jose maria

jose maria

domingo, 21 de junio de 2015

EL HOMBRE CON BOTAS



Aquel cine de manivela que una noche de Reyes iluminó la pared oscurecida por las pesadillas. Gato sin botas, siempre saltando charcos que deseaba pisar como chapoteo de la orilla de sus sueños.  El hombre con botas, compañeras de andanzas, que en la infancia, calzarlas en los días de lluvia suponía no jugar en el campo de fútbol, océano de barro, patada a un balón despellejado, bota que entraba por la escuadra de la portería de tres palos mientras el esférico se descojonaba chapoteando al borde de la banda. Katiuskas que enlentecen el paso entre el fango, haciéndolo firme por los caminos que las vacas salpican de un bello mosaico de olor a boñiga.  Botas para la vida, que se duchan en la manguera del último establo. Botas que miran recelosas a la moto, herencia del padre.  Que sienten la traición de las alpargatas cuando el joven se acomoda para limpiar las tripas de hierro que lucen la serena antigualla  con el brillo presumido de su historia. Aquella vieja motocicleta que subió y bajó el puerto del Escudo mil y un días, bajo los sueños de las Mil y Una Noches. Moto salvadora de amores, de mensajes, de noticias y recados entre pueblos y cabañas. Ruedas que respiran el olor de la ancestral Cantabria, presumido potro de ronco relinchar que avisaba de la llegada del médico de todos, del médico de cada uno. Sabio de miradas, de gestos, adivino de síntomas a través del dolor.
El joven se quita las botas katiuskas después del paseo de las treinta vacas tan lentas en su caminar como el reloj que dibuja la sombra de un sol que suspira con paciencia infinita. La mañana en el Hospital ha sido complicada, aunque sentir el latido de un nuevo corazón en el pecho del chiquillo le hace sonreír con una lágrima que no consigue amaestrar su alma. Observa la vieja motocicleta antes de montar su lomo adaptado al cuerpo de su padre, ahora revisando los casos de su vida entre las sombras de la eternidad. 
La casa de piedra queda atrás otra vez. El joven cirujano que volvió a su tierra desde el otro lado del mundo se siente feliz sintiendo el viento que el propio potro rodado crea en su devorar las carreteras, mapas hacia la playa. Allí estaba su hija, la mano derecha engarzada con la de la abuela, la izquierda agarrando sus diminutas botas katiuskas rojas. Huellas que se miran de reojo, acariciadas por la orilla de un mar perlado por la luz del atardecer. 
Y el motor silenció su carraspera respetando el silencio de un lienzo de vida, de recuerdos, de pérdidas, de coraje. La vieja motocicleta dedicó un fogonazo de su faro amarillento que solo pudo ver el alma de quien no pudo salvar su vida, pero salvó la de su hija al nacer.



No hay comentarios: