jose maria

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domingo, 14 de junio de 2015

EL MONSTRUO DE LA IGNORANCIA



Nunca tuvo miedo el rey a la muerte, a pesar de las cruentas batallas que ganó, que perdió. Solo temía no poder morir en aquel jardín de eterna primavera al sur de la muralla del viejo castillo. Recogido, como un rincón secreto de bellos relatos de luz, de árboles que se besan, de flores que susurran los paseos de la jardinera. Descalza de prejuicios, cubierta de un saber natural que recogió de su padre, guardiana de los más íntimos secretos de aquellos seres maravillosos que sonríen a su espalda. Rosas blancas, negras, azules, rojas, removiéndose entre espinos de recuerdos.
El atardecer rojizo intensificó sus bellas texturas, trazos de telas celestiales al pairo de una brisa que alivia el calor, regando de verdor los prados hasta el horizonte. Allí persigue el señor a la bestia. Su presencia ennegrece el día, hace eterna la noche. Ignorancia es la bestia. Cabeza de cerdo, negras las fauces,  largas e innumerables extremidades de cien pies gigante, que brotan de un enorme cuerpo calcificado en el que están grabadas las miserias de la humanidad producidas por la estupidez de los mortales. Su silueta de rata inmensa, adornada por alas espinosas, acaba en una interminable cola con un aguijón que sacude la vida de maestros y monjes, de escríbanos y hombres y mujeres en cuyas mentes detecta sabiduría.
Entre sombras, el caballo se encabrita, teñido de gotas de sangre. Y la mirada del rey, ajena los recuerdos, se fija en los ojos de la bestia, que calma su hambre negra con letras de vida que se ahogan en su infierno de visceralidad. La búsqueda ha finalizado. Allí, al borde del acantilado que saluda la esperanza de un mar que alivia, la soledad es fortaleza. La espada brilla un instante, la espera se torna en un segundo de amor, en un guiño al futuro.
Desmonta del caballo, le ordena galopar fuera del alcance de las garras de Ignorancia y, plantado cómo tótem del mundo, como guardián del mañana, sin más protección que su coraje y su determinación, observa a su pesadilla, la de un mundo oscuro, de tinieblas. El aliento fétido de la bestia le produce una breve nausea.
El sol hace un esfuerzo por esconderse en el horizonte malva, pero su curiosidad le puede, dejando sobre el mar el destello que apunta al final del acero. Y la firmeza del guerrero, rey de su historia, dueño de las campiñas de sus sueños, no se inmuta ante la embestida de las fauces de ignorancia. Un breve movimiento esquiva su zarpazo, su dentellada arranca al acantilado su balcón natural. Y la espada entra en la garganta, empuñada desde el alma, desde el legado del conocimiento, desde sus ancestros que silenciosos vivieron y murieron transmitiendo el saber de boca en boca. En la agonía se revuelve la bestia en un trueno de desgarradora violencia. Coletazos que buscan la espalda del señor, todavía prisionero de su arma que vacía la vida del monstruo. Vomita libros, miles de libros entre espumarajos de bilis. Y el aguijón encuentra la espalda del noble, dibujando de mortal herida ese lienzo de experiencias.
La muerte de Ignorancia fue lenta, agonía en busca de la resurrección del odio. A su lado, el cuerpo latente del rey, sus ojos amarillentos desgastando vida entre recuerdos. Manos abiertas, agarrando la brisa, aire que se escapa de la boca sedienta de vida, sabedor de un triunfo que  derrumba un sueño. Una lágrima pérdida en la mejilla, calidoscopio de un amor infinito, misterio de su soledad, rosa oculta en un jardín que no miró. Y en el terral de la agonía, sepultura de la ignominia que atrapa el genio de cabellera dorada, dos libros expulsados del vientre de la bestia cobran vida.
Enarbolan sus páginas las pulsaciones de la utopía, el arte de amar, lecciones de vida. Páginas convertidas en alas, lomos en cabezas de bellas aves. Y transforman sus palabras en actos, recogiendo los hombros del cuerpo que respira paz en su límite a la muerte. Pájaros de letras son ahora esos libros salvados. Aves de urgente sanación que trasladan una mercancía preciosa, urgente, al jardín que avisa de la necesidad de estar en el corazón que se apaga.
Y las alas depositan en el bosque de belleza el cuerpo sangrante de quien venció a la Ignorancia. Tierra fresca, luz que se diluye en los ojos que se apagan. Olor de azucenas, jazmín que se acerca al pecho, rosas que urgen el amor que revitaliza. Margaritas diminutas, plañideras de vida, cantoras de ensueños. Amapolas que adormece el dolor, digitalis que respira la sangre, tónico del cuerpo desangrándose. Edera que atornilla las heridas, verdes cataplasmas de amor. Voces de las flores que centellean para cicatrizar lo que debe cerrar. Jardín de luz, verdes praderas de sueños entre sinfonía de flores que, ahora, escuchan poco y hablan de un eterno agradecimiento. No hay tumba en el jardín. No es lugar para morir. Es el lugar de vida, donde las flores leen en voz baja los miles de libros que florecen de su espera.
Jardinera. Siente el rey que esta. Y al estar se salva. Jardinera de un país de letras que cada flor traduce. Los besos duelen en las heridas abiertas. Surcos en los que las semillas del amor se deletrean cómo un mañana. Los besos cauterizan la ponzoña del desgarro. Los besos hacen nido en la llaga. Y el jardín de la guardiana se convierte en jardín de amor.
La tumba espera en su llanto de tierra adentro el cuerpo que abrazar. La torre del homenaje es hoy un mirador. Entre páginas de vida, de ayeres, el rey y la jardinera coronan una nueva realidad. La de escribir la vida como muestra del conocimiento que siembra miles de jardines. Susurrantes, indiscretos, mágicos.

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