Volver de camino a casa y
encontrarse aquella tapia alta, era
cerrar los ojos y creer por un momento
que algo bello pudiera existir en esos días tan tristes. Pero esa tarde,
se detuvo ante el misterio. Solo escuchaba el leve silbido del viento que
desdibujaba las formas pintadas por las nubes, regalos caprichosos en un fresco
azul, siempre escenario de aventuras que solo emborronaba la tristeza de días
como hoy. Y sus ojos grises volvieron a
mirar la tapia. Siempre había estado ahí, a veces invisible, cuando sus pasos
eran carrera para llegar a la casita del final del sendero, presente y altiva,
como muro barbudo de musgos y enredaderas, salpicado por las tumbas abandonadas
de lo que fue el antiguo cementerio, hoy convertido en mosaico destartalado y
pasto del desorden natural con que los árboles y la vegetación habían adornado
las marmoleas estancias de una eternidad cuestionada por el propio tiempo. María siguió observando las piedras, como si
la observaran parpadeando levemente con los reflejos del atardecer. Sus 17 años habían elevado su cabellera
pajiza hasta una cota superior a la de su madre, a quien todavía recordaba
entre la niebla de los recuerdos en aquella cama en la que se despidió siendo
ella una niña. Se mordía el labio inferior imaginando el otro lado de la tapia.
Sus manos largas sostenían la mochila en la que los pesados conocimientos se
apilaban entre páginas de libros cada vez más aburridos para la mente abierta y
ensoñadora de María. Pero no la soltó. La puso en su espalda, ancha y casi
dibujada con el cincel de algún viejo dios caprichoso de la belleza y se decidió a acercarse para escalar los dos
metros y medio de piedras apiladas que configuraban ese paisaje de
incertidumbre. María alcanzó la cima
amurallada y sus ojos se abrieron un poco más. Pudo divisar un sinfín de
ruinas. Casitas desdentadas de las que solo quedaban los muros, o las vigas de
un tejado que no quiso proteger más la existencia de moradores que una vez allí
vivieron y convivieron. Caminos convertidos en hilillos de tierra serpenteantes
entre edificios sin memoria. No sintió miedo al saltar al otro lado. Caminó zigzagueando entre aquellas paredes
que todavía sudaban el tiempo de un bello lugar. Y el borrador de camino, el
camino bajo la cúpula de sombras de castaños y mimosas que se besaban en los
extremos de sus copas, la llevó a un claro en el que unos ojos inesperados se
detuvieron en los suyos. Allí estaba
sentado, en lo que fue un bello claustro, estaba él. La sillita de madera, el
caballete como escudo protector del tiempo, su larga melena y su barba rala.
Lienzos que se acumulaban apoyados a la espera de la nada entre capiteles
cercenados por historias petrificadas, descansando en el suelo de piedras
durmientes. María le observó pero más interés tuvo para ella los lienzos que se
esparcían por todas partes. El pintor de ruinas recreaba vida en cada lienzo.
En cada casa. Adornaba, reconstruía, levantaba con sus trazos aquello que parecía
haberse agotado en las manos del tiempo. Pintura que daba vida al olvido, que
rescataba el pueblo entre estaciones que volvían a dar sentido al frío y al
calor, a las lluvias, a los campos que abrían sus entrañas para ofrecer
alimento. Pozos, vidrieras renovadas, artesanos de vida que merodeaban por las
calles de la imaginación. María miraba
deslumbrada cada obra, indeleble, como recién acabadas, aunque algunas llevaban
fechas de hacía muchos años. Más de los que ella tenía, muchos más. Al girarse
hacia el pintor de ruinas, pudo ver la obra en la que se encontraba embebido.
Una joven acariciando el rostro de un hombre plasmado en un viejo lienzo. Una
mano que emerge de la tela, una piedra que se resquebraja para abrir paso a la
vida. María se descubrió acariciando el
lienzo fresco, sus dedos largos, como pinceles pintaron sobre la pintura,
transformando la escena en un beso, en un saludo a la vida. Un beso que sacudió
el alma de ruinas, que saboreó el mar de emociones que latían en el guardián de
ruinas convertidas en futuro. Nadie sabe
cuánto tiempo hace que María saltó aquella tapia. Su casita al final del
sendero es solo el esbozo de cuatro paredes, una ruina trazada en la memoria.
Tras el muro, la vida se centra en el corazón del pueblo, en aquel convento
restaurado, donde el largo pelo pajizo es ahora espuma blanca de una catarata
de vida. El pintor de ruinas murió hace dos años. Yace en una tumba bajo un
viejo roble, cerca del lugar donde ahora juegan sus nietos. Ella sigue pintando en el mismo lugar donde
le encontró. Sus pinturas son acariciadas por la luna, y convertidas en
realidad al salir el sol. Incluso el mar
se puso a los pies de aquel lugar, donde antes el horizonte era roca y tierra
estéril.
Eso cuentan quienes han saltado
la tapia. La tapia de sus propias vidas, mirando sus sueños al atardecer de su
tristeza.
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