Desde hace un año, todos los días son iguales. Antes me importaba. Ahora
ya no. Adela me conduce con dulzura hasta el salón pequeño. Eso es que hay
visita. Escucho el chirriar de las ruedas por el largo pasillo de la casa. La
silla en la que acomodo la vejez que se revela entre batallas de anhelos,
deseos y nostalgia. Mis manos son lúcidas porque mis pasiones octogenarias
burbujean en el lento hervir del matraz de mi alma. Mis piernas no
responden a un cerebro que camina por senderos de sueños, como aquel niño que
correteaba por infinitas alfombras de hierba que inundaban de alegría mi
inocente libertad.
Siento el aroma de Adela tras de mí, empujándome sin esfuerzo hasta la
rotonda breve que abre sus grandes ojos acristalados para enseñarme el iris del
paisaje azulado, espumoso, entre lenguas de luz que dibujan bellas sombras en
la tarima. Es la visita de la vieja dama de la Librería de Ayer.
Sonriente, me observa como cada primer martes de mes, cuando se acerca la luna
llena, mientras remueve a finas pinceladas de cucharilla el té que ella misma
se prepara y se sirve. Nunca habla. Solo aparece allí, sentada en la mecedora,
luciendo su moño níveo, para dar unos sorbos a la tacita, mientras deja uno de
sus libros encima de la mesa. Y al poco tiempo, cuando mis manos acarician los
lomos de piel cuarteados por el manosear de vidas que construyeron sus relatos
entre las líneas de esas páginas dibujadas por almas desconocidas, la mujer se
levanta mostrando su esbelta altura para despedirse de reojo saliendo del
pequeño saloncito por la terraza que da al sur. Ya me he acostumbrado a verla
desaparecer abriendo el ventanal de vida. Adela se acerca a la mesa con sus
ojos negros resplandecientes, como si se acercara a un tesoro descubierto
después de años de búsqueda entre archipiélagos de existencia. La miro y siento
que mi corazón jamás se parará. La muerte se aleja resentida de la vitalidad
que irradia su presencia. Se sienta a mi lado, abriendo el viejo libro
que compartimos y saboreamos en silencio, contemplando los bellos dibujos que
la tinta china ha sellado en esas láminas de fino pergamino. Pasamos las
hojas con la delicadeza del amor que trenza relatos. Relatos que Adela
siempre comienza sin más criterio que aquello que su alma creativa descubre
bajo los dibujos, las ilustraciones de los libros de la vieja dama.
El editor se desespera cuando le dejamos leer las primeras páginas de lo
que nunca sabemos cómo seguirá. Editor de sueños que a regañadientes se lleva
los manuscritos, multiplicando copias que deja bajo la almohada de soñadores
anónimos que nadando en las corrientes de la vida siguen mirándose como seres
mágicos en cualquier rincón de cualquier ciudad. Y Adela ríe a carcajadas viéndole
marchar furibundo pero sabedora de las emociones que ha sentido leyendo nuestro
breve danza de palabras cosidas por un amor que nace de las profundidades de
nuestras vidas errantes, de nuestro encuentro creativo, de pasiones que emergen
de una luna que siempre acude a nuestro encuentro.
Hoy es martes de luna llena. Noche que ilumina el vestido blanco de
Adela. Mi cuerpo reposa en la cama de sueños, manto de plata, movimientos
que ya no necesitan palabras. Sus manos, como alas de la última ninfa, del
último bosque, del último ayer, acarician mi rostro dibujando garabatos que
sonríen entre el cielo y un infierno. Adela no tiene edad. O la olvidé. Me mira
con sus ojos negros, me mira como hace 30 años. Me mira con sus manos, con su
boca, como aquel día de septiembre en el que me dibujó en una cartulina con sus
breves carboncillos. Adela se deja caer a mi lado. Adela duerme sobre mi pecho.
Al amanecer mis piernas volverán a paralizarse. Pero mi corazón seguirá
latiendo como gemelo del de ella. Esa mujer sin edad, esa mujer que me
acompaña, sabedores de que, la vieja dama de la Librería del Ayer, volverá a
dejarnos el siguiente libro. Y seguiremos escribiendo nuestras vidas entre
retazos de existencia, sabiéndonos eternos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario