jose maria

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domingo, 21 de junio de 2015

GRISALMA



Refugiado desde hace años en su torreón, atalaya de recuerdos que se petrifican en sus muros, el Señor del silencio contempla el horizonte como si de una gran página, pergamino del pasado se tratase. Y la línea imaginaria, espejismo de futuro lleva a su mirada opaca tras las sombras, escuchando en su corazón las voces de un pasado que se transforma en sórdido presente. La vida en los aposentos, entre pasillos laberínticos se anima con las tres presencias, las tres damas que desde hace años mantienen la actividad entre sótanos, cocinas y alacenas. Tristeza, soledad y Grisalma. Tristeza le prepara la comida cada día, alimentando su alma de un desasosiego que nubla en la digestión del olvido las carcajadas de la infancia. Se acomoda en la terraza cuando la tarde se despide somnolienta, dibujando con sus manos largas y finas una noche sin estrellas, susurrando la rapsodia del no ser.  Soledad es su más amable compañía. Le acomoda en su gabinete, en su viejo sillón, despacho sin asuntos que despachar, en la cama emplumada como nube tormentosa, le deja descansar con los latidos de su corazón. Le respeta y no habla, solo escucha su llanto oculto, aquel que no tiene lágrimas, que cala el alma. Y Grisalma, de mirada intensa, profunda, que con su sonrisa cautivadora embriaga de desesperanza un bello muro en el gran salón circular que linda con la balconada. Fresco en el que el Conde insiste en su esfuerzo diario  por recomponer el bienestar leyendo los capítulos del dolor. Dolor que recobra su intensidad al mirar sus propias cicatrices, las que la vida le grabó negándole la libertad de soñar volando por encima de sus propias ensoñaciones. Niño que no mamó el amor, niño invisible entre el ruido del odio. Dolor real, al sentir el impacto en aquel día en el que la vida le agarró de la mano para no dejarlo correr al abrazo de la muerte. Dolor de amor, sin maestros de amor que le enseñaran como pintarlo en la pátina de mar rojo que se desvela hacia el oeste de su corazón.
Y la atalaya de piedra se convierte en celda, la celda en una extraña pantalla en la que visualiza las lecturas y experiencias del pasado, distorsionado por las propias piedras, por el musgo que languidece la existencia, las enredaderas que redefinen las sombras que aniquilan a aquel niño que aprendió a sonreír al oler la yerba en primavera, al jugar al escondite en el pueblo cercano,  al tumbarse al sol sintiendo la libertad como la de los pájaros en tránsito por una primavera eterna. Una primavera que Grisalma ha pintado de invierno perpetuo en las paredes del salón.
Un amanecer de finales de verano, cuando el otoño se viste de fiesta para impresionar con su belleza al cielo siempre azul del caballero estival, soledad velaba sus sueños enmascarados de realidad. Y un colibrí salpicó el ventanal de un aleteo que le sorprendió. Siguió su danza aérea hasta la playa. Y en su recorrido por la orilla húmeda, unos ojos color de mar se cruzaron con los suyos.  Transparentes, como la luz del verano, reflejaban la serena presencia de las tierras del interior. Ella le volvió a mirar y corrió hacia la rompiente de olas amables, dejando que su cuerpo se rodease de frescura, de espuma de días de futuro.  Soledad miró desde la distancia y supo que era el momento de irse. Voló despidiéndose de  Tristeza y Grisalma.  
El Señor del silencio creyó descubrir el amor. Poco sabía de su significado real, pero aquella mirada, en aquella danza con la marea de su propia existencia no aparecía la resaca que le llevara a los escollos del pasado. El primer beso, la primera sensación de delirio liberador, el deseo de coger la mano del futuro… Y en la Torre, entre Grisalma y Tristeza, los amantes vieron nacer a  su hijo.
Las dos viejas damas se encuentran cansadas. Ahora su trabajo se multiplica, porque no solo deben atender a su señor, sino a quienes han ocupado los espacios emocionales y reales del lugar. Cotillean entre ellas para buscar la forma de despedirse, pero su señor las esclaviza con sus ruegos, con sus miedos. La mujer de ojos de mar, dibuja amaneceres en el fresco gris del salón. Cada día lo hace, pero Grisalma, cada noche los borra. Y entre lágrimas, el amor que se destila de su corazón, tan azul como sus ojos, vuelve a pintar un bello paisaje de vida en espera de que su amado lo vea. Hoy la noche está repleta de estrellas. El señor del silencio observa sus configuraciones mágicas, guiños sonrientes de cielo que invitan a coger la pluma de su corazón y, quizás, a reescribir la vida… Algo a lo que todos tenemos derecho. Solo así podrá liberar a Tristeza y Grisalma de su tortuoso destino de acompañar almas, pozos de infelicidad.


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