasta la vieja iglesia donde hace
mucho tiempo que no hay culto. Solo el que los vecinos solitarios veneran
acercándose entre la niebla a contemplar su rostro. El pueblo vive en el bullicio del silencio,
inundados de soledad. Caminan por las callejas sintiéndose solos, rumbo a los
campos, a las fábricas de loza, a la capital donde algunos trabajan. Dicen que
hace muchos años pasó por aquel lugar un hombre de mirada oscura, taciturno,
vendedor de alegrías ajenas, labrador de envidias que hicieron del lugar un
campo santo de seres mudos, escondidos en su soledad, temerosos del vecino, del
hermano, del padre y de la madre.
Tristán contemplaba el paso de la
comitiva con la desesperación de quien sabedor de su exitosa existencia había
tenido la mala suerte de romper el radiador de su coche a las afueras del pueblo. Mala y buena
suerte, porque el solitario mecánico con el que se dio de bruces le dijo entre dientes que a la mañana
siguiente tendría el vehículo arreglado
para continuar su viaje por el alfombrado mundo en el que devoraba el poder de
su posición.
El pórtico de la vieja iglesia
pareció engullir despacio, con digestiva calma a la procesión. Y los hombres y
mujeres, silenciosos, salían por una puerta lateral hacia sus hogares,
sepulcros de amor. Fue entonces cuando
el joven, no tan joven, sintió el frío de la noche paciente sacudiendo su nuca
y empujándolo inconscientemente a refugiarse en el templo de fachada sin
sonrisa, sin mirada en sus piedras. La breve nave nerviada soportada por
columnas sin piel de historia,
descarnadas por el tiempo y recuerdo de un responso tan lejano, iluminaba esa
noche el altar mayor con dos candiles y media docena de cirios. Luz sin brillo,
luz que le produjo en ese instante, una profunda soledad. Y a su derecha, casi
a pie de un suelo empadrado posaba y reposaba la imagen que ya le había llamado
la atención. La Guardiana de la Soledad. Una mujer de ojos llamativamente
grandes, protegidos por cejas alineadas
sobre su frente, parecía mirar a un infinito delimitado por aquellas paredes
que no dejaban pasar el sonido de la vida.
Su pelo oscuro parecía moverse con una brisa que no sacudía la llama de
los velones. Extraña imagen, pensó Tristán mientras se sentaba en el banco más
próximo y que parecía recoger un agradable calor. Las manos de la imagen
entrelazadas, sin ningún objeto que sujetar, sin mundo que soportar. Una túnica azul, tan azul como un mar
embravecido cubría su cuerpo esbelto dejando a la vista sus pies descalzos que
de solo mirarlos producían frío sobre la piedra. Y Tristán sintió en ese momento, al mirar
aquellos ojos profundos, azabaches clavados en una piel de marfil, una profunda
soledad. Soledad laberíntica que se cruzó con la mirada de la mujer. Soledad
que le conectó consigo mismo. Soledad que le permitió hablar en silencio de su
propia historia relatada siempre por los demás. Soledad que le hacía
consciente, por primera vez, de su deseo de amar y sentirse amado más allá de
los teatros mundanales en los que interpretaba la función de su existencia.
Soledad que, al aparece,r negaba el vacío, afirmando la realidad del diálogo
interno escuchado por aquella imagen que parecía escuchar con un breve
pestañear. Y Tristán reescribió partes de su propio relato vital en presencia
de Soledad, presencia amable y discreta que desaparece cuando molesta, que nos
devuelve la posibilidad de hablar hacia adentro cuando toda la vida lo hacemos
hacia afuera.
La mirada de la imagen se hizo
más intensa a medida que Tristán ahondaba en sus abismos, en sus alas de piedra
que le impedían volar. Una lágrima brotó
del rostro del hombre sin ser consciente del tiempo que había pasado desde que
se sentó en el descansillo de su propia vida. Miró el reloj. Las agujas se habían
parado hacía mucho tiempo. Se levantó para irse pero siguió mirando a Soledad.
Y en ese momento escuchó su voz suave, como un suspiro.
-Espera.
Y la imagen se movió despacio
hacia él. Su piel se oscureció ligeramente. Su boca sonrió fresca. Sus ojos le
miraban con infinita paz. La mano se aproximó a su rostro y le limpió la
lágrima que había quedado colgada entre los dos mundos de Tristán.
-Me siento cansada de vivir la
soledad del mundo.
Un
beso selló nuevamente el silencio, los pasos de dos que salieron de aquella
vieja iglesia.
A los pocos días el pueblo se
revolucionó. Habían robado la imagen de su Guardiana de la Soledad. Era
imposible. Era posible. Pero con el tiempo los habitantes de aquel pueblo
descubrieron que habían perdido el miedo a mirarse a los ojos, a tocarse, a
reír, a abrazarse. La sonrisa de quienes
la habían perdido, la presencia de quienes parecían haber desaparecido aun
estando a su lado.
Solo Matías, el mecánico salió
mal parado, porque le dieron por loco cuando contó que una pareja había subido
en el coche que había arreglado la tarde de la procesión. Y para más inri, que
la mujer le recordaba a la imagen aparentemente sustraída. Le atiborraron de
antipsicóticos y hoy, se acerca al viejo
templo cada lunes para mirar el pedestal vacío con el que habla bajito
aliviando eso que llaman soledad,
incomprendido por un mundo loco.
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