Ojos que pocos pudieron ver,
ajenos al brillo de la bahía. Caballero andante sobre olas de recuerdos. Escudero del sol al nordeste, ajeno al ojo
del sur que sacude Peña Cabarga, extendiendo brazos que tuercen la cordura. Amante de la luna, silencioso y
cabal, su alma vuela como jirones de sombra para acariciar su mirada
imaginaria. Alevín de sueños, escritor
de brisa, graba en su memoria los relatos de proas juguetonas, de focos que
iluminan la negra superficie de un mar que festeja banquetes de sardinas.
Bisnieto de Neptuno, infantil en sus hechuras, hombros de botella, adolescente apasionado. De pie, siempre de
pie, grito mudo en la galerna, orgulloso vigilante del todo y de la nada, desde
la bella atalaya a la que suplica salvación el camello petrificado que Melchor
en alguno de sus viajes perdió. Breve
escultura, capricho del Cantábrico a los pies la ciudad que la contempla como
suya. Infante, custodio del horizonte, en el que dibuja con su tridente surco
de bergantines, corsarios, y trashumancia de buques que dormitan la espera para
cruzar de puntillas la canal y alimentarse de la vida del puerto.
Roca de espuma, capricho de las
mareas, que visten de novia ocasional el penacho de agreste presencia. En la breve cima dejé mi última mirada de
reojo para comprobar que allí seguía el joven dios.
Una mañana el camello lloró. La
torre natural, faro vigilante de ojos infantiles, no tenía su luz. Las rederas,
cantarinas de las historias de la ciudad marinera, tejieron redes de relatos
murmurantes. Raptado, según algunos,
sacudido por un golpe de mar según los más sabios observadores del flujo de las
corrientes, la Marinera lloró su ausencia como misas de alma en el altar del
olvido. Pero el viejo Chuli, pescador
empedernido, paseante de blancos en la barriga y lubinas en la cesta, me contó
su verdad. Una noche sin luna, Rosaura, la sirena que deambula por la costa, le
miró de nuevo. Su canción de amor sacudió la quietud del joven, una sombra de
duda, un corazón que late, el suyo, descubriendo que la ciudad tiene el
propio. Unos ojos que le llaman. Y el
mar como útero de amor. Y así fue como
partió con Rosaura, desapareciendo en dos coletazos de la sirena.
No estaba muy convencido de la
historia de Chuli. Pero esta mañana, paseando por la playa a la baja mar, me
encontré un pequeño tridente oxidado que sonriente, devolví al mar.
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