La única pista en aquella playa de plata era una vieja tabla de surf
rebozada de arena entre olas turquesa dibujadas con viveza… A pocos
metros, una pulsera negra, casi enterrada y una letra marcada en el
cuero. Imperceptible a simple vista, esa extraña “A”, parecía mostrarse
y desaparecer entre la trenza de recuerdos.
Tabla, proa de olas,
tren del túnel de pasiones que siempre busco aquel danzarín de oleajes,
oculto entre la espuma, sabedor de que la vida ruge en las entrañas del
mar ondulante. Tabla de salvación, de los golpes de corazón de un pecho
que se acorcha sin la humedad de la playa, de las lluvias que avisan el
encuentro con el abrazo de un mar caprichoso.
Allí esperaba ella,
sentada en un pedestal de arena, con la mirada puesta en la rompiente,
saboreando la fina lluvia que abre las cristaleras de sus sueños, los
pies extendidos sobre la vieja tabla, jugando con la pulsera entre sus
dedos. Mar que deja recuerdos y pasiones en la orilla, entre racimos de
algas que ahogan su esperanza de volver a los campos de mar, agonizando
en la orilla, pidiendo auxilio a la resaca. Un golpe de luz, un
ventanuco en el cielo, una lengua de calor, un arco iris disperso que
salpica el horizonte de mil colores.
La vieja tabla se mueve bajo
sus pies, agitando su corazón, despertando de la hipnótica espera entre
olas orgullosas de fondo azul y cabellera grisácea.
Lee poemas
imaginarios en la superficie del agua, letras que colorean la costa,
entre recuerdos de su infancia. Su divertido cabalgar por aquellas rutas
de vida, por toboganes de felicidad, la vieja tabla que siempre vuelve
cómo si el mar no quisiera quedársela. Y sus ojos creyeron ver en la
última ola un surco abriéndose en la cima. Un cuerpo inclinado
levemente, largo, sobre la vieja tabla que ella misma tenia a sus pies.
Parecía domar a la ola, enlenteciendo su movimiento ondulado, abriendo
sus entrañas de izquierda a derecha, interminable, como queriendo dar
salida al visitante de sus secretos, como hablando con aquel caballero
de olas mientras le dejaba pasar hasta la orilla.
El viajero
desapareció por unos segundos, cuando la ola, después de nacer, crecer,
vivir en pocos segundos, cerraba su alma en un túnel invisible a todo. Y
al cabo de unos segundos eternos, como la aparente vida de la ola,
volvió a divisar al bailarín en el escenario armónico de un mar
embravecido.
Sintió una mano conocida, reconocida en su hombro. Su
viejo padre, hombre de mar, conocedor de sus misterios, farero hasta los
80, la sonrió otra vez. Su mano siempre cálida a pesar del mar y la
lluvia, siempre suave como una caricia de seda, la ayudo a reír entre
lágrimas. Caminaron sin decir palabra hasta la casita de la loma. Allí
encontraron al pequeño rubicundo, de ojos de sol, de mirada de vida,
pintando sobre la tablita que en verano le llevaba por la senda de olas
que le mimaban. Le puso al niño la pulsera. El la sintió cómo el más
bello regalo de su madre, como si de un amuleto protector se tratase. Y
con ella creció, entre pasillos de olas, libros y poemas, hasta que las
palabras se ordenaron en un primer poemario que sólo llamo al
publicarlo, "Poemario A".
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