Aquel cine de manivela que una
noche de Reyes iluminó la pared oscurecida por las pesadillas. Gato sin botas, siempre
saltando charcos que deseaba pisar como chapoteo de la orilla de sus sueños. El hombre con botas, compañeras de andanzas,
que en la infancia, calzarlas en los días de lluvia suponía no jugar en el
campo de fútbol, océano de barro, patada a un balón despellejado, bota que
entraba por la escuadra de la portería de tres palos mientras el esférico se
descojonaba chapoteando al borde de la banda. Katiuskas que enlentecen el paso
entre el fango, haciéndolo firme por los caminos que las vacas salpican de un
bello mosaico de olor a boñiga. Botas
para la vida, que se duchan en la manguera del último establo. Botas que miran
recelosas a la moto, herencia del padre.
Que sienten la traición de las alpargatas cuando el joven se acomoda
para limpiar las tripas de hierro que lucen la serena antigualla con el brillo presumido de su historia. Aquella
vieja motocicleta que subió y bajó el puerto del Escudo mil y un días, bajo los
sueños de las Mil y Una Noches. Moto salvadora de amores, de mensajes, de
noticias y recados entre pueblos y cabañas. Ruedas que respiran el olor de la
ancestral Cantabria, presumido potro de ronco relinchar que avisaba de la
llegada del médico de todos, del médico de cada uno. Sabio de miradas, de
gestos, adivino de síntomas a través del dolor.
El joven se quita las botas katiuskas
después del paseo de las treinta vacas tan lentas en su caminar como el reloj
que dibuja la sombra de un sol que suspira con paciencia infinita. La mañana en
el Hospital ha sido complicada, aunque sentir el latido de un nuevo corazón en
el pecho del chiquillo le hace sonreír con una lágrima que no consigue
amaestrar su alma. Observa la vieja motocicleta antes de montar su lomo
adaptado al cuerpo de su padre, ahora revisando los casos de su vida entre las
sombras de la eternidad.
La casa de piedra queda atrás
otra vez. El joven cirujano que volvió a su tierra desde el otro lado del mundo
se siente feliz sintiendo el viento que el propio potro rodado crea en su
devorar las carreteras, mapas hacia la playa. Allí estaba su hija, la mano
derecha engarzada con la de la abuela, la izquierda agarrando sus diminutas
botas katiuskas rojas. Huellas que se miran de reojo, acariciadas por la orilla
de un mar perlado por la luz del atardecer.
Y el motor silenció su carraspera
respetando el silencio de un lienzo de vida, de recuerdos, de pérdidas, de
coraje. La vieja motocicleta dedicó un fogonazo de su faro amarillento que solo
pudo ver el alma de quien no pudo salvar su vida, pero salvó la de su hija al
nacer.
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