jose maria

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jueves, 21 de mayo de 2015

ADELA



Desde hace un año, todos los días son iguales. Antes me importaba. Ahora ya no. Adela me conduce con dulzura hasta el salón pequeño. Eso es que hay visita. Escucho el chirriar de las ruedas por el largo pasillo de la casa. La silla en la que acomodo la vejez que se revela entre batallas de anhelos, deseos y nostalgia. Mis manos son lúcidas porque mis pasiones octogenarias  burbujean en el lento hervir del matraz de mi alma.  Mis piernas no responden a un cerebro que camina por senderos de sueños, como aquel niño que correteaba por infinitas alfombras de hierba que inundaban de alegría mi inocente libertad.
Siento el aroma de Adela tras de mí, empujándome sin esfuerzo hasta la rotonda breve que abre sus grandes ojos acristalados para enseñarme el iris del paisaje azulado, espumoso, entre lenguas de luz que dibujan bellas sombras en la tarima.  Es la visita de la vieja dama de la Librería de Ayer. Sonriente, me observa como cada primer martes de mes, cuando se acerca la luna llena, mientras remueve a finas pinceladas de cucharilla el té que ella misma se prepara y se sirve. Nunca habla. Solo aparece allí, sentada en la mecedora, luciendo su moño níveo, para dar unos sorbos a la tacita, mientras deja uno de sus libros encima de la mesa. Y al poco tiempo, cuando mis manos acarician los lomos de piel cuarteados por el manosear de vidas que construyeron sus relatos entre las líneas de esas páginas dibujadas por almas desconocidas, la mujer se levanta mostrando su esbelta altura para despedirse de reojo saliendo del pequeño saloncito por la terraza que da al sur. Ya me he acostumbrado a verla desaparecer abriendo el ventanal de vida. Adela se acerca a la mesa con sus ojos negros resplandecientes, como si se acercara a un tesoro descubierto después de años de búsqueda entre archipiélagos de existencia. La miro y siento que mi corazón jamás se parará. La muerte se aleja resentida de la vitalidad que irradia su presencia. Se sienta a mi lado, abriendo el viejo libro  que compartimos y saboreamos en silencio, contemplando los bellos dibujos que la tinta china ha sellado en esas láminas de fino pergamino.  Pasamos las hojas con la delicadeza del amor que trenza relatos.  Relatos que Adela siempre comienza sin más criterio que aquello que su alma creativa descubre bajo los dibujos, las ilustraciones de  los libros de la vieja dama.
El editor se desespera cuando le dejamos leer las primeras páginas de lo que nunca sabemos cómo seguirá. Editor de sueños que a regañadientes se lleva los manuscritos, multiplicando copias que deja bajo la almohada de soñadores anónimos que nadando en las corrientes de la vida siguen mirándose como seres mágicos en cualquier rincón de cualquier ciudad. Y Adela ríe a carcajadas viéndole marchar furibundo pero sabedora de las emociones que ha sentido leyendo nuestro breve danza de palabras cosidas por un amor que nace de las profundidades de nuestras vidas errantes, de nuestro encuentro creativo, de pasiones que emergen de una luna que siempre acude a nuestro encuentro.
Hoy es martes de luna llena.  Noche que ilumina el vestido blanco de Adela.  Mi cuerpo reposa en la cama de sueños, manto de plata, movimientos que ya no necesitan palabras. Sus manos, como alas de la última ninfa, del último bosque, del último ayer, acarician mi rostro dibujando garabatos que sonríen entre el cielo y un infierno. Adela no tiene edad. O la olvidé. Me mira con sus ojos negros, me mira como hace 30 años. Me mira con sus manos, con su boca, como aquel día de septiembre en el que me dibujó en una cartulina con sus breves carboncillos. Adela se deja caer a mi lado. Adela duerme sobre mi pecho. Al amanecer mis piernas volverán a paralizarse. Pero mi corazón seguirá latiendo como gemelo del de ella. Esa mujer sin edad, esa mujer que me acompaña, sabedores de que, la vieja dama de la Librería del Ayer, volverá a dejarnos el siguiente libro. Y seguiremos escribiendo nuestras vidas entre retazos de existencia, sabiéndonos eternos.


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