Rincones de un laberinto de
estanterías se iluminan con el trastear de tenues rayos de sol que se filtran
por las ventanas opacas. Los años destiñen la transparencia de escaparates que
fueron orgullo de cualquier amante de los libros. Huele a cerrado, un olor
seco, a antiguo, a cuero de lomos de viejos libros, deslomados por las
cabalgadas que cientos de mentes hicieron por las laderas de la imaginación. Y
entre libros que se besan con bocas de aliento apergaminado, de susurros
moribundos sin el aire entre sus páginas dormita la lamparita. Lleva el genio,
de cuyo nombre ya nadie se acuerda, más de cien años allí. El viejo librero
nunca supo de su existencia. Alguien la olvidó al llevarse un libro, o alguien
la dejó por trasto inútil. Genio que durante siglos recorrió el mundo de
azarosas ensoñaciones, entre manos de ángeles y demonios, entre dedos inocentes
y manchados de sangre hasta las muñecas. Genio que dormita sin esperanza de
hacer cumplir los estúpidos deseos de los mortales, dormitando en su eterna desdicha
de contemplar los absurdos deseos de los mortales, deseos que han hecho su
mundo mejor. Y al amanecer, el genio sintió un movimiento repentino, lento y
con un molesto traqueteo que recordaba de algún lejano viaje en trenes de hace
100 años. Curioso y expectante limpió la carcasa interna de su apretado hogar
para observar qué ocurría en el exterior prohibido para él salvo por ese
manosear ansioso y peregrino de quienes anhelan que alguien les regale la
felicidad. Manos que no frotaron la lámpara, que la recogieron con delicadeza
de aquella oscura rinconera entre libros polvorientos. El genio sintió una cierta alegría, sobre
todo por estirar brazos y piernas, anquilosados por la falta de ejercicio
durante tanto tiempo. Imaginó los posibles deseos de su propietario temporal y
rio con su mirada burlona. Pero después de un breve recorrido en el cesto de
una vieja bicicleta, no hubo señales de
liberador manoseo. El anciano, alto, de un pelo blanco y largo que atusaba con
una elegancia innata, miraba con ternura la lámpara con sus ojos azules, casi
transparentes. Nunca se había percatado de la profundidad de los ojos de sus
peticionarios. Y allí, en la casita al borde del mar, los días pasaban lentos,
descubriendo el encarcelado genio la vida de aquel octogenario mortal que leía,
paseaba, escribía cartas a quienes se las mandaban, reía con las visitas de los
jueves o con los niños a los que todavía daba clases en los meses de verano.
Viejo profesor, viajero incansable, había escrito infinidad de libros científicos,
pero también encontró tiempo para entregarse a la poesía, a las personas
invisibles, cientos de miles que vivían y morían en un puñado de segundos en
cualquier lugar del mundo. Y para
recibir un premio Nobel, cuya placa bronceada del viejo dinamitero reposaba
apoyada en la lámpara. Y el genio empezó
a impacientarse, escandalizado de la ausencia de deseos de su entrañable compañero.
La curiosidad fue en aumento, como un cosquilleo en las plantas de sus pies
imaginarios imposible de aliviar en tan diminuto espacio. Y así, una tarde, el
genio decidió salir de la lámpara, consciente de que con toda probabilidad
perdería sus poderes como castigo a su rebelde actuar. No hubo humareda, salvo la de la pipa del
viejo que miró sonriente el devenir de la boca de la lámpara entre sombras y
luces, configurando una presencia fantasmal, sin más rasgos que los de sus ojos
vacíos y sus manos largas.
El genio preguntó al anciano por
qué no había frotado en busca de deseos. Por qué no obedecía a los normales
impulsos de la mayoría de los mortales.
Los ojos azules del hombre se tornaron de un gris infinito. Siempre
había deseado cumplir con los deseos de los demás. Y en ese trasiego, la
soledad fue acercando sus brazos hasta acariciar sus días y sus noches. El amor
como parte de una forma de ver el mundo había privado a aquel viejo de la
posibilidad de ser amado. En sus recuerdos de juventud anidaban sueños y
pasiones que la vida de servicio, de genio mortal había enterrado en algún
lejano lugar de su alma. Y el genio sintió una profunda tristeza. La de quien
no sabiendo exactamente qué es amar, nunca sintió el amor de sus mendigos de
felicidad, ajenos a la realidad de quien cumplía con sus sueños. Un genio de
carne y hueso que nunca había pedido un deseo, que nunca creyó merecer otra
cosa que entregar sin pedir. Frente a él su imagen fantasmal, la de un genio
sumido en la eternidad sin una mano amiga que le preguntara aunque fuera por su
espalda, siempre arrugada en la puta lámpara maravillosa. La noche cayó sobre los acantilados,
adornando la casita de sombras como caminos del pasado. Hombre y aparición
siguieron conversando, deshilando sus vidas, la eterna y la finita, sintiendo
la conexión de la adolescencia y los ojos de su sueño terrenal. Aquella
jovencita que le grabó un beso en su boca sin más permiso que el deseo de dos
vidas por volar. Aquellos ojos que dejaron de ser suyos cuando desapareció
entre lágrimas tras las ventanillas del viejo tren.
A la mañana siguiente, el viejo
seguía sentado, dormido en su mecedora. Sintió el beso en su boca y abrió los
ojos. Pudo distinguir los de María en aquel rostro de venerable anciana, más
alta que él, sonriente, surcado de bellas arrugas, con el mismo aliento a
hierba buena que dejó el aliento del amor casi olvidado. Una lágrima se deslizó
por la mejilla de la mujer, del genio convertido para siempre en María, feliz
de ser despojado de sus poderes para poder pedir por primera vez el deseo de
ser amado. Y así, ambos genios vieron cumplidos sus deseos, otorgándose
mutuamente los deseos de una vida terrenal.
Cuando los ancianos amantes murieron, 15 años después, la vieja lámpara
miró al joven Nobel y ambos también se despidieron con un extraño y mágico
beso.
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