Refugiado desde hace años en su torreón, atalaya de recuerdos
que se petrifican en sus muros, el Señor del silencio contempla el horizonte
como si de una gran página, pergamino del pasado se tratase. Y la línea
imaginaria, espejismo de futuro lleva a su mirada opaca tras las sombras,
escuchando en su corazón las voces de un pasado que se transforma en sórdido
presente. La vida en los aposentos, entre pasillos laberínticos se anima con
las tres presencias, las tres damas que desde hace años mantienen la actividad
entre sótanos, cocinas y alacenas. Tristeza, soledad y Grisalma. Tristeza le
prepara la comida cada día, alimentando su alma de un desasosiego que nubla en
la digestión del olvido las carcajadas de la infancia. Se acomoda en la terraza
cuando la tarde se despide somnolienta, dibujando con sus manos largas y finas
una noche sin estrellas, susurrando la rapsodia del no ser. Soledad es su más amable compañía. Le acomoda
en su gabinete, en su viejo sillón, despacho sin asuntos que despachar, en la
cama emplumada como nube tormentosa, le deja descansar con los latidos de su
corazón. Le respeta y no habla, solo escucha su llanto oculto, aquel que no
tiene lágrimas, que cala el alma. Y Grisalma, de mirada intensa, profunda, que
con su sonrisa cautivadora embriaga de desesperanza un bello muro en el gran
salón circular que linda con la balconada. Fresco en el que el Conde insiste en
su esfuerzo diario por recomponer el
bienestar leyendo los capítulos del dolor. Dolor que recobra su intensidad al mirar
sus propias cicatrices, las que la vida le grabó negándole la libertad de soñar
volando por encima de sus propias ensoñaciones. Niño que no mamó el amor, niño
invisible entre el ruido del odio. Dolor real, al sentir el impacto en aquel
día en el que la vida le agarró de la mano para no dejarlo correr al abrazo de
la muerte. Dolor de amor, sin maestros de amor que le enseñaran como pintarlo
en la pátina de mar rojo que se desvela hacia el oeste de su corazón.
Y la atalaya de piedra se convierte en celda, la celda en una
extraña pantalla en la que visualiza las lecturas y experiencias del pasado,
distorsionado por las propias piedras, por el musgo que languidece la
existencia, las enredaderas que redefinen las sombras que aniquilan a aquel
niño que aprendió a sonreír al oler la yerba en primavera, al jugar al
escondite en el pueblo cercano, al
tumbarse al sol sintiendo la libertad como la de los pájaros en tránsito por
una primavera eterna. Una primavera que Grisalma ha pintado de invierno
perpetuo en las paredes del salón.
Un amanecer de finales de verano, cuando el otoño se viste de
fiesta para impresionar con su belleza al cielo siempre azul del caballero
estival, soledad velaba sus sueños enmascarados de realidad. Y un colibrí
salpicó el ventanal de un aleteo que le sorprendió. Siguió su danza aérea hasta
la playa. Y en su recorrido por la orilla húmeda, unos ojos color de mar se
cruzaron con los suyos. Transparentes,
como la luz del verano, reflejaban la serena presencia de las tierras del
interior. Ella le volvió a mirar y corrió hacia la rompiente de olas amables,
dejando que su cuerpo se rodease de frescura, de espuma de días de futuro. Soledad miró desde la distancia y supo que
era el momento de irse. Voló despidiéndose de
Tristeza y Grisalma.
El Señor del silencio creyó descubrir el amor. Poco sabía de
su significado real, pero aquella mirada, en aquella danza con la marea de su
propia existencia no aparecía la resaca que le llevara a los escollos del
pasado. El primer beso, la primera sensación de delirio liberador, el deseo de
coger la mano del futuro… Y en la Torre, entre Grisalma y Tristeza, los amantes
vieron nacer a su hijo.
Las dos viejas damas se encuentran cansadas. Ahora su trabajo
se multiplica, porque no solo deben atender a su señor, sino a quienes han
ocupado los espacios emocionales y reales del lugar. Cotillean entre ellas para
buscar la forma de despedirse, pero su señor las esclaviza con sus ruegos, con
sus miedos. La mujer de ojos de mar, dibuja amaneceres en el fresco gris del
salón. Cada día lo hace, pero Grisalma, cada noche los borra. Y entre lágrimas,
el amor que se destila de su corazón, tan azul como sus ojos, vuelve a pintar
un bello paisaje de vida en espera de que su amado lo vea. Hoy la noche está
repleta de estrellas. El señor del silencio observa sus configuraciones
mágicas, guiños sonrientes de cielo que invitan a coger la pluma de su corazón
y, quizás, a reescribir la vida… Algo a lo que todos tenemos derecho. Solo así
podrá liberar a Tristeza y Grisalma de su tortuoso destino de acompañar almas,
pozos de infelicidad.
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