Nunca tuvo miedo el rey a la
muerte, a pesar de las cruentas batallas que ganó, que perdió. Solo temía no
poder morir en aquel jardín de eterna primavera al sur de la muralla del viejo
castillo. Recogido, como un rincón secreto de bellos relatos de luz, de árboles
que se besan, de flores que susurran los paseos de la jardinera. Descalza de
prejuicios, cubierta de un saber natural que recogió de su padre, guardiana de
los más íntimos secretos de aquellos seres maravillosos que sonríen a su
espalda. Rosas blancas, negras, azules, rojas, removiéndose entre espinos de
recuerdos.
El atardecer rojizo intensificó
sus bellas texturas, trazos de telas celestiales al pairo de una brisa que
alivia el calor, regando de verdor los prados hasta el horizonte. Allí persigue
el señor a la bestia. Su presencia ennegrece el día, hace eterna la noche. Ignorancia
es la bestia. Cabeza de cerdo, negras las fauces, largas e innumerables extremidades de cien
pies gigante, que brotan de un enorme cuerpo calcificado en el que están
grabadas las miserias de la humanidad producidas por la estupidez de los
mortales. Su silueta de rata inmensa, adornada por alas espinosas, acaba en una
interminable cola con un aguijón que sacude la vida de maestros y monjes, de
escríbanos y hombres y mujeres en cuyas mentes detecta sabiduría.
Entre sombras, el caballo se
encabrita, teñido de gotas de sangre. Y la mirada del rey, ajena los recuerdos,
se fija en los ojos de la bestia, que calma su hambre negra con letras de vida
que se ahogan en su infierno de visceralidad. La búsqueda ha finalizado. Allí,
al borde del acantilado que saluda la esperanza de un mar que alivia, la
soledad es fortaleza. La espada brilla un instante, la espera se torna en un segundo
de amor, en un guiño al futuro.
Desmonta del caballo, le ordena
galopar fuera del alcance de las garras de Ignorancia y, plantado cómo tótem
del mundo, como guardián del mañana, sin más protección que su coraje y su
determinación, observa a su pesadilla, la de un mundo oscuro, de tinieblas. El aliento
fétido de la bestia le produce una breve nausea.
El sol hace un esfuerzo por
esconderse en el horizonte malva, pero su curiosidad le puede, dejando sobre el
mar el destello que apunta al final del acero. Y la firmeza del guerrero, rey
de su historia, dueño de las campiñas de sus sueños, no se inmuta ante la
embestida de las fauces de ignorancia. Un breve movimiento esquiva su zarpazo,
su dentellada arranca al acantilado su balcón natural. Y la espada entra en la
garganta, empuñada desde el alma, desde el legado del conocimiento, desde sus
ancestros que silenciosos vivieron y murieron transmitiendo el saber de boca en
boca. En la agonía se revuelve la bestia en un trueno de desgarradora
violencia. Coletazos que buscan la espalda del señor, todavía prisionero de su
arma que vacía la vida del monstruo. Vomita libros, miles de libros entre espumarajos
de bilis. Y el aguijón encuentra la espalda del noble, dibujando de mortal
herida ese lienzo de experiencias.
La muerte de Ignorancia fue
lenta, agonía en busca de la resurrección del odio. A su lado, el cuerpo
latente del rey, sus ojos amarillentos desgastando vida entre recuerdos. Manos
abiertas, agarrando la brisa, aire que se escapa de la boca sedienta de vida,
sabedor de un triunfo que derrumba un
sueño. Una lágrima pérdida en la mejilla, calidoscopio de un amor infinito,
misterio de su soledad, rosa oculta en un jardín que no miró. Y en el terral de
la agonía, sepultura de la ignominia que atrapa el genio de cabellera dorada,
dos libros expulsados del vientre de la bestia cobran vida.
Enarbolan sus páginas las pulsaciones
de la utopía, el arte de amar, lecciones de vida. Páginas convertidas en alas,
lomos en cabezas de bellas aves. Y transforman sus palabras en actos, recogiendo
los hombros del cuerpo que respira paz en su límite a la muerte. Pájaros de
letras son ahora esos libros salvados. Aves de urgente sanación que trasladan
una mercancía preciosa, urgente, al jardín que avisa de la necesidad de estar
en el corazón que se apaga.
Y las alas depositan en el bosque
de belleza el cuerpo sangrante de quien venció a la Ignorancia. Tierra fresca,
luz que se diluye en los ojos que se apagan. Olor de azucenas, jazmín que se
acerca al pecho, rosas que urgen el amor que revitaliza. Margaritas diminutas,
plañideras de vida, cantoras de ensueños. Amapolas que adormece el dolor,
digitalis que respira la sangre, tónico del cuerpo desangrándose. Edera que
atornilla las heridas, verdes cataplasmas de amor. Voces de las flores que
centellean para cicatrizar lo que debe cerrar. Jardín de luz, verdes praderas
de sueños entre sinfonía de flores que, ahora, escuchan poco y hablan de un
eterno agradecimiento. No hay tumba en el jardín. No es lugar para morir. Es el
lugar de vida, donde las flores leen en voz baja los miles de libros que
florecen de su espera.
Jardinera. Siente el rey que
esta. Y al estar se salva. Jardinera de un país de letras que cada flor
traduce. Los besos duelen en las heridas abiertas. Surcos en los que las semillas
del amor se deletrean cómo un mañana. Los besos cauterizan la ponzoña del
desgarro. Los besos hacen nido en la llaga. Y el jardín de la guardiana se
convierte en jardín de amor.
La tumba espera en su llanto de
tierra adentro el cuerpo que abrazar. La torre del homenaje es hoy un mirador.
Entre páginas de vida, de ayeres, el rey y la jardinera coronan una nueva
realidad. La de escribir la vida como muestra del conocimiento que siembra
miles de jardines. Susurrantes, indiscretos, mágicos.
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